Resumen del libro:
“Cuentos completos de La Comedia Humana” es una recopilación de cuentos del escritor francés Honoré de Balzac, publicados originalmente en el siglo XIX. La obra es parte de una serie más grande conocida como “La Comedia Humana”, que retrata la sociedad francesa de la época.
La obra incluye más de 90 cuentos, que se dividen en varios volúmenes, y cubren una amplia gama de temas y personajes. Los cuentos tratan sobre la vida en la ciudad y en el campo, la aristocracia y la clase trabajadora, y temas como el amor, la avaricia y la corrupción.
Entre los personajes más notables se encuentran Rastignac, un joven ambicioso que intenta subir en la escala social; Eugenia Grandet, una mujer rica y egoísta que trata a su hija con crueldad; y Vautrin, un astuto delincuente que siempre tiene un plan bajo la manga.
En general, “Cuentos completos de La Comedia Humana” es una obra rica en personajes y temas, y ofrece una visión detallada de la sociedad francesa de la época. Es una obra importante en la literatura francesa y ha influido en muchos otros escritores y artistas a lo largo de los años.
La bolsa
A SOFKA
¿No ha observado usted, señorita, que, cuando colocaban dos figuras en adoración a ambos lados de una bella santa, los pintores o los escultores de la Edad Media nunca dejaron de imprimirles un parecido filial? Al ver su nombre entre los que me son queridos y bajo cuya protección pongo mis obras, acuérdese de esa conmovedora armonía, y encontrará aquí no tanto un homenaje como la expresión del fraternal afecto que le profesa
Su servidor
DE BALZAC.
Hay para las almas fáciles a la efusión una hora deliciosa que sobreviene de improviso en el momento en que todavía no es de noche y ya no es de día; el fulgor crepuscular lanza entonces sus suaves colores o sus extraños reflejos sobre todos los objetos, y favorece una ensoñación que armoniza vagamente con los juegos de la luz y de la sombra. El silencio que casi siempre reina en ese instante lo vuelve más especialmente grato a los artistas que se recogen, se distancian unos pasos de sus obras en las que no pueden seguir trabajando, y las juzgan embriagándose con el tema cuyo sentido íntimo se manifiesta entonces ante los ojos interiores del genio. Quien no haya permanecido pensativo al lado de un amigo durante ese momento de poéticos sueños comprenderá a duras penas sus indecibles beneficios. Merced al claroscuro, las argucias materiales empleadas por el arte para hacer creer en las realidades desaparecen por completo. Si se trata de un cuadro, los personajes que representa parecen hablar y andar: la sombra se vuelve sombra, la luz es luz, la carne está viva, los ojos se mueven, la sangre corre por las venas y las telas proyectan tonos irisados. La imaginación ayuda a la naturalidad de cada detalle y entonces solo se ven las bellezas de la obra. En ese momento, la ilusión reina despóticamente: ¿despierta acaso con la noche? Para el pensamiento, ¿no es la ilusión una especie de noche que nosotros amueblamos de sueños? La ilusión despliega entonces sus alas, arrastra el alma al mundo de las fantasías, mundo fértil en caprichos voluptuosos donde el artista olvida el mundo positivo, la víspera y el día siguiente, el futuro, todo, hasta sus miserias, tanto las buenas como las malas. En esa hora de magia, un joven pintor, hombre de talento, y que en el arte no veía más que el arte mismo, estaba subido en una escalera de mano que le servía para pintar un enorme y alto lienzo casi terminado. Allí, criticándose, admirándose de buena fe, nadando en el curso de sus pensamientos, se sumía en una de esas meditaciones que arroban el alma y la acrecientan, acarician y consuelan. Su ensoñación duró mucho tiempo sin duda. Llegó la noche. Sea que quisiera bajar de la escalera, sea que hubiese hecho un movimiento imprudente creyéndose en el suelo, el hecho no le permitió tener un recuerdo exacto de las causas de su accidente, se cayó, su cabeza fue a dar contra un taburete, perdió el conocimiento y permaneció inmóvil durante un lapso de tiempo cuya duración no pudo apreciar. Una dulce voz le sacó de la especie de embotamiento en que estaba sumido. Cuando abrió los ojos, el fulgor de una luz intensa se los hizo cerrar al instante; pero, a través del velo que envolvía sus sentidos, oyó el cuchicheo de dos mujeres y sintió dos jóvenes, dos tímidas manos entre las que reposaba su cabeza. Pronto recuperó el conocimiento y pudo percibir, a la luz de una de esas antiguas lámparas llamadas de doble corriente de aire, la más deliciosa cabeza de joven que nunca había visto, una de esas cabezas que a menudo pasan por un capricho del pincel, pero que de pronto hizo realidad para él las teorías de ese bello ideal que cada artista se crea y del que proviene su talento. El rostro de la desconocida pertenecía, por así decir, al tipo fino y delicado de la escuela de Prudhon, y poseía también esa poesía que Girodet daba a sus figuras fantásticas. La frescura de las sienes, la regularidad de las cejas, la pureza de las líneas, la virginidad fuertemente impresa en todos los rasgos de aquella fisonomía, hacían de la joven una creación perfecta. El talle era esbelto y delgado, las formas frágiles. Sus ropas, aunque sencillas y limpias, no anunciaban fortuna ni miseria. Al volver en sí, el pintor expresó su admiración con una mirada de sorpresa y dio las gracias balbuciendo. Notó su frente oprimida por un pañuelo y reconoció, a pesar del peculiar olor de los talleres de pintor, el fuerte aroma del éter, empleado sin duda para sacarlo de su desvanecimiento. Luego terminó viendo a una anciana, que se parecía a las marquesas del Antiguo Régimen, y que sostenía la lámpara mientras daba consejos a la joven desconocida.
—Señor –respondió la joven a una de las preguntas hechas por el pintor cuando todavía se encontraba presa del aturdimiento producido en sus ideas por la caída–, mi madre y yo hemos oído el ruido de su cuerpo al caer al suelo, y hemos creído oír un gemido. El silencio que ha sucedido a la caída nos asustó, y nos hemos apresurado a subir. Al encontrar la llave en la cerradura, felizmente nos hemos permitido entrar y lo hemos visto tendido en el suelo, inmóvil. Mi madre ha ido a buscar todo lo necesario para hacer una compresa y reanimarle. Está herido en la frente, aquí, ¿lo nota?
—Sí, ahora sí –respondió.
—Bah, no será nada –dijo la anciana–. Por suerte, su cabeza ha ido a dar contra este maniquí.
—Me siento infinitamente mejor –respondió el pintor–, solo necesito un coche para volver a casa. La portera irá a buscarme uno.
Quiso reiterar su agradecimiento a las dos desconocidas; pero, a cada frase, la anciana le interrumpía diciendo:
—Mañana, señor, procure ponerse sanguijuelas o hacerse una sangría, beba unas tazas de vulneraria, cuídese, las caídas son peligrosas.
La joven miraba a hurtadillas al pintor y los cuadros del taller. Su actitud y sus miradas revelaban un recato perfecto; su curiosidad podía tomarse como distracción, y sus ojos parecían expresar ese interés que las mujeres muestran, con una espontaneidad llena de gracia, por todo lo que es una desgracia para nosotros. Las dos desconocidas parecían olvidar las obras del pintor en presencia del pintor doliente. Cuando las hubo tranquilizado sobre su estado, se retiraron tras examinarlo con una solicitud tan desprovista de énfasis como de familiaridad, sin hacerle preguntas indiscretas ni tratar de inspirarle el deseo de conocerlas. Sus acciones estuvieron marcadas por el sello de una naturalidad exquisita y por el buen gusto. Sus modales nobles y sencillos produjeron al principio poco efecto sobre el pintor; pero más tarde, cuando recordó todas las circunstancias de aquel suceso, se sintió vivamente impresionado. Al llegar al piso sobre el que estaba situado el taller del pintor, la anciana exclamó con voz suave:
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