Resumen del libro:
En un Londres neblinoso y enfangado, un pleito se eterniza en el decadente Tribunal de la Cancillería. La anquilosada maquinaria judicial asiste al paso de generaciones, al suicidio o al enloquecimiento de algunos querellantes, al enmohecimiento de las posesiones y a la ruina material o espiritual de incontables individuos con una impasibilidad que llega a lo cruel. Esther Summerson, Ada Clare y Richard Carstone serán los jóvenes elegidos que, junto a su bienhechor John Jarndyce, habrán de ver el final de tan absurda acción jurídica. Pero antes de alcanzar esta resolución sucederán numerosas y dispares aventuras: de lo cómico a lo trágico pasando por lo melodramático y lo policíaco, un universo de singulares personajes iniciarán y entrecruzarán sus trayectorias, crecerán y, en algunos casos, morirán en el seno de este mundo jerarquizado y monstruoso. ‘Casa Desolada’ alterna el humor y la gravedad gracias a un Dickens que logra en estas páginas momentos inolvidables. Los juegos y las trampas de la intriga policial garantizan una enfebrecida lectura repleta de sobresaltos y sorpresas. Como acertadamente subrayó Vladimir Nabokov, en unas páginas entusiásticas, “todo lo que tenéis que hacer al leer ‘Casa Desolada’ es relajaros y dejar que sea vuestra espina dorsal la que domine”.
1. En Cancillería
Londres. Hace poco que ha terminado la temporada de San Miguel, y el Lord Canciller en su sala de Lincoln’s Inn’s. Un tiempo implacable de noviembre. Tanto barro en las calles como si las aguas acabaran de retirarse de la faz de la Tierra y no fuera nada extraño encontrarse con un megalosaurio de unos 40 pies chapaleando como un lagarto gigantesco Colina de Holborn arriba. Humo que baja de los sombreretes de las chimeneas creando una llovizna negra y blanda con copos de hollín del tamaño de verdaderos copos de nieve, que cabría imaginar de luto por la muerte del sol. Perros, invisibles en el fango. Caballos, poco menos; enfangados hasta las anteojeras. Peatones que entrechocan sus paraguas, en una infección general de mal humor, que se resbalan en las esquinas, donde decenas de miles de otros peatones llevan resbalando y cayéndose desde que amaneció (si cupiera decir que ha amanecido) y añaden nuevos sedimentos a las costras superpuestas de barro, que en esos puntos se pega tenazmente al pavimento y se acumula a interés compuesto.
Niebla por todas partes. Niebla río arriba, por donde corre sucia entre las filas de barcos y las contaminaciones acuáticas de una ciudad enorme (y sucia). Niebla en los pantanos de Essex, niebla en los cerros de Kent. Niebla que se mete en las cabinas de los bergantines carboneros; niebla que cae sobre los astilleros y que se cierne sobre el aparejo de los grandes buques; niebla que cae sobre las bordas de las gabarras y los botes. Niebla en los ojos y las gargantas de ancianos retirados de Greenwich, que carraspean junto a las chimeneas en las salas de los hospitales; niebla en la boquilla y en la cazoleta de la pipa que se fuma por la tarde el patrón malhumorado, metido en su diminuto camarote; niebla que enfría cruelmente los dedos de los pies y de las manos del aprendiz que tirita en cubierta. Gentes que pasan por los puentes y miran por encima del parapeto el cielo bajo la niebla, todas rodeadas de niebla, como si estuvieran metidas en un globo, colgadas en medio de las nubes neblinosas.
Los faroles de gas crean confusas aureolas en medio de la niebla en diversas partes de las calles, como las que parecería crear el sol, visto desde los campos esponjosos, a ojos del pastor y el labrador. Casi todas las tiendas han encendido el alumbrado dos horas antes de lo normal, y el gas parece darse cuenta de ello, pues tiene un aspecto sombrío y renuente.
Donde más hosca está la tarde, y donde más densa está la niebla, y donde más embarradas están las calles, es junto a esa mole antigua y pesada, ornamento idóneo del umbral de una corporación antigua y pesada: Temple Bar. Y junto a Temple Bar, en Lincoln’s Inn Hall, en el centro mismo de la niebla, está sentado el Lord Gran Canciller, en su Alto Tribunal de Cancillería.
Jamás podrá haber una niebla demasiado densa, jamás podrá haber un barro y un cieno tan espesos, como para concordar con la condición titubeante y dubitativa que ostenta hoy día este Alto Tribunal de Cancillería, el más pestilente de los pecadores empelucados que jamás hayan visto el Cielo y la Tierra.
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