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Carol

Patricia Highsmith

Patricia Highsmith

Resumen del libro:

Carol es una novela de amor entre mujeres –de ahí la decisión de Patricia Highsmith de publicarla bajo un seudónimo, para no ser clasificada como una «escritora lesbiana»–, que se lee con la misma fascinada atención que despiertan las novelas «policíacas» de su autora. Highsmith concibió Carol en 1948, cuando tenía veintisiete años y había terminado su primera novela, Extraños en un tren. Se encontraba sin dinero, y se empleó durante una temporada en la sección de juguetes de unos grandes almacenes. Un día, una elegante mujer rubia envuelta en visones entró a comprar una muñeca, dio un nombre y una dirección para que se la enviaran y se marchó. Patricia Highsmith se fue a casa y escribió de un tirón un primer borrador de Carol, que comienza precisamente con el encuentro entre Therese, una joven escenógrafa que trabaja accidentalmente como dependienta, y Carol, la elegante y sofisticada mujer, recientemente divorciada, que entra a comprar una muñeca para su hija y cambia para siempre el curso de la vida de la joven vendedora.

1

Era la hora del almuerzo y la cafetería de los trabajadores de Frankenberg estaba de bote en bote.

No quedaba ni un sitio libre en las largas mesas, y cada vez llegaba más gente y tenían que esperar detrás de las barandas de madera que había junto a la caja registradora. Los que ya habían conseguido llenar sus bandejas de comida vagaban entre las mesas en busca de un hueco donde meterse o esperando que alguien se levantara, pero no había sitio. El estrépito de platos, sillas y voces, el arrastrar de pies y el zumbido de los molinillos entre aquellas paredes desnudas sonaba como el estruendo de una sola y gigantesca máquina.

Therese comía nerviosa, con el folleto de «Bienvenido a Frankenberg» apoyado sobre una azucarera frente a ella. Se había leído el grueso folleto durante la semana anterior, el primer día de prácticas, pero no tenía nada más que leer, y en aquella cafetería sentía la necesidad de concentrarse en algo. Por eso volvió a leer lo de las vacaciones extra, las tres semanas que se concedían a los que llevaban quince años trabajando en Frankenberg, y comió el plato caliente del día, una grasienta loncha de rosbif con una bola de puré de patatas cubierta de una salsa parduzca, un montoncito de guisantes y una tacita de papel llena de rábano picante. Intentó imaginarse cómo sería haber trabajado quince años en Frankenberg, pero se sintió incapaz. Los que llevaban veinticinco años tenían derecho a cuatro semanas de vacaciones, según decía el folleto. Frankenberg también proporcionaba residencia para las vacaciones de verano e invierno. Pensó que seguro que también tenían una iglesia, y una maternidad. Los almacenes estaban organizados como una cárcel. A veces la asustaba darse cuenta de que formaba parte de aquello.

Volvió rápidamente la página y vio escrito en grandes letras negras y a doble página: «¿Forma usted parte de Frankenberg?»

Miró al otro lado de la estancia, hacia las ventanas, e intentó pensar en otra cosa. En el precioso jersey noruego rojo y negro que había visto en Saks y que le podía comprar a Richard para Navidad, si no encontraba una cartera más bonita que la que había visto por veinte dólares. O en la posibilidad de ir en coche a West Point con los Kelly el domingo siguiente a ver un partido de hockey. Al otro lado de la sala, el ventanal cuadriculado parecía un cuadro de, ¿cómo se llamaba?, Mondrian. En una de las esquinas de la ventana, un cuadrante abierto mostraba un trozo de cielo blanco. No había ningún pájaro dentro ni fuera. ¿Qué tipo de escenografía habría que montar para una obra que se desarrollara en unos grandes almacenes? Ya había vuelto otra vez a la realidad.

«Pero lo tuyo es muy distinto, Terry», le había dicho Richard. «Estás convencida de que dentro de una semana estarás fuera y en cambio las demás no». Richard le dijo que el verano siguiente quizá estuviera en Francia. Quizá. Richard quería que ella le acompañara y en realidad no había nada que le impidiera hacerlo. Y Phil McElroy, el amigo de Richard, le había escrito para decirle que el mes siguiente podía conseguirle trabajo con un grupo de teatro. Therese todavía no conocía a Phil, pero no confiaba en que le consiguiera trabajo. Llevaba desde septiembre pateándose Nueva York, una y otra vez y vuelta a empezar. No había encontrado nada. ¿Quién iba a darle trabajo en pleno invierno a una aprendiza de escenógrafa en los inicios de su aprendizaje? La idea de ir a Europa con Richard el verano siguiente tampoco parecía muy real. Sentarse con él en las terrazas de los cafés, pasear con él por Arles, descubrir los lugares que había pintado Van Gogh. Richard y ella parándose en las ciudades para pintar. Y en aquellos últimos días, desde que había empezado a trabajar en los grandes almacenes, aún le parecía menos real.

Ella sabía muy bien qué era lo que más le molestaba de los almacenes. Era algo que no podía explicarle a Richard. En los almacenes se intensificaban las cosas que, según ella recordaba, siempre le habían molestado. Los actos vacíos, los trábalos sin sentido que parecían alejarla de lo que ella quería hacer o de lo que podría haber hecho… Y ahí entraban los complicados procedimientos con los monederos, el registro de abrigos y los horarios que impedían incluso que los empicados pudieran realizar su trabajo en los almacenes en la medida de sus capacidades. La sensación de que todo el mundo estaba incomunicado con los demás y de estar viviendo en un nivel totalmente equivocado, de manera que el sentido, el mensaje, el amor o lo que contuviera cada vida, nunca encontraba su expresión verdadera. Le recordaba conversaciones alrededor de mesas o en sofás con gente cuyas palabras parecían revolotear sobre cosas muertas e inmóviles, incapaces de pulsar una sola nota con vida. Y cuando uno intentaba tocar una cuerda viva, lo hacía mirando con la misma expresión convencional de cada día y sus comentarios eran tan banales que era imposible creer que fuese siquiera un subterfugio. Y la soledad aumentaba con el hecho de que, día tras día, en los almacenes siempre se veían las mismas caras. Unas pocas caras con las que se podía haber hablado, pero con las que nunca se llegaba a hablar o no se podía. No era igual que aquellas caras del autobús, que parecían hablar fugazmente a su paso, que veía una sola vez y luego se desvanecían para siempre.

Todas las mañanas, mientras hacía cola en el sótano para fichar, sus ojos saltaban inconscientemente de los empleados habituales a los temporales. Se preguntaba cómo había aterrizado allí —por supuesto había contestado un anuncio, pero eso no servía para justificar el destino—, y qué vendría a continuación en vez del deseado trabajo como escenógrafa. Su vida era una serie de zigzags. A los diecinueve años estaba llena de ansiedad.

«Tienes que aprender a confiar en la gente, Therese, recuérdalo», le había dicho la hermana Alicia. Y muchas, muchas veces, Therese había intentado hacerle caso.

—Hermana Alicia —susurró Therese con cuidado, sintiéndose reconfortada por las suaves sílabas.

Therese vio que el chico de la limpieza venía en su dirección, así que se enderezó y volvió a coger el tenedor.

Todavía recordáis la cara de la hermana Alicia, angulosa y rojiza como una piedra rosada iluminada por el sol, y la aureola azul de su pechera almidonada. La figura huesuda de la hermana Alicia apareciendo por una esquina del salón, o entre las mesas esmaltadas de blanco del refectorio. La hermana Alicia en miles de lugares, con aquellos ojillos azules que la encontraban siempre a ella entre todas las demás chicas y la miraban de un modo distinto. Therese lo sabía. Aunque los finos y rosados labios siguieran siempre igual de firmes. Todavía recordaba a la hermana Alicia en el día de su octavo cumpleaños, dándole sin sonreír los guantes de lana verde envueltos en un papel de seda, ofreciéndoselos directamente, sin apenas una palabra. La hermana Alicia diciéndole con los mismos labios firmes que tenía que aprobar aritmética. ¿A quién más le importaba que ella aprobase aritmética? Durante años, Therese había conservado los guantes verdes en el fondo de su armarito metálico del colegio, mucho después de que la hermana Alicia se fuera a California. El papel de seda se había quedado lacio y quebradizo como un trapo viejo y ella no había llegado a ponerse los guantes. Al final, se le quedaron pequeños.

Alguien movió la azucarera y el folleto se cayó.

Carol – Patricia Highsmith – Novela Romántica

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