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Cuentos a Ninon

Resumen del libro:

“Cuentos a Ninon” de Émile Zola es una obra que despliega la versatilidad y genio literario del autor, publicada en 1864 cuando contaba con tan solo 24 años. Zola muestra una impresionante gama de registros narrativos, desde lo maravilloso hasta lo fantástico, pasando por la sátira, la épica, el realismo e incluso tintes autobiográficos. Esta colección de cuentos se presenta como un espejo de toda su carrera hasta el momento, condensando una década de producción literaria y anticipando los temas, personajes y estilos que florecerán en sus futuras obras maestras.

En este volumen, Zola entrelaza cuentos de hadas y crónicas, balanceando la fantasía con la seriedad en una danza literaria que revela tanto la riqueza como la ambigüedad de su imaginación. No escatima en recursos emocionales, incorporando desde el humor hasta la rabia, y manejando la ironía con maestría. A través de estas historias, Zola nos ofrece una visión fresca y auténtica de la sociedad y sus inquietudes, anticipando el vigor y la agudeza que marcarán sus futuras obras magistrales.

Este volumen de cuentos no solo constituye un tesoro para los admiradores de Zola, sino también un punto de entrada perfecto para aquellos que deseen explorar el universo literario de este autor francés icónico. “Cuentos a Ninon” se revela como un hito crucial en la evolución literaria de Zola, preludiando el impresionante corpus de obras que lo consagrarían como uno de los pilares del naturalismo y la literatura francesa del siglo XIX. Una lectura que cautiva y enriquece, donde la juventud del autor destella en cada página, demostrando un talento incipiente destinado a brillar con fulgor.

A NINON

He aquí por fin, amiga mía, aquellas narraciones de nuestra juventud que te contaba en las campiñas de mi querida Provenza y que tú escuchabas con atención mientras seguías vagamente con la mirada las extensas líneas azules de las lejanas colinas.

En aquellas tardes de mayo, a la hora en que la tierra y el cielo se sumen lentamente en una paz suprema, abandonaba la aldea y me dirigía hacia los campos llenos de ribazos áridos, cubiertos de zarzas de enebros, surcados por riachuelos, verdaderos torrentes en diciembre y pequeños arroyos en los días hermosos; campos formados a veces en algunos extremos de la llanura templados por el Mediodía, por vastos terrenos amarillos y rojos plantados de almendros de delgadas ramas, de viejos olivos agostados o de viñas que arrastraban por el suelo sus cepas entrelazadas.

Pobre tierra, seca, grisácea y árida que relumbra a los rayos del sol, entre las feraces praderas de la Provenza y los bosques de naranjos del litoral; te amo por tu escabrosa belleza, tus rocas escarpadas, tu tomillo y tu espliego. Existe en este valle estéril no sé qué aire candente de desolación, parece que un extraño huracán de pasión ha barrido la comarca, y que después de asolados los campos, ardientes aún, permanecen como dormidos en un último deseo. Hoy, en medio de mis selvas del Norte, cuando recuerdo con el pensamiento aquellos guijarros y aquellas arenas, siento un amor profundo por una patria severa que no es la mía. Sin duda el niño risueño y los peñascos melancólicos estaban dotados entonces de más ternura, y sin embargo, el niño hecho hombre desdeña los húmedos prados, el verdor de los campos, los grandes caminos blanquecinos y las montañas escarpadas donde su alma pura de quince años soñó sus primeros sueños.

Llegaba al campo, y cuando en medio de las tierras de labor o sobre los ribazos de las lindes me tendía absorto en aquella paz que bajaba desde las profundidades del cielo, al volver la cabeza te hallaba siempre muellemente recostada a mi derecha, pensativa, la mano en la barbilla y mirándome con tus hermosos ojos. Eras el ángel de mis soledades, mi buen ángel guardián a quien apercibía siempre cerca de mí, fuera cualquiera el sitio en que me hallase. Leías en mi corazón mis secretos deseos, te colocabas por todas partes a mi lado, no podías estar donde yo no estuviera. Hoy me explico ya tu presencia constante en aquel entonces; antiguamente, sin verte venir, no me asombraba nunca de encontrar sin cesar tus límpidas miradas. No ignoraba tu fidelidad.

Tú, alma mía, me hacías más dulces las tristezas de aquellas tardes melancólicas, poseías la hermosura desolada de aquellas colinas, su palidez marmórea enrojeciéndose a los últimos rayos del sol. No sé qué pensamiento eterno elevaba tu frente y agrandaba tus ojos. Después, cuando una sonrisa pasaba sobre tus perezosos labios, hubiérase dicho, al ver reflejarse la juventud y la alegría en tu rostro, que eras el rayo de mayo que florece las plantas y enverdece sus hojas; flores y verduras de un día, arrasadas al poco tiempo por los ardientes rayos del sol de junio. Existían entre ti y los horizontes secretas armonías que me hacían amar hasta a las piedras de los senderos. El riachuelo poseía tu voz, las estrellas tu mirada, todo sonreía con tu sonrisa, y al prestar tu gracia a la naturaleza tomabas de ella sus apasionadas severidades confundiéndoos ambas. Al mirarte tenía conciencia de aquel cielo despejado, y cuando mis ojos interrogaban al valle, veía dibujarse tus suaves contornos en las ondulaciones del terreno. Al compararos nació mi loco amor, ignorando aún a quién quería más, si a mi adorada Provenza o a mi adorada Ninon.

Cada mañana, amiga mía, experimento el deseo vehemente de agradecerte aquellos felices días. Fuiste caritativa y dulce al amarme un poco y al vivir en la edad en que el corazón sufre al hallarse solo, entregándome el tuyo a fin de apartar de mi alma todo pesar. ¡Si tú supieras cuántas almas desgraciadas mueren de soledad! Los tiempos presentes son bien duros para esas almas privilegiadas hechas para el amor. Yo no he conocido esas miserias, he tenido la dicha de ver a cada instante el rostro de la mujer amada, has poblado mi desierto mezclándote a mi sangre, viviendo en mi pensamiento mientras yo, embriagado por ese amor profundo, me olvidaba de todo sintiéndote dentro de mi ser. La alegría suprema de nuestro himeneo me hizo atravesar en paz ese rudo período de los diez y seis años, en que tantos de mis compañeros dejaban hechos trizas sus corazones.

Criatura extraña, hoy que estás lejos de mí y puedo leer claro en el fondo de mi alma, encuentro un singular placer en estudiar paso a paso nuestros amores. Tú eras mujer bella y ardiente, y yo te amaba como esposo. Después, sin saber cómo, me parecías una hermana sin dejar de ser una amante. Te amaba como hermano y como amante a la par, con toda la castidad del afecto y toda la violencia del deseo. De cuando en cuando imaginábame ver en ti un compañero, una robusta inteligencia de hombre, siempre provista del encanto del ser amado, cuyo rostro cubría de besos al mismo tiempo que estrechaba tu mano cual si fuese la de un antiguo camarada. En mi loca ternura daba tu hermoso cuerpo, al que amaba tanto, a cada uno de mis afectos; sueño divino que me hacía adorar en ti las diversas fases de tu ser en cuerpo y alma idolatradas con frenesí. Satisfacías a la vez los ardores de mi imaginación, las necesidades de mi inteligencia, realizando así el sueño de la antigua Grecia, que era el de poseer amantes y hombres al propio tiempo dotados de las exquisitas elegancias de la forma, unidas al espíritu viril, digno de ciencia y de sabiduría. Te adoraba viendo en ti todos mis amores reunidos, admirando la belleza superior a todos los sueños de mi imaginación. Cuando oprimía entre mis brazos tu esbelto talle, contemplaba tu dulce rostro de niña y adivinaba tu pensamiento fundido con el mío, gozaba en absoluto de esa voluptuosidad indescriptible, inútilmente buscada en las antiguas edades, y que consiste en poseer a una criatura con todas las sensaciones de la carne, todos los afectos del corazón y todas las facultades de la inteligencia.

Llegaba al campo. Echado en el suelo, apoyando tu cabeza en mi pecho, te hablaba largas horas fijando mi vista en la inmensidad de tus azules ojos; te hablaba sin fijeza, según mi capricho del momento, ya inclinándome hacia ti como para mecerte en mis brazos cual si fueses una niña mimada que no quiere dormirse más que al eco de cuentos y reproches cariñosos, ya apoyando mis labios sobre los tuyos refería a la mujer amada las pasiones de las hadas o las encantadoras ternezas de dos enamorados. Con frecuencia, los días en que sufría por la necia malignidad de mis compañeros (días cuyo conjunto constituye la época de mi juventud), oprimiendo tu mano con la ironía en los labios y la duda en el corazón, me quejaba a mi hermano de las miserias de este mundo en algún satírico cuento lleno de lágrimas. Tú, plegándote a todos mis caprichos, eras mujer, esposa, niña sencilla, prometida adorada, hermano consolador. Oías mi lenguaje sin responder jamás; me escuchabas, dejándome leer en tus ojos las emociones, las alegrías y las tristezas de mis relatos; te abría mi alma entera, deseoso de no ocultarte nada, sin tratarte como a una de esas mujeres vulgares ante las cuales sus amantes pesan y miden los pensamientos. Me entregaba a ti por completo, sin parar mientes en mis discursos. ¡Cuántas horas de charlas, de historias extrañas, hijas solo de los ensueños, pasamos de este modo!, ¡cuántos relatos deshilvanados surgidos al azar de nuestro excitado cerebro, y cuyos únicos episodios notables eran nuestros ardientes besos! Si algún caminante nos hubiera espiado por la noche tras una roca, ¡cuán inmensa sorpresa fuera la suya al escuchar mis libres frases perfectamente comprendidas por ti, mi niña inocente, mi mujer adorada, mi hermano protector!

Cuentos a Ninon: Émile Zola

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