Resumen del libro:
En un mundo donde toda la humanidad está dividida en bienes y propietarios, donde tradición y liberación se entienden como términos contrapuestos y las mujeres son esclavas de esclavos, la libertad toma muchas formas: conocimiento, amor, compasión o coraje.
Los planetas Werel y Yeowe, en los extremos del universo, albergan una sociedad compleja y perturbadora, en la que unos pocos e inolvidables personajes luchan por llegar a ser plenamente humanos. En esos mundos remotos –que se parecen mucho al nuestro– no hay preguntas insignificantes ni tampoco fáciles respuestas.
Traiciones
«En el planeta O no ha habido guerra desde hace cinco milenios —leyó—, y en Gueden no ha habido guerra nunca.» Interrumpió la lectura para descansar la vista y porque intentaba aprender a leer despacio, en vez de engullir las palabras como hacía Tikuli con su comida. «No ha habido guerra nunca»; las palabras se le formaron en la mente, nítidas y luminosas, envueltas en una incredulidad infinita, sombría y confusa. ¿Cómo sería un mundo así, un mundo sin guerra? Sería, un mundo verdadero. La paz era la verdadera vida, una vida de trabajo y aprendizaje, era educar a los niños en el trabajo y el aprendizaje. La guerra, que devoraba obras, enseñanza y niños, era la negación de la realidad. Pero mi pueblo, pensó ella, sólo sabe negar. Nacidos bajo la oscura sombra del abuso de poder, hemos expulsado la paz de nuestro mundo, y ahora es una luz inalcanzable ante nosotros. Sólo sabemos luchar. La poca paz que cada cual puede poner en su vida es sólo una negación de la guerra que continúa, la sombra de una sombra, doblemente increíble.
Las sombras de las nubes se arrastraron sobre los marjales y sobre la página del libro abierto en su regazo, y ella suspiró y cerró los ojos, pensando: «soy una mentirosa». Luego abrió los ojos y continuó leyendo sobre aquellos otros mundos, aquellas realidades lejanas.
Tikuli, que dormía hecho un ovillo bajo la pálida luz del sol, suspiró como si la imitara y se rascó una pulga soñada. Gubu estaba en los cañaverales, de caza: ella no lo veía, pero de tanto en tanto el penacho de un junco se agitaba y una vez una polla de agua echó a volar con un cacareo indignado.
Absorta en la descripción de las peculiares costumbres sociales de los ith, no advirtió a Wada hasta que éste abrió la portezuela del jardín y entró.
—Oh, ya estás aquí —dijo, sorprendida y sintiéndose desprevenida, incompetente, vieja, como siempre que estaba con otros. Sola, únicamente se sentía vieja cuando estaba agotada o enferma. Quizá vivir sola era lo mejor que podía hacer después de todo—. Entra, entra —dijo, levantándose y dejando caer el libro; lo recogió y al hacerlo sintió que se le aflojaba el nudo que le sujetaba el pelo a la espalda—. Ahora mismo voy a buscar mi bolsa y me marcho.
—No hay prisa —dijo el joven con su voz suave—. Eyid todavía tardará un rato en venir.
Muy amable de tu parte decirme que no necesito apresurarme a dejar mi propia casa, pensó Yoss, pero no dijo nada, dócil al insufrible y adorable egoísmo de los jóvenes. Entró en la casa y tomó su bolsa, volvió a recogerse el pelo, se puso un pañuelo en la cabeza y salió al pequeño porche abierto. Wada estaba sentado en la silla que ella había ocupado; cuando ella salió, se levantó de un salto. Era un muchacho tímido, el más gentil de los dos amantes, pensó Yoss.
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