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Cuentos de inquietud

Resumen del libro:

Joseph Conrad, uno de los grandes novelistas del siglo XX, es conocido por su habilidad para explorar las complejidades de la psicología humana y los dilemas morales en contextos tan exóticos como oscuros. Aunque de origen polaco, Conrad escribió en inglés, enriqueciendo la literatura con obras intensas que escarban en las profundidades de sus personajes y en el choque de culturas. Entre sus trabajos más notables destacan “El corazón de las tinieblas” y “Lord Jim”. Sin embargo, en “Cuentos de inquietud”, Conrad nos entrega un conjunto de relatos donde experimenta con temas y escenarios que delinean su característico estilo literario y su primera etapa creativa.

En “Cuentos de inquietud” se encuentran cinco relatos que revelan distintos periodos y estados de ánimo del autor. “La laguna” es un relato marcado por el exotismo y la tragedia, uno de los primeros cuentos de Conrad, concebido en la misma atmósfera que su novela “La locura de Almayer”. Ambientada en la selva malaya, la historia presenta un amor condenado y el poder destructivo de la traición, rasgos recurrentes en sus primeros trabajos.

“Una avanzadilla del progreso” es otro cuento significativo, nacido de la misma experiencia africana que inspiró “El corazón de las tinieblas”. Este relato, que Conrad describe como “esencialmente verdadero”, observa con ironía y brutalidad el impacto del colonialismo en los personajes. A través de una narrativa cruda, Conrad enfrenta la degradación y el absurdo, revelando los efectos deshumanizantes de la explotación europea en África.

“Los idiotas” es una narración que responde a una inspiración visual, donde la presencia física y perturbadora de sus personajes domina el relato. Aquí, Conrad explora la alienación social y el peso de la desgracia personal, creando una atmósfera inquietante que deja al lector con una extraña mezcla de compasión y repulsión.

En “Karain: un recuerdo”, Conrad vuelve al Archipiélago Malayo, pero esta vez con una mirada nostálgica y melancólica, casi como una despedida. La historia entrelaza el poder de la memoria y el misterio de las culturas lejanas, donde los mitos y las creencias dan sentido a los dilemas morales de los personajes.

Finalmente, “El regreso” cierra el volumen con un toque de análisis psicológico y físico, que evoca las tensiones emocionales y sociales de la alta sociedad europea. La descripción detallada de las impresiones visuales y auditivas dota a la historia de una densidad atmosférica que refleja la complejidad de las relaciones humanas.

“Cuentos de inquietud” es una obra que encapsula la esencia del mundo literario de Joseph Conrad: una prosa que mezcla lo visual con lo psicológico y que invita al lector a experimentar las sensaciones y los dilemas que habitan en los rincones más oscuros de la mente humana y de los confines del mundo.

A Adolf P. Krieger, por los viejos tiempos

Sea tu práctica distraer con ajenas querellas
A los espíritus volubles.

SHAKESPEARE

NOTA DEL AUTOR

De las cinco historias de este volumen, La laguna, la última en orden, es la más temprana en fecha. Trátase del primer cuento que en mi carrera escribí, y sella, valga la expresión, el final de mi primera etapa: la etapa malaya, con su precisa temática y sus peculiaridades verbales. Creado en la misma disposición anímica que produjo La locura de Almayer y Un vagabundo de las islas, está narrado con el mismo aliento (lo que de él quedara, vale decir, una vez concluido Un vagabundo), concebido con la misma visión, modelado con el mismo método… si algo parecido a un método había ya en los albores de mi resuelta consagración a la aventura novedosa de escribir para la imprenta. Mucho me cuesta creerlo. Primeramente realiza uno su obra, y sólo posteriormente teoriza sobre ella. Es ocupación muy entretenida y egocéntrica, de ninguna utilidad para nadie y, a buen seguro, conducente a erróneas conclusiones.

Cualquiera advertirá que entre el último párrafo de Un vagabundo y el primero de La laguna no hubo cambio de pluma, metafóricamente hablando. Se da el caso de que ello es verdad en sentido literal también. La mismísima pluma era: una estilográfica normal de acero. Por haber sido acusado de cierta falta de capacidad emotiva celebro estar en situación de dar fe de que al menos una vez di libre rienda a un impulso sentimental. Me pareció que se había portado bien la estilográfica y me había servido ejemplarmente, de modo que me la guardé en la faltriquera de la chaqueta con objeto de conservarla a guisa de recuerdo que en lo venidero pudiese yo contemplar con tierna mirada. A partir de entonces comenzó a aparecer en toda suerte de sitios —⁠en el fondo de mis gavetas, dentro de mis cajas de tachuelas⁠—, hasta que al cabo halló permanente sosiego en un espacioso cuenco de madera donde había diversos llavines, cera de sellar, hilos sueltos, delgadas leontinas rotas, algunos botones y otros pequeños adminículos de ésos que rezuman de la vida de un hombre y acaban en receptáculos por el estilo. Un vistazo le echaba yo de tanto en tanto con indudable satisfacción, hasta que cierto día advertí espantado que había allí dos viejas estilográficas. Cómo había ido a parar la segunda a ese cuenco en lugar de al fuego o la papelera, no alcanzo a imaginármelo; pero ahí estaban las dos, lado a lado, cada cual con sus incrustaciones de tinta y de todo punto indistinguibles la una de la otra. Muy turbador resultó, mas, decidido yo a no dividir mi afecto entre dos ni correr el riesgo de dilapidarlo con una impostora, ambas las arrojé por la ventana a un parterre del jardín… que se me antoja ahora una poética sepultura para los vestigios de mi pasado.

Pero el cuento sí pervivió. Inicialmente se imprimió en la Cornhill Magazine, erigiéndose en mi primera aportación a una revista literaria; y he vivido lo suficiente para verlo muy simpáticamente parodiado por Max Beerbohm en un volumen intitulado A Christmas Garland («Guirnalda navideña»), donde me hallé en una excelente compañía de parodiados. Ilusionadísimo me sentí. Comencé a creer en mi pública existencia. Mucho he de agradecerle a La laguna.

Mi siguiente tentativa en el campo del relato breve fue una despedida… vale decir, una despedida del Archipiélago de Malasia. Sin deliberación, sin pesar, sin gozo y casi sin apercibirme me interné en el muy diferente ámbito de Una avanzadilla del progreso. Experimenté ahí una diferente disposición anímica. Semejé capaz de crear reacciones nuevas, matices nuevos y aun ritmos nuevos para mis párrafos. Por un momento llegué a creerme un hombre nuevo: una ilusión por demás gratificante. Algún tiempo me duró, quimérica, en esencia una mezcla de convicción y de deseo, con un irisado cortejo de sueños y una faz cambiante cual maleable máscara. Fue sólo posteriormente cuando caí en la cuenta de que yo, a semejanza del resto de los mortales, no podía dejar de ser quien fatalmente soy. Nadie puede escapar de sí mismo.

Es Una avanzadilla del progreso la parte más liviana del botín que del África Central me traje conmigo, botín cuya porción principal es desde luego El corazón de las tinieblas. De allá han hurtado otros gran número de otras cosas, pero albergo el consolador convencimiento de que lo que me llevé yo no habría podido serle de utilidad a nadie más. Y conviene declarar que no fue sino un saqueo minúsculo. Cabría en la faltriquera si se lo doblara de manera idónea. Cuanto a la historia en sí misma, es esencialmente verdadera. La sostenida invención de una mentira realmente lograda exige unas facultades de las cuales carezco.

Los idiotas es una composición tan a todas luces extraída de ajenas fuentes que nada sabría decir aquí sobre ella. La sugerencia para escribirla no fue de índole mental sino visual: los idiotas en persona. Tras un intervalo de mucho tantear entre vagos impulsos y vacilaciones que culminó en la redacción de El negro del «Narcissus» me apliqué a mi tercer cuento en orden cronológico, el primero en este volumen: Karain: un recuerdo.

Al leerlo al cabo de muchos años me produjo Karain la impresión como de algo contemplado mediante binoculares desde privilegiada atalaya. En esta historia no había retornado al Archipiélago: me había limitado a volver la cabeza para lanzarle una postrera mirada. Reconozco que ante aquella visión lejana quedé absorto, tan absorto que a la sazón no caí en la cuenta de que el motif de la historia es virtualmente idéntico que el de La laguna. Aun así, harto diversa es la idea de fondo; pero si el cuento resulta para mí digno de memoria es más que nada porque fue mi primera colaboración en la Blackwood’s Magazine y condujo a mi amistad personal con William Blackwood, cuya cauta estima me pareció, con todo, sincera, y la aprecié correspondientemente. Tan sólo tres días después de concluido el último renglón de El negro inicié Karain con súbito impulso, y se entreveran en mi recuerdo sus dificultades con las penalidades del por entonces inacabado El regreso, cuyas últimas páginas retomé de manera simultánea: la única vez en mi vida que, como quien dice, he tratado de escribir a un tiempo con las dos manos.

En rigor de verdad, mi sentimiento principal ahora es que El regreso es una composición manca. Repasando recientemente esta historia tuve la impresión literal de permanecer sentado bajo un paraguas grande y caro que ruidosamente repiqueteara por efecto de un furioso aguacero. Muy desquiciante resultó. En medio del fragor general se oía cómo se estrellaba cada precisa gota contra la seda recia y tensa. Mentalmente, la lectura me dejó mudo para el resto del día, no exactamente de admiración, sino por una especie de consternado espanto. No es mi intención hablar con desdén de ninguna de mis páginas. Sin duda que psicológicamente no carecía de buenas razones mi tentativa; y mereció la pena, aunque más no fuera que para comprobar de qué excesos era yo capaz en aquella faceta del virtuosismo. A este respecto me gustaría confesar mi pasmo al descubrir que, pese a todo su despliegue analítico, consiste primordialmente el cuento en impresiones físicas —⁠impresiones visuales y sonoras, una estación de ferrocarril metropolitano, calles, el trote de un caballo, reflejos en espejos, etc.⁠—, ofrecidas como por su valor intrínseco y combinadas con una descripción sublimada de una envidiable residencia urbana de clase alta que, extrañamente, logra infundir una siniestra sensación. Por lo demás, cualquier palabra en favor de El regreso (y varias se han pronunciado en ocasiones diversas) despierta en mí la más apasionada gratitud, pues no olvido lo mucho que la redacción de esta fantasía me costó en términos de mero esfuerzo, de exasperación y de desencanto.

J. C.

“Cuentos de inquietud” de Joseph Conrad

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