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Corazón de perro

Portada del libro Corazón de perro, de Mijaíl Bulgákov

Resumen del libro:

Corazón de perro es una novela satírica de Mijaíl Bulgákov, escrita en 1925 y publicada en 1987. Narra el experimento de un cirujano que implanta órganos humanos a un perro callejero, transformándolo en un hombre antisocial y violento. La novela es una crítica al comunismo y al intento de crear un nuevo hombre soviético.

La novela se divide en tres partes. En la primera parte, se presenta al perro Shárik, que es rescatado por el profesor Preobrazhenski, un cirujano especializado en rejuvenecimiento. El profesor le ofrece comida y refugio en su lujoso apartamento, donde convive con su asistente Bormenthal y su criada Zina. Shárik se adapta a su nueva vida, pero pronto descubre que el profesor tiene planes para él.

En la segunda parte, se narra el experimento que consiste en trasplantar al perro la hipófisis y los testículos de un hombre recién fallecido, llamado Klim Chugunkin. El resultado es sorprendente: el perro empieza a adquirir rasgos humanos, tanto físicos como mentales. Sin embargo, también hereda la personalidad y los vicios de Chugunkin, que era un delincuente y un borracho. El perro se hace llamar Poligraf Poligrafovich Sharikov y se comporta de forma grosera, violenta y desafiante con el profesor y sus colaboradores. Además, se involucra con el comité de vivienda, que pretende reducir el espacio del apartamento del profesor para alojar a más inquilinos.

En la tercera parte, se muestra el conflicto entre el profesor y Sharikov, que representa al nuevo hombre soviético. El profesor se da cuenta de que ha cometido un error al crear a Sharikov y decide revertir el experimento. Con la ayuda de Bormenthal, logra capturar a Sharikov y extraerle los órganos humanos. El perro vuelve a ser Shárik y recupera su lealtad hacia el profesor. La novela termina con una reflexión del profesor sobre la naturaleza humana y la responsabilidad de la ciencia.

I

¡WUU, WUHU, WUHUHUHU, HUUUU! Mírenme, me estoy muriendo. La tormenta llega hasta el portal, gritándome su plegaria de los agonizantes y yo grito al mismo tiempo. Se terminó. Estoy acabado. Un bribón con gorra mugrienta —el cocinero de la cantina de empleados del Consejo Central de Economía Nacional— me escaldó el flanco izquierdo. ¡ Basura! ¡ Y a eso lo llaman un proletario! ¡ Dios mío, cuánto me duele! Me quemó hasta los huesos.

Y ahora chillo, chillo. Pero ¿qué gano con chillar?

¿Qué le había hecho yo? Por remover algunos desperdicios no se hubiera arruinado el Consejo de Economía Nacional. ¡Roñoso! ¿Le vieron la facha, a ese incorruptible? Es más ancho que alto. Ah, los hombres, los hombres… A mediodía tuve derecho a mi ración de agua hirviendo; ahora es casi de noche, deben ser las cuatro de la tarde, a juzgar por el olor a cebolla que viene del cuartel de bomberos de la Prechistienka. Como ustedes saben, en la cena los bomberos comen kacha; además es kacha de la peor especie, parece hongo. A propósito de hongos, unos perros amigos míos me dijeron que era el plato del día en el restaurant Bar, en la Neglinaia: hongos con salsa picante a 3 rublos 75 kopecks la porción. Bueno, para quienes les guste… Yo, todavía prefiero lamer un zapato viejo. WUHUHUUUITU… Mi flanco quemado me duele horriblemente y me parece que ahora mi vida ya está trazada: mañana, las llagas van a empezar a supurar ¿y qué podré hacer para curarlas? En verano se puede ir a Sokolniki; allá, el pasto es excelente, es un pasto especial. Además, siempre hay trozos de salchichón que se pueden comer gratis, o papeles grasientos, abandonados por la gente, a los que es posible lamer. Si no hubiese idiotas que provocan ganas de vomitar cuando cantan «Celeste Aída» a la luz de la luna, el lugar sería ideal. Pero ahora ¿adónde ir? ¿Recibieron alguna vez ustedes patadas en el vientre? ¿O ladrillos en las costillas? Pues yo sí, y con demasiada frecuencia. Ya aguanté bastante, me resigné a mi destino y si ahora lloro es tan sólo por causa del frío y del dolor físico, porque mi espíritu permanece vivo… El espíritu de un perro es obstinado.

Pero lo que está destrozado, roto, es el cuerpo; soportó demasiado a los hombres… Y finalmente, esta agua hirviendo que me quemó el pelo dejándome todo el flanco izquierdo sin defensa. Por un sí, por un no, puedo pescar una pulmonía y entonces moriré de hambre: cuando se tiene pulmonía hay que quedarse acostado bajo la escalera, en la entrada grande; y ¿quién va a recorrer los tachos de basura para alimentar a un perro solitario y enfermo? Si el pulmón me falla no podré hacer otra cosa sino arrastrarme sobre el vientre hasta volverme tan débil que cualquier patán borracho termine conmigo a bastonazos. Entonces los barrenderos me levantarán de las patas y me arrojarán en su carretón…

De todos los proletarios, los barrenderos constituyen la peor calaña, la hez de la humanidad, la categoría más baja. Los cocineros son diferentes. Tomen por ejemplo a ese pobre Ylas, de la Prechistienka: ¡cuántas vidas salvó! Cuando se está enfermo lo que más se necesita es algo para comer. Era entonces, dicen los viejos perros, cuando Ylas tendía un hueso con un poco de carne alrededor. ¡Bendita sea su alma! Era un hombre importante, había sido cocinero en la casa de los condes Tolstoi: nada que ver con el Consejo de Alimentación. Lo que maquinan allí dentro sobrepasa el entendimiento canino; esos puercos prefieren la sopa de repollo con tocino rancio y los pobres diablos no se dan cuenta de nada: llegan, comen, y hasta son capaces de pedir más.

Conozco a una dactilógrafa en la sección nueve que gana 45 rublos; de acuerdo, tiene un amante que le compra medias de seda. ¡Pero cuántas afrentas soporta en cambio! Por ejemplo, él no puede hacer el amor normalmente, como todo el mundo lo hace, a la francesa. Dicho sea entre nosotros, qué gentuza, esos franceses. Por cierto, cuando comen no se privan, y lo acompañan todo con vino tinto. Si…

Esta dactilógrafa, pues, con sus 45 rublos no puede costearse el Bar, ni siquiera ir al cine, y el cine es el único consuelo que una mujer tiene en la vida. Está allí tiritando, haciendo muecas, pero come… Reflexionen un poco: 40 kopecks por dos platos que juntos no valen ni 15, porque el ecónomo se guardó 25. ¿Creen que ella merece tal cosa? Tiene algo en el pulmón izquierdo, además de una enfermedad francesa que le contagió el amante, le hicieron una retención sobre su sueldo yº en la cantina le dan de comer podredumbre. Sale… Corre hasta el portal, en las piernas lleva puestas las medias que le regaló el amante. Tiene frío en las piernas y el vientre, porque la ropa de lana que usa se asemeja a lo que me queda de pelambre y su calzón de encaje es sólo una apariencia de ropa interior. Otro regalo del amante. Si se le ocurriese usar uno de franela, él le diría: ¡Qué elegancia, querida! ¿Crees que no estoy harto de mi Matriona y de sus bombachas de franela? Llegó mi hora: soy Presidente y todo cuanto puedo robar es para los cuerpos de mujer, las colas de langosta y el buen vino. Pasé bastante hambre cuando era joven; ahora me llegó el turno… Y la vida del más allá no existe.

Ah sí, la compadezco. Pero me compadezco aún más a mí mismo. No lo digo por egoísmo, no, sino porque evidentemente las condiciones no son comparables. Ella, en su casa, al menos está abrigada. Mientras que yo, en cambio… ¿Adónde puedo ir?

¡ WHUHUUHUUU!

—Chist, chist, pequeña bola, pobre bola, ¿por qué gimes, quién te hizo daño?

Como una vieja bruja cabalgando en su escoba, la tormenta sacude la puerta y viene a aullar en los oídos de la joven, levanta su falda hasta las rodillas descubriendo las medias color crema y una angosta franja de encaje mal lavado. Ahoga las palabras y hace volar la nieve sobre el perro.

—Dios mío… Qué tiempo… Y me duele el vientre. ¡Es el tocino de la sopa! ¿Cuándo terminará todo esto?

Agachando la cabeza, la joven parte a desafiar la tempestad, traspone el portal, avanza por la calle vacilando y desaparece en un torbellino de nieve.

El perro permanece en el lugar con su flanco mutilado; sofocado, se ovilló contra la pared helada y tomó la firme decisión de jamás apartarse de ella, de morir allí, bajo el portal. Lo invade la desesperación: se siente tan enfermo, tan solo, tan aterrorizado, tan lleno de amargura que a sus ojos asoma un débil llanto, el cual no demora en secarse. El flanco herido está erizado de matas de pelos congelados entre los que aparecen, siniestras, las huellas rojas de la quemadura. Hasta donde puede llegar la ignorancia, la estupidez, la crueldad de los cocineros…

Lo había llamado «Bola»… ¿Cómo, Bola? Bola quiere decir un perro bien redondo, rechoncho, tonto, que come los mejores manjares y tiene padres nobles; él, en cambio, sólo es un mendigo flaco y tullido, un perro vagabundo… Gracias, de todos modos, por la palabra amable.

En la acera opuesta se abrió la puerta de una tienda profusamente iluminada y de ella salió un ciudadano. No un camarada, sino un verdadero ciudadano; mejor aún, un «señor». Al verlo de cerca no cabe duda alguna, es realmente un señor.

¿Creen que lo reconozco por el abrigo? Absurdo. Hoy en día muchos proletarios usan abrigo. Por supuesto, el cuello no es igual, pero de lejos uno se puede equivocar. Mientras que si se confía en los ojos, ya sea de cerca o de lejos, resulta imposible equivocarse. Los ojos son lo más importante que existe: algo así como un barómetro. Descubren al que tiene el corazón endurecido, que por cualquier insignificancia es capaz de plantarle a uno la punta de su zapato en las costillas, y al que le teme a todo el mundo: a esta clase de lacayos, resulta un verdadero placer morderles la pantorrilla… ¿Tienes miedo? Toma, agarra esto. Ya que tienes miedo, te lo mereces… Grrr-grrr… ¡Uauu! ¡Uauu!

El señor cortó con paso decidido a través del torbellino de nieve para llegar hasta el portal. «Se nota que este no va a comer carne averiada; y si llegasen a servírsela, provocaría un buen escándalo: escribiría a los periódicos para decirles: ¿Este alimento me enfermó, a mí? Filip Filipovich».

Se aproxima. Se ve que come hasta hartarse, que no roba ni pega puntapiés, y también que no teme a nadie; y si no tiene miedo, es porque jamás tiene hambre. Este señor es un trabajador intelectual; usa barba en punta bien recortada y bigote entrecano y abundante como el de un altivo caballero francés, pero a través de la tempestad se desprende de él un olor desagradable. Un olor de hospital. Y de cigarro.

«Me pregunto qué demonio pudo haberlo atraído a la cooperativa de la Economía Central. Está muy cerca… ¿Qué espera? Uau u uuuii… ¿Qué habrá ido a comprar en este negocio miserable? ¿No le basta con el mercado del Okhonyi Riad? ¿Qué?… ¡Salchichón! Señor, si supiese con lo qué hacen ese salchichón, ni siquiera se habría acercado a este negocio. Démelo a mí».

Juntando sus últimas fuerzas, como enloquecido, el perro abandona el refugio del portal para arrastrarse por la acera. Encima de su cabeza, el disparo de un trueno y la tempestad que agita las enormes letras de un cartel de tela: «¿PODEMOS REJUVENECER?».

«¡Evidentemente, es posible! ¡El olor me rejuveneció y me reanimó llenó de ondas ardientes mi estómago vacío desde hace dos días; el olor, más fuerte que el del hospital, el divino olor carne de caballo picada con ajo y pimienta! Lo sé, huelo en el bolsillo derecho del abrigo el salchichón. Justo encima de mi cabeza. ¡ Oh, amo mío! ¡ Mírame! Me muero. Esclava es nuestra alma y vil es nuestro destino».

El can se aproxima arrastrándose sobre el vientre como una serpiente con los ojos anegados en lágrimas. «Mire la obra de ese cocinero. Pero jamás querrá dármelo. ¡Oh, conozco tan bien a los ricos! En el fondo, ¿para qué que ese trozo de caballo podrido? Sólo el Mosselprom vende semejantes venenos. Hoy, usted comió gracias a las glándulas sexuales masculinas, una celebridad mundial… ¡Uauuuuuu! ¿Qué hacemos en esta tierra? Aún soy demasiado joven para morir y la desesperación es un pecado mortal. Lo único que me queda por hacer es lamerle las manos».

El enigmático señor se ha inclinado hacia el perro con un movimiento que hace centellar la montura de oro de sus anteojos. Sin quitarse los guantes pardos, abre el papel que inmediatamente es llevado por el viento, toma un pedacito de salchichón —Cracovia Extra— y se lo da al perro.

¡Oh, hombre desinteresado! ¡Wu u u uuuuu!

—Chist, chist —susurra el señor, y agrega con un tono extraordinariamente severo—: ¡ Agarra, Bola, agárralo!

Bola, de nuevo. Esta vez ya estoy bautizado. Pero puede usted llamarme como quiera. Por su gesto admirable…

En un abrir y cerrar de ojos el animal rasga la piel. Muerde el Cracovia, profiriendo un breve grito y lo traga en un santiamén al mismo tiempo que la nieve que lo cubre; en su apresuramiento le faltó poco para comerse también el piolín, casi se atraganta, se le llenan los ojos de lágrimas.

¡Le lamo cien veces las manos, beso la botamanga de su pantalón, oh, benefactor mío!

—Ahora basta…

El señor había hablado con voz brusca, en tono de mando. Se inclina hacia Bola, lo mira fijo a los ojos, escudriñándolo y pasa inopinadamente una mano enguantada y acariciante por el bajo vientre del perro.

—¡Ajá! —dice con aire entendido—, y no tienes collar… Muy bien, muy bien; eres exactamente lo que yo buscaba. Sígueme. Por aquí, chist, chist —agrega chasqueando los dedos.

¿Seguirle? ¡Lo seguiría hasta el fin del mundo! ¡Aunque me golpease con sus botines de fieltro, no diría ni una palabra!

Corazón de perro: Mijaíl Bulgákov

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