Confesiones de una máscara
Resumen del libro: "Confesiones de una máscara" de Yukio Mishima
Confesiones de una máscara es una novela autobiográfica del escritor japonés Yukio Mishima, publicada en 1949. En ella, el protagonista narra su proceso de descubrimiento y aceptación de su homosexualidad en el contexto de la Segunda Guerra Mundial y la sociedad japonesa tradicional. La obra es una reflexión profunda sobre la identidad, el deseo, la culpa y la belleza, que explora los conflictos internos de un joven que se siente diferente y marginado.
La novela se divide en cuatro partes, que corresponden a diferentes etapas de la vida del narrador. En la primera parte, conocemos su infancia y su fascinación por las imágenes de muerte y violencia, así como su primer amor platónico por un compañero de clase. En la segunda parte, asistimos a su adolescencia y su interés por la literatura y el arte, especialmente por el teatro kabuki y la pintura occidental. En la tercera parte, vemos su intento de adaptarse a las normas sociales y tener una novela con una joven llamada Sonoko, que le provoca más angustia que placer. En la cuarta y última parte, presenciamos su fracaso amoroso y su decisión de alistarse en el ejército, buscando una muerte gloriosa que le libere de su sufrimiento.
Confesiones de una máscara es una obra maestra de la literatura japonesa del siglo XX, que retrata con honestidad y sensibilidad la psicología de un hombre que se siente atrapado entre dos mundos: el de su verdadero yo y el de la máscara que se ve obligado a llevar. Mishima utiliza un lenguaje poético y simbólico, lleno de referencias culturales e históricas, para crear una atmósfera envolvente y cautivadora. El lector se sumerge en la mente del protagonista y comparte sus emociones, sus miedos y sus esperanzas. Se trata de una lectura imprescindible para los amantes de la literatura universal y para los interesados en las temáticas LGBT+.
Proemio del autor
¡La belleza es una cosa terrible y espantosa! Es terrible porque es indeterminable, y no hay modo de determinarla porque Dios no ha planteado más que enigmas. Aquí las orillas se tocan, aquí viven juntas todas las contradicciones.
Yo soy un hombre muy poco instruido, hermano, pero he pensado mucho en esto. ¡Hay una terrible cantidad de misterios! Son demasiados los enigmas que oprimen al hombre en la tierra. Descífralos como mejor entiendas y sal del agua sin mojarte.
¡Magnífico! No puedo soportar, además, que hasta un hombre de elevado corazón y mente clara empiece con el ideal de la Madona y acabe con el de Sodoma. Aún es más espantoso quien ya con el ideal de Sodoma en el alma no niega el de la Madona y arde por él su corazón, arde de verdad, como en los puros años juveniles.
No, el alma humana es vasta, hasta demasiado vasta; yo la reduciría. Solo el diablo sabe lo que toda ella significa, ¡esta es la cuestión! Lo que a la mente se ofrece como oprobio, al corazón le parece hermosura y nada más. ¿Está en Sodoma la belleza? Créeme que para la mayoría de las personas en Sodoma se encuentra, ¿conocías este secreto?
Es terrible que la belleza no solo sea algo espantoso, sino, además, un misterio.
Los hermanos Karamázov
FIÓDOR DOSTOYEVSKI
Capítulo 1
Durante mucho tiempo insistí en que había presenciado la escena de mi nacimiento. Cuando me ponía a contarla, los mayores se burlaban de mí. En el fondo pensaban que era yo el que se estaba burlando de ellos y entonces lanzaban una mirada de odio mortecino a mi cara pálida e impropia de un niño. Y si por casualidad había invitados ajenos al círculo familiar más íntimo, mi abuela, temerosa de que me tomaran por tonto, me ordenaba callar con una voz aguda y me pedía que me fuera a jugar por ahí.
Los adultos que se reían solían tratar de convencerme por medio de explicaciones científicas. Me decían que los bebés no tienen los ojos abiertos en el momento de nacer, que en sus mentes no puede haber todavía nociones claras aunque abrieran los ojos un instante, y cosas por el estilo. Todos me hablaban con un entusiasmo algo teatral tratando de expresarse con la sencillez con que se habla a los niños. «¿No te parece?», me decían sacudiéndome por mis hombros infantiles al darse cuenta de que no estaba del todo convencido. Y en sus rostros se atisbaba la sombra del miedo a caer en la trampa de un niño: «Por muy niño que sea, hay que estar en guardia. A ver si este golfillo está intentando sonsacarme eso por medio de esta argucia… Pero si es así, ¿por qué no me pregunta de una vez de dónde vienen los niños o por qué ha nacido él?». Finalmente se quedaban mirándome en silencio con una sonrisa congelada, prueba de que en el fondo habían sido ofendidos por alguna razón para ellos mismos desconocida.
Pero todo era un malentendido. En realidad, yo no tenía ningún interés en informarme de eso. Temeroso de ofender a los mayores, jamás se me habría ocurrido tenderles una trampa. Por mucho que trataran de convencerme y de burlarse de mí, yo seguía convencido de haber tenido la experiencia de presenciar la escena de mi nacimiento. Tal vez fuera el recuerdo de la descripción que me pudo hacer alguien presente cuando yo nací, o bien el producto de mi imaginación egoísta. Pero había una imagen que para mí era la prueba irrefutable de que yo había visto todo con mis propios ojos. Era el borde del balde donde me metieron para darme el primer baño de mi vida. Un balde de aspecto refrescante, hecho de madera, flamante y nuevo. Contemplado desde su interior, la luz incidía tenuemente en sus bordes. De toda la superficie de madera, solo esa parte deslumbraba ligeramente como si fuera de oro. Como la punta de una lengua, el agua lamía la superficie de su interior sin llegar a los bordes. Quizá debido al reflejo del agua o del rayo de luz proyectado en el recipiente, el líquido por debajo de ese nivel brillaba suavemente mientras las relucientes olitas formadas en su superficie golpeaban unas con otras. La prueba más seria que contradecía, sin embargo, aquel recuerdo era el hecho de que yo no nací de día, sino de noche. Exactamente a las nueve, por lo cual, como era invierno, no debía de haber luz natural. Entonces ¿había sido todo obra de la luz de la lámpara? Mas a pesar de las burlas que esta contradicción podía provocar en la gente, yo podía refugiarme sin demasiados problemas en mi propia contradicción y alegar que, incluso naciendo a medianoche, la iluminación no tenía por qué provenir del sol. Así, los bordes del balde, débilmente iluminados, flotaban una y otra vez en mi memoria tal y como los había visto realmente durante mi primer baño.
…
Yukio Mishima. Nacido como Kimitake Hiraoka en Tokio el 14 de enero de 1925, es una de las figuras más deslumbrantes y controvertidas de la literatura japonesa del siglo XX. Su obra, marcada por la fusión de la tradición japonesa y las tensiones de la modernidad, lo consagró como un estilista exquisito y un narrador profundo de los dilemas de su tiempo. Escritor prolífico, Mishima dejó un legado de cuarenta novelas, dieciocho obras de teatro, veinte libros de relatos y una vasta producción ensayística que sigue cautivando y desafiando a lectores de todo el mundo.
La narrativa de Mishima combina una belleza lírica inigualable con una exploración feroz de temas como la muerte, la sexualidad, la identidad y el nacionalismo. Obras como Confesiones de una máscara, El pabellón de oro y El marino que perdió la gracia del mar destacan por su capacidad para revelar los abismos más oscuros del alma humana, mientras que su tetralogía El mar de la fertilidad, culminada con La corrupción de un ángel, es un monumento literario que examina el ciclo de la vida, la espiritualidad y la decadencia.
Candidato al Premio Nobel de Literatura en 1968, honor que recayó en su mentor Yasunari Kawabata, Mishima no solo dejó una marca indeleble en las letras japonesas, sino que también se convirtió en un símbolo de las contradicciones culturales de Japón en la posguerra. Su rechazo a la occidentalización y su defensa de los valores tradicionales sintoístas lo llevaron a fundar el Tatenokai, una milicia privada dedicada a la restauración del espíritu japonés. Este fervor culminó en su dramática muerte por seppuku el 25 de noviembre de 1970, tras un fallido intento de incitar un golpe militar para reinstaurar el poder imperial.
Mishima fue mucho más que un escritor; fue un artista obsesionado con la belleza, un hombre que vivió entre la palabra y la espada, y un espíritu indomable que buscó darle un significado trascendental a cada acto de su vida. Hoy, su obra resuena como un canto trágico y sublime que nos invita a reflexionar sobre el choque entre tradición y modernidad, entre el deseo y la disciplina, entre la vida y la muerte.