Memorias de un hombre de acción

Crónica escandalosa

Resumen del libro: "Crónica escandalosa" de

En 1934 daba Baroja como terminadas las Memorias de un hombre de acción, después de veintidós años de trabajo. En septiembre firmaba, en «Itzea», esta Crónica escandalosa que se refiere a hechos acaecidos después de terminada la primera guerra carlista.

Eugenio de Aviraneta estuvo bastante metido en el círculo de María Cristina, madre de Isabel II y por eso, en un momento, fue objeto de sospechas y persecuciones. No se llevó nunca bien con algunos representantes conspicuos del Progresismo esparterista.

La novela refleja el ambiente en que pudo moverse en tiempos en que la lucha contra María Cristina ya se había planteado. Tiempos, también, en que hubo una ola de especulaciones y de agios, paralela a la que experimentó Francia durante los últimos años de la monarquía de Luis Felipe y que terminó con la revolución de 1848.

Esta conexión entre el mundo de los negocios, mas o menos sucios, de Francia pujante y España convulsionada todavía, sirve al novelista de eje para urdir un relato, producto no solo de vastas lecturas, sino también de recuerdos familiares, transmitidos, sobre todo, por sus padres. Aviraneta, ya cincuentón, sigue actuando. Pero puede decirse que la época dorada de las conspiraciones ha pasado para él y que el momento del retiro definitivo se avecina.

Libro Impreso

ADVERTENCIA DE LEGUÍA

DICE Aviraneta en sus papeles que hacia 1842 o 43, al mismo tiempo que redactaba una relación oficial para el gobierno explicando los medios empleados por él para acabar la guerra carlista, comenzó a escribir una «Memoria Secreta». Contaba en ella las maquinaciones, los chanchullos y los enredos de la época.

El relato oficial fue varias veces examinado y expurgado antes de su publicación, primeramente por el ministro Pita Pizarro y después por Martínez de la Rosa. La «Memoria Secreta» no se publicó y quizá la destruyó el autor. Esta Memoria Secreta nos hubiera interesado a los aviranetianos consecuentes, mucho más que los sucesos políticos y las reflexiones morales.

Así como se dice del naturalista Cuvier que con un solo hueso o con una esquirla de hueso reconstituía metódicamente el género, la especie y la variedad de un animal desaparecido y cuyos restos ya fósiles se hallaban diseminados por la tierra, así he pretendido yo sacar de unas cuantas notas aisladas la «Memoria Secreta» que escribió y probablemente destruyó mi amigo y maestro Aviraneta.

Me ayudó en la tarea un hombre, empleado en el archivo del ministerio de Hacienda, que sentía entusiasmo por don Eugenio. Él encontró cartas, documentos y papeles.

A este hombre, que tenía muy pequeño sueldo, le entró, contagiándose conmigo, la furia por las investigaciones históricas aviranetianas, y todos los días registraba diez o doce legajos y hacía un índice de lo que contenían.

El archivero improvisado, entusiasta de su nuevo oficio, me proporcionó muchos datos, algunos sin interés, pero otros muy curiosos y significativos.

Al escribir los tomos finales de las «Memorias de un hombre de acción» repasé los volúmenes anteriores para ver si existían inexactitudes o contradicciones.

Me hubiera gustado hacer una síntesis o una recapitulación de todo ello.

En lo escrito anteriormente por mí hay algo supuesto e inventado, con el fin de aclarar y explicar lo mal conocido. En estos libros finales también lo hay. Es difícil que cada personaje de tipo aclaratorio provenga de una visión directa. Las siluetas se desdoblan y se repiten. Todo se repite en la vida y en la literatura. Así he puesto al frente de los capítulos trozos de los anteriores volúmenes en calidad de leit motiv. Es difícil, creo yo, que en el escritor viejo puedan encontrarse nuevas vetas en su cantera. El filón está visto y reconocido. No hay más.

Esta apostilla al margen estampa don Pedro Leguía al comienzo del penúltimo volumen de sus «Memorias de un hombre de acción».

PRIMERA PARTE

SONDEOS

I

LA LOGIA DE LA CALLE DEL LOBO

Había en Tolosa clubs republicanos, logias masónicas y carbonarias, grupos de italianos que seguían las inspiraciones de Mazzini y de la Joven Italia, y algunos refugiados polacos organizadores de una sociedad secreta llamada «La Praga».

Los confidentes audaces.

POR aquel tiempo existía en Tolosa de Francia una logia masónica en la calle del Lobo. La logia se intitulaba «Los hijos de la luz».

En la misma casa había, además, una venta carbonaria, una sociedad de refugiados polacos llamada La Praga y una sección de la Joven Italia. La venta carbonaria La Praga y la sección de la Joven Italia eran completamente clandestinas y celebraban sus reuniones en un sótano del mismo edificio.

Como necesitaba auxiliares y colaboradores para desarrollar mi acción, decidí acudir a la logia a buscar apoyo. Pasé a media tarde a reconocer el lugar. La callejuela del Lobo era estrecha, sombría y empedrada con cantos agudos de río. La casa de los masones, de ladrillo rojo, parecía abandonada; el zaguán; oscuro, estaba con el postigo medio entornado. Había una zapatería de portal a la entrada, una muestra sórdida de un colegio en un balcón del primer piso y varios papeles en el segundo, con su letrero de Se alquila.

—¿A qué hora están los inquilinos? —pregunté al zapatero e hice el signo de reconocimiento de la masonería.

—¿Quiere usted hablarles? —me preguntó él con curiosidad mientras tenía una bota en la mano.

—Sí, si es posible.

—¿Es usted de aquí de Tolosa?

—No, soy español.

—Ah, ya.

—¿Puedo venir a visitar a esos señores?

—¿Pero es usted amigo?

—Sí, sí.

—Ah, bueno. Entonces venga usted pasadas las doce de la noche y llame usted dando en la puerta tres golpes seguidos y luego uno.

—Está bien.

El zapatero de viejo era hombre de unos cincuenta años, con el pelo canoso y la mirada viva y suspicaz.

Después de cenar y de leer un rato los periódicos, me dirigí a la calle del Lobo.

La noche de marzo era oscura y fría; soplaba un viento huracanado y tempestuoso; las ráfagas de aire silbaban en las esquinas; los faroles de aceite se balanceaban con furia colgados de sus cuerdas. La calle del Lobo estaba en aquel momento desierta. Sonaban las doce en el reloj de la catedral.

Me metí en una taberna abierta y esperé. Cuando salí sería ya la una; pensé que en la logia habrían terminado de escribir el acta, que en el argot masónico se llama trazar la plancha.

Me acerqué a la casa y llamé dando los tres golpes y luego uno, como me había indicado el zapatero. La puerta se abrió sin ruido. En el zaguán negro se vislumbraba una débil claridad. Avancé por el pasillo, y una mano me cogió del brazo.

—Tiene usted que dejarse vendar los ojos —me dijeron.

—Está bien.

Me detuve y me ataron un pañuelo a la cabeza. Dirigido por una mano comencé a marchar por un corredor resbaladizo y largo, con el suelo de ladrillo; luego por una avenida de jardín con losas de piedra y después, nuevamente, por una galería interior.

—Puede usted quitarse la venda —dijo alguien a mi lado.

Me la quité. Estábamos en una habitación iluminada por dos bujías. Había en ella tres hombres ante una mesa, cada uno con su antifaz.

—Siéntese usted —me indicó uno de ellos. Me senté.

—No sabemos quién es usted —me advirtió uno de los enmascarados—. Denos su nombre, las señas de su casa, sus intenciones y qué desea usted de nosotros.

—¿Escribo o hablo? —pregunté yo.

—Será mejor que escriba —y el enmascarado me alargó una cuartilla y me señaló un tintero y la pluma de ave.

Escribí con la mayor claridad posible quince o veinte líneas en francés. Leí luego lo escrito y entregué el papel al enmascarado. Los tres hombres del antifaz salieron y me dejaron solo.

Encendí un cigarro en una de las velas y estuve paseando arriba y abajo por la habitación. Al cabo de un cuarto de hora, volvieron cuatro enmascarados. No pude distinguir si eran los mismos de antes. Debían de ser los visitadores y el experto. Este tenía el pelo muy cano y la barba blanca. Me hicieron las preguntas reglamentarias y, sin duda, mis contestaciones les parecieron suficientes y satisfactorias, porque el experto dijo:

—Venga usted con nosotros. Perdone usted que le vuelvan a vendar los ojos.

El señor del pelo cano volvió a ponerme la venda y me dijo:

—Apóyese usted en mí y siga adelante.

Crónica escandalosa – Pío Baroja

Pío Baroja. Escritor español, fue uno de los grandes exponentes de la llamada Generación del 98, conocido por su producción novelística, entre la que destacan títulos como Memorias de un hombre de acción (1935) y Zalacaín el aventurero (1908), que fue llevada al cine en dos ocasiones. Nacido en San Sebastián, Baroja estudió medicina en Madrid y, tras un corto periodo como médico rural, volvió a la capital iniciando sus colaboraciones periodísticas en diarios y revistas como Germinal, Revista Nueva o Arte Joven, entre otras.

La postura política de Baroja fue evolucionando de una izquierda militante a un escepticismo que no le libró de problemas con la censura franquista al reflejar la Guerra Civil en Miserias de la guerra y A la desbandada, esta última todavía sin publicar.

La obra de Baroja combina tanto novela como ensayo y memorias. Memorias de un hombre de acción apareció en forma de 22 volúmenes a razón de uno por año entre 1913 y 1935. Además, Baroja agrupó su obra en varias trilogías, como Tierra vasca o La juventud perdida.

Baroja fue un novelista influyente y entre sus admiradores se cuentan autores nacionales, como Camilo José Cela, e internacionales, como lo fueron Ernest Hemingway o John Dos Passos

Debido a su postura política y opciones personales, como su reconocido ateísmo, Baroja no disfrutó de demasiados reconocimientos en vida, aunque fue miembro de la Real Academia de la Lengua desde 1935.