Resumen del libro:
En 1843, después de tres años en los mares del sur, Melville se enroló en la fragata United States y volvió a América. Un año de travesía sometido a la dura disciplina naval le proporcionó el material de Chaqueta Blanca (1850), un libro hermoso y complejo, mezcla de novela, erudición y reportaje, cuyo subtítulo, El mundo en un buque de guerra, anticipa igualmente su peculiar, intensa y muy melvilleana dimensión alegórica. Pues ese «castillo de roble consagrado a la guerra» que es el Neversink puede igualmente ser «una ciudad flotante», «una prisión estatal», «un manicomio» o «un infierno», un microcosmos, en fin, del mundo y la humanidad. De las bodegas a las gavias, de las rutinas de limpieza o rancho a las vergonzosas prácticas de flagelación, del tormentoso paso del cabo de Hornos a una calma chicha en el ecuador, el narrador de este viaje no deja rincón sin escudriñar, episodio sin relatar, oficio sin describir. Animado por una conciencia humanista que se planta ante el principio de autoridad, y por una sensibilidad pareja para lo lírico, lo heroico y lo grotesco, Chaqueta Blanca es uno de los títulos cruciales en la obra del autor de Moby Dick.
Capítulo I
LA CHAQUETA
Para ser sinceros, no era una chaqueta muy blanca pero, como se verá a continuación, sí lo bastante blanca.
He aquí cómo la obtuve.
Cuando nuestra fragata estaba anclada en El Callao, frente a las costas del Perú —su última escala en el Pacífico—, me vi sin un grego o sobretodo de marinero; y puesto que, al final de una travesía de tres años, era imposible obtener del contador un chaquetón de abrigo y, al ir rumbo al cabo de Hornos, se hacía indispensable algún tipo de sucedáneo, me dediqué durante varios días a elaborar una extravagante prenda de mi propia invención, para guarecerme del pésimo clima que pronto encontraríamos.
No era más que un sayo de lona blanca, o más bien una camisa que, puesta sobre cubierta, plegué doblemente a la altura del pecho y, ampliando allí la hendidura, abrí a lo largo, del mismo modo que cortarías tú una página de la última novela. Hecha la incisión, tuvo lugar una metamorfosis superior a cualquiera narrada por Ovidio. Pues hete aquí que, de pronto, ¡la camisa era un abrigo! Un abrigo de extraño aspecto, sin duda: de una anchura digna de un cuáquero a la altura de los faldones, con un cuello precario y destartalado, y una torpe sobreabundancia a la altura de los puños. Y blanca; sí, blanca como un sudario. Y más tarde casi resultó ser mi sudario, como averiguará el que siga leyendo.
Pero, por Dios, amigo mío, ¿qué clase de chaqueta de verano es ésta, con la que pretendes montar el cabo de Hornos? Quizá pareciera una prenda de lino blanco muy bella y atractiva; aunque bien es cierto que casi todo el mundo lleva sus prendas de lino en estrecho contacto con la piel.
Muy cierto; y ese pensamiento me pasó por la cabeza. Pues no tenía la menor intención de correr alrededor del cabo de Hornos en camisa, pues eso, qué duda cabe, hubiese sido casi como correr a palo seco.
Así que, con muchos restos y retales —calcetines viejos, viejas perneras y similares— zurcí y acolché el interior de mi chaqueta, hasta que, toda rígida y acojinada, parecía el jubón del rey Jacobo, relleno de algodón y a prueba de puñaladas. Y jamás hubo plaquín de bocací o acero que se irguiese con más firmeza.
Hasta aquí, muy bien. Pero dime, Chaqueta Blanca, ¿cómo pretendes guarecerte de la lluvia y la humedad en este grego acolchado que te has hecho? ¿No pretenderás llamar mackintosh a ese amasijo de parches viejos, verdad? ¿No pretenderás decir que ese montón de estambre es impermeable?
No, amigo mío; y ahí estaba lo bueno. No era impermeable; no más que una esponja. A decir verdad, había acolchado mi chaqueta con tal negligencia que, en un aguacero, me convertía en un absorbente universal, que secaba hasta la médula las amuradas sobre las que me apoyaba. Los días húmedos, mis despiadados compañeros de a bordo solían incluso apoyarse contra mí, tan poderosa era la atracción capilar entre mi desafortunada chaqueta y toda gota de humedad. Goteaba como un pavo al asarse; y mucho después de concluidos los temporales, cuando el sol mostraba su rostro, yo todavía avanzaba entre una bruma escocesa; y cuando hacía buen tiempo para los demás, ¡ay!, yo padecía un tiempo de perros.
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