Resumen del libro:
Por su forma, su estética y su contenido Castilla (1912) representa la quintaesencia de la obra de Azorín: la contemplación del paisaje o del pueblo como «pequeña» historia transida por el tiempo, buscando, además, en la literatura una expresión del espíritu nacional. Supone Azorín, como explicó Ortega y Gasset, una «nueva manera de ver el mundo»: la que sabe captar «los primores de lo vulgar» y adivinar en ellos el alma de las cosas. Al paso de la lectura vamos descubriendo la resignación y el dolorido sentir de los españoles, la sumisión a la fuerza de los hechos y la idea abrumadora de la muerte. Pero todo lo redime una prosa genial que convierte al libro en uno de los más hermosos de nuestra literatura.
Los ferrocarriles
¿Cómo han visto los españoles los primeros ferrocarriles europeos? En España los primeros ferrocarriles construidos fueron: el de Barcelona a Mataró, en 1848; el de Madrid a Aranjuez, en 1851. Años antes de inaugurarse esos nuevos y sorprendentes caminos habían viajado por Francia, Bélgica e Inglaterra algunos escritores españoles; en los relatos de sus viajes nos contaron sus impresiones respecto de los ferrocarriles. Publicó Mesonero Romanos sus Recuerdos de viaje por Francia y Bélgica, en 1841; al año siguiente aparecía el segundo volumen de los Viajes de Fray Gerundio. Más detenida y sistemáticamente habla Lafuente que Mesonero de los ferrocarriles.
D. Modesto Lafuente fue periodista humorístico e historiador; nació en 1806 y murió en 1866. Compuso la Historia de España que todos conocemos; hizo largas y ruidosas campañas como escritor satírico. Acarreole una de sus sátiras, en 1814, una violenta agresión de D. Juan Prim —entonces Coronel—; vemos un caluroso aplauso a esa agresión en el número VI de la revista El Pensamiento. D. Miguel de los Santos Álvarez dirigía esa publicación; colaboraban en ella Espronceda, Enrique Gil, García y Tassara, Ros de Olano. Rehusó Lafuente batirse con Prim; negose a responder al sentimiento tradicional del honor. Las injurias personales —decía El Pensamiento—, en todos los países, personalmente se ventilan. España, esta tierra clásica del valor y de la hidalguía, «¿desmentiría con su fallo su noble carácter?». «¿Se asociaría —añade el anónimo articulista— al cobarde que acude a los Tribunales en lugar de acudir adonde le llama su honor?».
Un escritor que de tal modo rompía con uno de los más hondos y transcendentales aspectos de la tradición había de ser el primero que más por extenso y entusiastamente nos hablase de los ferrocarriles: es decir, de un medio de transporte que venía a revolucionar las relaciones humanas. Fray Gerundio viaja, brujulea, corretea por Francia, por Bélgica, por Holanda, por las orillas del Rhin; lo ve todo; quiere escudriñarlo y revolverlo todo. Observa las ciudades, los caminos, las viejas y pesadas diligencias, los Parlamentos, las tiendas, las calles, los yantares privativos de cada país. Su charla es ligera, aturdida, amena; aguda y exacta a trechos. Lafuente se reservó su llegada a Bélgica para tratar de los caminos de hierro, «por ser Bélgica el país en que los caminos de hierro están más generalizados y acondicionados». Minuciosamente va haciendo nuestro autor una descripción de los ferrocarriles.
«No todos los españoles —dice Lafuente—, por lo que en muchas conversaciones he oído y observado, tienen una idea exacta de la forma material de los caminos de hierro». De la construcción de la línea, de los túneles, de los viaductos, de las estaciones, de los coches, nos habla Fray Gerundio con toda clase de detalles. No nos detengamos en ellos; el tren va a partir; subamos a nuestro vagón. «El humo del carbón de piedra que saliendo del cañón de la máquina locomotora de bronce obscurece y se esparce por la atmósfera, anuncia la proximidad de la partida del convoy». Han unido ya a la máquina diez, quince, veinte coches.
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