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Cartero

Resumen del libro:

Cartero, la primera novela de Charles Bukowski, es una obra vibrante que captura la crudeza de la vida cotidiana a través de los ojos de Henry Chinaski, un alter ego del propio autor. Escrita con el estilo inconfundible del llamado “realismo sucio,” Bukowski nos lleva a través de una narrativa sin adornos, directa y abrasiva, revelando una vida de monotonía, exceso y rebeldía en el entorno implacable de una oficina de correos en Los Ángeles. Chinaski, empleado de correos, sobrevive a duras penas en un trabajo que detesta, rodeado de personajes grises y situaciones absurdas que lo empujan a una existencia marcada por el hastío y la autodestrucción.

La historia no solo relata la experiencia de Chinaski en el sistema postal, sino que también profundiza en sus noches de borracheras y sus encuentros con mujeres igualmente desorientadas y al borde del desencanto. Bukowski no intenta idealizar a su personaje; en cambio, lo presenta con toda su crudeza, sin excusas ni embellecimientos, mostrando los defectos y las debilidades de un hombre atrapado en una lucha diaria contra la rutina y la miseria. A través de su narrativa cruda y concisa, Bukowski logra que el lector se vea inmerso en un mundo oscuro, casi repulsivo, pero curiosamente seductor, donde el cinismo y la resignación van de la mano.

La narrativa de Bukowski se caracteriza por un lenguaje sencillo, casi brutal, que desnuda el alma de su protagonista y lo sumerge en un contexto social desesperanzador. Su prosa desprovista de ornamentos y su tono desencantado resultan una crítica feroz a la sociedad moderna, una denuncia de las condiciones alienantes y opresivas de ciertos trabajos. Chinaski, con su vida de excesos y fracaso, encarna la respuesta rebelde de un individuo que se niega a aceptar los estándares de éxito convencionales.

Charles Bukowski es ampliamente considerado uno de los escritores estadounidenses más influyentes del siglo XX. Su estilo, símbolo de la literatura underground y de los movimientos contraculturales, captura la belleza en lo grotesco y la verdad en lo áspero. Con una honestidad descarnada y una visión nihilista, Bukowski consigue en Cartero una novela que desafía las convenciones y celebra, de una forma única y subversiva, la crudeza de la vida.

CAPÍTULO I

1

Empezó por una equivocación.

Estábamos en navidades y me enteré por el borracho que vivía calle arriba, y que lo hacía todos los años, que contrataban a cualquiera que se presentase, así que fui y lo siguiente que supe fue que tenía una saca de cuero a mis espaldas y que me dedicaba a pasear a mis anchas. Vaya un trabajo, pensé. ¡Tirado! Sólo te daban una manzana o dos y si te las arreglabas para terminar, el cartero regular te asignaba otra manzana para repartir el correo, o también podías volver y el jefe te mandaba a otra parte, pero lo mejor que podías hacer era tomarte tu tiempo y meter relajadamente las tarjetas de Navidad en los buzones.

Creo que fue en mi segundo día como auxiliar de Navidad cuando esta mujerona salió y se puso a andar a mi lado mientras yo repartía las cartas. Cuando digo mujerona me refiero a que tenía un culazo y unas tetazas y en general era grande en todos los lugares adecuados. Parecía estar un poco chiflada, pero me ponía a mirar su cuerpo y no me importaba demasiado.

Hablaba y hablaba y hablaba. Entonces salió la cosa.

Su marido trabajaba en una isla lejana y se sentía sola, ya sabes, y vivía en aquella casita de allá atrás, toda para ella.

—¿Qué casita? —pregunté.

Ella escribió la dirección en un pedazo de papel.

—Yo también estoy solo —dije—, me pasaré esta noche y charlaremos.

Yo estaba liado con una tipa, pero ella a veces desaparecía durante unos días y yo realmente me sentía solo. Solo y deseoso de aquel culo que tenía a mi lado.

—De acuerdo —dijo ella—, te veré esta noche.

Estuvo bien, tenía un buen polvo, pero como todos los buenos polvos, al cabo de la tercera o cuarta noche empecé a perder interés y no volví.

Pero no podía dejar de pensar: «Caramba, todo lo que hacen estos carteros es dejar unas cuantas cartas en el buzón y echar polvos. Éste es un trabajo para mí, oh sí sí sí».

2

Así que hice el examen, lo aprobé, pasé luego las, pruebas físicas y allí estaba, de cartero suplente. Empezó fácil. Me enviaron a la estafeta de West Avon y fue igual que durante las navidades, a excepción de que no ligué nada. Todos los días esperaba acabar acostándome con alguna tipa, pero nada. Pero el curro era fácil y lo único que hacía era recorrer alguna manzana que otra repartiendo cartas. Ni siquiera llevaba uniforme, sólo una gorra. Iba con mi ropa habitual. Del modo como mi novia Betty y yo bebíamos era difícil que sobrase dinero para vestidos.

Entonces me trasladaron a la estafeta de Oakford.

El jefe era un tío con cabeza de buey llamado Jonstone.

Necesitaban auxiliares y comprendí por qué. A Jonstone le gustaba llevar camisas de color rojo oscuro, lo que significaba peligro y sangre. Había 7 auxiliares: Tom Moto, Nick Pelligrini, Herman Stratford, Rosey Anderson, Bobby Hansen, Harold Wiley y yo, Henry Chinaski. Había que entrar a las 5 de la mañana y el único borracho era yo. Siempre bebía hasta pasada la medianoche, y allí nos sentábamos, a las 5 de la mañana, esperando a que pasaran las horas, esperando a que alguno de los carteros regulares llamara diciendo que estaba enfermo. Los regulares normalmente llamaban diciendo que estaban enfermos los días de lluvia, o durante una ola de calor, o después de un día de fiesta cuando el volumen del correo era doble.

3

Había 40 o 50 rutas diferentes, quizá más, cada caso era distinto, nunca llegabas a poder aprenderte ninguna de ellas, tenías que ordenar el correo antes de las 8 de la mañana para el reparto, y Jonstone no admitía excusas. Los auxiliares marcábamos las rutas de los paquetes de revistas, nos quedábamos sin comer y moríamos por las calles. Jonstone nos ponía a ordenar en cajas las rutas con media hora de retraso, dando vueltas en su silla, con su camisa roja.

—¡Chinaski, coge la ruta 539!

Empezábamos con media hora de retraso, pero se suponía que aun así había que ordenar y distribuir el correo a su tiempo y estar de vuelta a la hora prevista. Y una o dos veces por semana, ya bien rotos, apaleados y jodidos, teníamos los repartos nocturnos, cuyo horario era imposible, la furgoneta no podía ir tan deprisa. En la primera ronda tenías que repartir cuatro o cinco cajas y cuando volvías ya estaban de nuevo desbordantes de correo y tú apestabas, bañado en sudor, metiéndolo todo en las sacas. No echaba polvos, pero acababa hecho polvo. Todo gracias a Jonstone.

Eran los mismos auxiliares los que hacían posible a Jonstone, al obedecer sus órdenes imposibles. Yo no podía comprender cómo a un hombre de tan obvia crueldad se le podía permitir ocupar ese puesto. A los regulares no les importaba un carajo, el enlace sindical no servía, así que rellené un informe de treinta páginas en uno de mis días libres, le envié una copia a Jonstone y la otra la entregué en el Edificio Federal. El empleado me dijo que esperara. Esperé y esperé y esperé.

Esperé una hora y media y entonces me llevaron a ver a un hombrecito con el pelo gris con ojos de ceniza de cigarrillo. Ni siquiera me pidió que me sentara. Empezó a gritarme nada más cruzar la puerta.

—¿Eres un listillo hijo de puta, no?

—¡Preferiría que no me insultara, señor!

—Listillo hijo de puta, eres uno de esos hijos de puta con mucho vocabulario que te gusta dar lecciones.

Me agitó mis papeles delante de las narices y gritó:

—¡EL SEÑOR JONSTONE ES UN BUEN HOMBRE!

—No sea absurdo. Obviamente es un sádico —dije yo.

—¿Cuánto tiempo lleva usted en Correos?

—3 semanas.

—¡EL SEÑOR JONSTONE LLEVA EN EL SERVICIO DE CORREOS 30 AÑOS!

—¿Y eso qué tiene que ver?

—¡He dicho que EL SEÑOR, JONSTONE ES UN BUEN HOMBRE!

Creo que el pobre tipo estaba realmente deseando matarme. El y Jonstone debían haberse acostado juntos.

—Está bien —dije—, Jonstone es un buen hombre. Olvídese de todo el jodido asunto.

Luego salí y me tomé el resto del día libre. Sin paga, por supuesto.

“Cartero” de Charles Bukowski

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