Resumen del libro:
Después del impacto de un enorme asteroide que destruye Padua y Verona, se crea en la un sofisticado sistema de detectar la trayectoria de cualquier objeto que se detecte desde la Tierra. De esta forma se detecta Rama, un extraño asteroide que, gira a un velocidad increíble y que, según todos los cálculos no volverá a pasar jamás por el sistema solar.
Pero lo más inquietante se producce cuando aparecen indicios de que Rama pueda ser artificial, con las implicaciones que ello conlleva.
Clarke es el novelista de ciencia ficción más sólido en activo y uno de los más conocidos y galardonados tanto en el campo literario como en el científico. Su obra “Cita con Rama”, es una de las obras más premiadas de todos los tiempos (premios Nebula, Locus, Hugo, Júpiter y John Campbell Memorias, entre otros) y sin duda una de las mejores novelas escritas por el autor. Todo un clásico para los aficionados a la ciencia ficción.
CAPÍTULO I
VIGILANCIA ESPACIAL
Tarde o temprano tenía que suceder. El 30 de junio de 1908 Moscú escapó a la destrucción por tres horas y cuatro mil kilómetros, un margen sustancialmente pequeño para las normas del Universo. El 12 de febrero de 1947 otra ciudad rusa se salvó por un margen aún más estrecho, cuando el segundo gran meteorito del siglo XX estalló a menos de cuatrocientos kilómetros de Vladivostok y provocó una explosión que rivalizaba en potencia con la bomba de uranio recientemente inventada.
En aquellos días nada había que los hombres pudieran hacer para protegerse de las últimas descargas al azar del bombardeo cósmico que alguna vez había marcado la cara de la Luna. Los meteoritos de 1908 y 1947 se abatieron sobre regiones desiertas; pero hacia finales del siglo XXI no quedaba región alguna en la Tierra que pudiera ser utilizada sin peligro para la práctica celeste de tiro al blanco. La raza humana se había extendido de polo a polo.Y así, inevitablemente…
A las 9.46 (meridiano de Greenwich) de la mañana del 11 de septiembre, en el verano excepcionalmente hermoso del año 2077, la mayor parte de los habitantes de Europa vieron aparecer en el cielo oriental una deslumbrante bola ígnea. En cuestión de segundos se tornó más brillante que el Sol y al desplazarse en el cielo –al principio en completo silencio– iba dejando detrás una ondulante columna de polvo y humo.
En algún punto sobre Austria comenzó a desintegrarse produciendo una serie de explosiones, tan violentas que más de un millón de personas quedaron con los oídos dañados para siempre. Éstas fueron las afortunadas.
A una velocidad de cincuenta kilómetros por segundo, miles de toneladas de roca y metal cayeron sobre las llanuras del norte de Italia y en cuestión de segundos destruyeron con una llamarada la labor de siglos. Las ciudades de Padua y Verona fueron barridas de la faz de la Tierra; y los últimos esplendores de Venecia se hundieron para siempre en el mar cuando las aguas del Adriático avanzaron atronadoras hacia tierra después de aquel golpe fulminante venido del espacio.
Seiscientas mil personas murieron, y el daño material se calculó en más de un trillón de dólares. Pero la pérdida que significó para el arte, la historia, la ciencia –para el género humano, en general, por el resto de los tiempos– iba más allá de todo cálculo. Era como si en un solo día hubiese estallado y se hubiese perdido una gran guerra, y muy pocos pudieron disfrutar de lo que el mundo entero presenció durante meses, mientras el polvo de la destrucción se depositaba: los más espléndidos amaneceres y ocasos que se recordaban desde el Krakatoa.
Después del estupor inicial, la humanidad reaccionó con una determinación y una unidad de la que no habría podido hacer gala en ninguna época anterior. Se tuvo plena conciencia de que semejante desastre podía no volver a ocurrir en mil años, pero también podía suceder al día siguiente. Y la próxima vez las consecuencias tal vez serían aún peores.
Pues bien: no habría una próxima vez.
Cien años antes, un mundo bastante más pobre, con muchísimos menos recursos, había dilapidado sus bienes en el intento de destruir las armas que la humanidad, con un espíritu suicida, había lanzado contra sí misma. El esfuerzo no tuvo éxito, pero las habilidades adquiridas permanecían y ahora podrían ser puestas al servicio de un objetivo más noble y utilizadas en una magnitud infinitamente más vasta. A ningún meteorito lo bastante grande como para provocar una catástrofe se le volvería a permitir que pusiera en peligro las defensas de la Tierra.
Así comenzó el Proyecto Vigilancia Espacial. Cincuenta años después, y en una forma que ninguno de sus diseñadores habría sido capaz de prever jamás, justificó su existencia.
…