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Casta invencible

Resumen del libro:

En la rica pluma de Ken Kesey, “Casta Invencible” emerge como una narración magistral que eclipsa incluso la fama de su obra previa, “Alguien voló sobre el nido del cuco”. Ubicada en el ficticio pueblo de Wakonda, Oregon, esta novela lleva a los lectores a un mundo donde la fuerza de la familia Stamper, dedicada a la industria maderera, se convierte en un testimonio de tenacidad en medio de cambios tumultuosos.

La trama gira en torno a los Stamper, una familia de leñadores que poseen su propia empresa y que se encuentran en la encrucijada de la huelga liderada por los sindicatos de leñadores. La amenaza de las sierras eléctricas y la disminución del trabajo provocan una decisión crucial: unirse a la huelga o seguir produciendo madera en medio del conflicto. Los Stamper eligen valientemente lo último, desafiando tanto las expectativas sociales como las presiones sindicales.

Kesey teje una historia vibrante, profunda y absorbente que va más allá de la lucha laboral. “Casta Invencible” se sumerge en las complejidades de las relaciones familiares, explorando cómo los lazos de sangre pueden ser tanto un sostén como un desafío en tiempos de crisis. A través de los Stamper, el autor rinde homenaje a la testarudez, el coraje y la inquebrantable convicción en la propia visión, que se mantienen firmes ante las manipulaciones y presiones sociales.

Esta cautivadora novela trasciende las páginas impresas para llegar a la pantalla grande en 1971, dirigida por el icónico Paul Newman. La película, protagonizada por Newman y Henry Fonda, captura la esencia de la obra, y su nominación a dos premios Oscars es un testimonio de su poderoso impacto.

En resumen, “Casta Invencible” no solo es una historia sobre leñadores y huelgas, sino una exploración íntima de la determinación humana en la cara del cambio. A través de los Stamper, Ken Kesey nos brinda una obra que resuena con la fuerza de las convicciones personales y la fortaleza familiar en un mundo en constante transformación.

A veces, vivo en el campo,
a veces, vivo en la ciudad.
A veces, siento un gran impulso
de arrojarme al río… y ahogarme.

De la canción Buenas noches, Irene,
de HUDDIE LEDBETTER y JOHN LOMAX

Para mi madre y mi padre…
que me contaron que las canciones eran para los pájaros,
luego me enseñaron todas las melodías que conozco
y muchísimas palabras.

A lo largo de las laderas occidentales de la línea costera de Oregon… ven y mira el histérico estallido de los afluentes que desembocan y se funden en el Wakonda Auga…

El primero y más pequeño de los riachuelos atraviesa reverberante, como denso y frenético viento, las acederas y los tréboles, los helechos y las ortigas, se desvía y quiebra… diseminándose en ramales. Luego, atraviesa las gayubas y las aguavillas, los mirtilos y las zarzamoras, los brazos se confunden y forman riachuelos y torrentes. Finalmente, en las estribaciones, a través de alerces y arces azucareros, de cortezas de acacia y píceas plateadas —y el mosaico verde azul de los abetos de Douglas—, el verdadero río cae ciento cincuenta metros… y mira: cubre los campos.

Visto desde la carretera por entre los árboles, parece, al principio, metálico como un arco iris de aluminio, como una lonja de luna fundida. Aproximándose, el río se torna orgánico y real, una amplia sonrisa de agua con pilotes putrefactos, quebrados y desiguales a lo largo de ambas encías, la espuma colgando de los labios. Más cerca aún se achata hasta ser un río, llano como una calle, de color gris cemento con la textura de la lluvia. Llano como una calle con textura de lluvia incluso durante la crecida gracias al profundo canal y al lecho uniforme: ni bajíos arremolinándose en rápidos de aguas transparentes ni guijarros que perturben la superficie… nada que indique movimiento excepto los burbujeantes coágulos de espuma amarilla que derivan hacia el mar impulsados por el viento y los prominentes bosquecillos anegados, tensos y temblorosos por el influjo del ímpetu silencioso y oscuro.

Un río terso y aparentemente sereno, que oculta el filo cruel de su corriente bajo una superficie tersa y aparentemente serena.

La carretera bordea la orilla septentrional y la sierra, la meridional. Ningún puente atraviesa los primeros quince kilómetros, pero, al otro lado, en la ribera sur, una antigua estructura de madera de una casa de dos plantas reposa sobre un esqueleto de acero enmarañado, de madera y tierra y sacos de arena, como un pájaro de dos pisos con las alas quebradas, impetuosamente sentado en su laberíntico nido. Mira…

La lluvia resbala en las ventanas. La lluvia se filtra a través de una bruma de humo amarillo que emerge de una chimenea de piedra cubierta de musgo hacia el cielo oblicuo. El cielo corre gris, el humo húmedamente amarillo. Detrás de la casa, en la frondosa orilla de la ladera de la montaña, estos colores se confunden en la venteada distancia convirtiendo a la propia ladera en un verdor fangoso. Junto a la desnuda ribera entre el patio y el límite cantarín del río, una jauría de sabuesos va de un lado para otro gimiendo con una fría y bestial frustración, aullando y ladrando a un objeto que cuelga fuera de su alcance, sobre las aguas, que se tuerce, se retuerce y oscila rígidamente en el extremo de una línea atada a la punta de un asta de abeto… asomándose desde una ventana de la planta superior.

Dos metros y medio o tres por encima de la corriente de la crecida, se contonea, se detiene y se distiende lentamente bajo las ráfagas de lluvia un brazo humano atado por la muñeca (solo el brazo; mira), desaparece hacia abajo en el hombro raído donde un bailarín invisible ejecuta retorcidas piruetas para un público fascinado (solo el brazo, girando por encima de las aguas)… para los perros de la ribera, para la maldita lluvia, para el humo, la casa, los árboles y la pandilla que grita enfurecida desde el otro lado del río:

—¡Staaamper! ¡Eh, de cualquier modo, maldito seas, Hank Staaaaamper!

Y para todo aquel que se tomara la molestia de mirar.

Casta Invencible: Ken Kesey

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