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Cuchillo

Resumen del libro:

Salman Rushdie, una de las voces más influyentes de la literatura contemporánea, ha sabido entrelazar ficción, historia y política en su obra. Autor de títulos memorables como Los versos satánicos y Hijos de la medianoche, ha dedicado su carrera a explorar temas complejos con una narrativa brillante y provocadora. En su libro más reciente, Cuchillo, el autor se aparta de la ficción para adentrarse en las aguas turbulentas de su propia vida, reflexionando sobre la violencia que sufrió en 2022 y el impacto de décadas viviendo bajo amenaza.

Cuchillo es mucho más que una memoria; es un testimonio de resistencia frente al odio. Rushdie aborda sin reservas los eventos del 12 de agosto de 2022, cuando un atacante intentó silenciarlo brutalmente. Con una honestidad desgarradora, comparte cómo esa experiencia le marcó física y emocionalmente, enfrentándose no solo al dolor y la pérdida, sino también a la incertidumbre sobre su futuro como escritor. Sin embargo, su respuesta a este ataque no es la desesperación, sino el arte: palabras que iluminan, sanan y desafían.

La obra combina episodios traumáticos con reflexiones profundas sobre el amor, la mortalidad y la importancia de la creatividad como refugio y arma. A través de su prosa, Rushdie no solo expone sus heridas, sino que también celebra la capacidad humana de reconstruirse. Su escritura en Cuchillo se siente íntima y vibrante, como si cada página contuviera el latido de su espíritu indomable.

Este libro no es solo para quienes ya son admiradores de Rushdie, sino también para quienes buscan entender cómo el arte puede ser una respuesta contundente a la violencia y el odio. En cada palabra, se percibe el poder transformador del lenguaje, reafirmando que incluso ante lo impensable, la vida y el arte pueden prevalecer. Cuchillo es un canto a la valentía, un recordatorio de que las palabras no solo narran historias, sino que también pueden salvar vidas.

Este libro está dedicado a los hombres y mujeres que me salvaron la vida

Somos otros, ya no lo que éramos antes de la desgracia de ayer.

SAMUEL BECKETT

PRIMERA PARTE

EL ÁNGEL DE LA MUERTE

1

CUCHILLO

A las once menos cuarto del 12 de agosto de 2022, un soleado viernes por la mañana en el norte del estado de Nueva York, fui agredido y casi asesinado por un joven armado con un cuchillo poco después de subir yo al escenario del anfiteatro de Chautauqua para hablar de la importancia de mantener a los escritores a salvo de todo riesgo.

Yo estaba con Henry Reese, creador junto con su esposa, Diane Samuels, del proyecto Ciudad Asilo de Pittsburgh, que brinda refugio a una serie de escritores cuya seguridad corre peligro en sus países respectivos. Era de esto de lo que íbamos a hablar en Chautauqua Henry y yo: de la creación en Norteamérica de espacios seguros para autores extranjeros, y de mi implicación en los inicios de dicho proyecto. La charla formaba parte de una semana de actos en la Chautauqua Institution bajo el lema: «Más que un refugio: Redefinir el hogar norteamericano».

La conversación entre ambos no tuvo lugar. Como iba a descubrir enseguida, aquel día el anfiteatro no era un espacio seguro para mí.

Todavía veo el momento a cámara lenta. Sigo con la mirada al hombre que se destaca de entre el público y corre hacia mí. Veo cada paso de su precipitada carrera. Me veo a mí mismo poniéndome de pie y volviéndome hacia él. (Continúo de cara a él. En ningún momento le doy la espalda. No tengo ninguna herida en la espalda). Levanto la mano izquierda en un gesto de defensa. Él me hunde el cuchillo en la mano.

Después de eso me asesta varias cuchilladas más, en el cuello, en el pecho, en un ojo, en todas partes. Noto que me fallan las rodillas y me desplomo.

***

El jueves 11 de agosto había sido mi última velada inocente. Henry, Diane y yo habíamos paseado tan tranquilos por los terrenos de la institución y luego cenamos agradablemente en el 2 Ames, un restaurante sito en la esquina de la zona de parque que llaman Bestor Plaza. Rememoramos una charla que yo había dado en Pittsburgh dieciocho años atrás sobre mi papel en la creación de la red internacional de Ciudades de Refugio. Henry y Diane habían estado presentes y la charla les sirvió de inspiración para convertir Pittsburgh en otra ciudad-asilo. Empezaron por financiar una casa pequeña y patrocinar a Huang Xiang, un poeta chino que tuvo la idea de cubrir el exterior de su nuevo hogar con un poema suyo escrito en grandes caracteres chinos pintados de blanco. Con el tiempo, Henry y Diane ampliaron el proyecto hasta tener toda una calle de casas-asilo, Sampsonia Way, en el lado norte de la ciudad. Yo me alegraba de estar en Chautauqua para festejar lo que habían conseguido.

Lo que ignoraba era que mi asesino potencial se hallaba ya presente en el recinto de la Chautauqua Institution. Que había entrado valiéndose de una documentación falsa, con un nombre inventado a partir de los nombres reales de conocidos extremistas chiíes, y que, mientras nosotros íbamos a cenar y volvíamos luego a la casa en la que nos hospedábamos, él también estaba por allí, llevaba un par de noches merodeando por la zona, durmiendo mal, explorando el emplazamiento del atentado, elaborando un plan, sin que ningún guardia de seguridad ni cámara de vigilancia se percatara de su presencia. Podríamos habernos topado con él en cualquier momento.

No quiero utilizar su nombre aquí. Mi Agresor, mi Asesino potencial, el Alcornoque que hizo ciertas Apreciaciones sobre mi persona y con quien tuve un Altercado casi mortal de necesidad… me he visto pensando en él (supongo que es perdonable) como en un asno. Sin embargo, en este texto me referiré a él de manera más decorosa como «el A.». Cómo le llame yo en la intimidad de mi casa es solo de mi incumbencia.

Este «A.» no se molestó en informarse sobre el hombre a quien había decidido matar. Según propia confesión, apenas si leyó dos páginas de mis escritos y vio un par de vídeos de YouTube donde salía yo; con eso tuvo suficiente. De lo cual podemos deducir que, fuera cual fuese el motivo de la agresión, no tuvo que ver con Los versos satánicos.

En este libro intentaré comprender a qué se debió.

***

La mañana del 12 de agosto desayunamos temprano con los promotores del acto en la soleada terraza del imponente hotel Athenaeum, en el recinto de la institución. A mí no me gusta desayunar mucho, solo tomé café y un cruasán. Conocí al poeta haitiano Sony Ton-Aimé, director de la cátedra Michael I. Rudell de las Artes Literarias en la Chautauqua Institution, que iba a ser el encargado de presentarnos. Se habló un poco sobre los males y las virtudes de comprar libros nuevos en Amazon. (Confesé que yo lo hacía a veces). Después atravesamos el vestíbulo del hotel y salimos a una plazoleta detrás de la cual estaba el backstage del anfiteatro. Una vez allí, Henry me presentó a su nonagenaria madre, una señora muy agradable.

Justo antes de salir al escenario, se me entregó un sobre que contenía un talón: mis honorarios por la charla. Me lo guardé en el bolsillo de la chaqueta y llegó la hora de actuar: Sony, Henry y yo salimos a escena.

El anfiteatro tiene un aforo de más de cuatro mil personas. No estaba lleno, pero había mucha gente. Sony, desde un estrado en el lado izquierdo del escenario, nos presentó brevemente. Yo estaba en el lado derecho. El público aplaudió, muy generoso. Recuerdo que levanté una mano en señal de agradecimiento. Y entonces, con el rabillo del ojo derecho —la última cosa que iba a ver ese ojo—, vi a aquel hombre vestido de negro que corría en dirección a mí por el pasillo de la derecha de la zona de butacas. Prendas negras, pasamontañas negro. Embestía como un misil agazapado. Me puse de pie, mirándolo avanzar. No intenté echar a correr. Estaba paralizado.

Habían pasado treinta y tres años y medio desde la famosa sentencia de muerte dictada por el ayatolá Ruhollah Jomeini contra mí y todas las personas implicadas en la publicación de Los versos satánicos, y confieso que durante esos años había imaginado más de una vez a mi asesino viniendo hacia mí en algún lugar público exactamente de esa manera. De ahí que, al ver a aquel hombre corriendo en dirección a mí con malas intenciones, lo primero que pensé fue: «O sea que eres tú. Aquí estás». Dicen que las últimas palabras de Henry James fueron: «Bueno, por fin ha llegado, esa cosa distinguida». La Muerte venía a por mí, solo que yo no la encontré nada distinguida. Anacrónica, más bien.

Y lo segundo que pensé: «¿Por qué ahora? No fastidies. Si aquello pasó hace mucho… ¿Por qué ahora, después de tantos años?». El mundo había seguido su curso, aquel asunto tenía que estar ya cerrado. Y, sin embargo, como salido del túnel del tiempo, allí estaba aquel fantasma criminal dispuesto a todo.

Esa mañana no había guardias de seguridad en el auditorio —¿por qué?, ni idea—, de modo que nadie le salió al paso. Yo, mientras, allí de pie, mirando en dirección a él, clavado al suelo como un idiota, como un conejo paralizado por los faros de un coche.

Y entonces llegó a mi altura.

No vi el cuchillo, o, en todo caso, no tengo ningún recuerdo de ello. No sé si era largo o corto, si era de hoja ancha como un cuchillo de caza o bien estrecho como un estilete, si era de sierra como los de cortar pan o una navaja de resorte, o incluso un cuchillo de cocina vulgar y corriente que le habría robado a su madre. Da igual. La cuestión es que sirvió para lo que había de servir, aquel arma invisible, e hizo su labor.

“Cuchillo” de Salman Rushdie

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