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Carnacki, el cazador de fantasmas

Carnacki, el cazador de fantasmas, relatos de William Hope Hodgson

Carnacki, el cazador de fantasmas, relatos de William Hope Hodgson

Resumen del libro:

En las navidades de 1887 aparece Estudio en escarlata, la primera aventura de Sherlock Holmes. Es el pistoletazo de salida para una carrera que aún no ha concluido y en la que decenas de autores han aportado a lo largo de más de cien años sus propios y peculiares detectives, a semejanza del sabueso de Baker Street. Por aquellos años nace también un tipo especial de investigador, el detective de lo oculto o cazador de fantasmas. El pionero fue el Dr. Martin Hesselius, investigador imaginado por el maestro irlandés de la ghost story Sheridan Le Fanu…

1. La puerta del monstruo

En respuesta a la acostumbrada postal de Carnacki que me invitaba a cenar y a escuchar una historia, me dirigí a Cheyne Walk, encontrándome con que las otras tres personas que siempre eran convocadas a aquellas entrañables tertulias habían llegado poco antes. Cinco minutos más tarde, Carnacki, Jessop, Taylor y yo nos entregábamos a esa «amable ocupación» de cenar.

—Esta vez no has estado fuera mucho tiempo —comenté, dirigiéndome a Carnacki, a punto ya de terminarme la sopa, olvidando, por un momento, que no le gustaba que se abordasen, siquiera, los aspectos colaterales de su historia hasta que no hubiera llegado el instante que consideraba oportuno. Entonces, él se convertiría en todo un torrente de palabras.

—No —respondió lacónicamente, por lo que cambié de tema, haciendo la observación de que me había comprado un nuevo fusil.

Acogió la noticia con un inteligente asentimiento y una sonrisa, lo que me hizo pensar que mi intencionado cambio de conversación había sido aceptado por su parte con genuino buen humor.

Más tarde, acabada la cena, Carnacki se instaló confortablemente en su gran sillón, encendió su pipa, y comenzó a contar su historia, prescindiendo casi de los preliminares:

Como Dodgson observaba hace unos momentos, he estado fuera muy poco tiempo, y por una buena razón… La verdad es que me encontraba muy cerca de este lugar. No voy a revelaros su localización exacta, aunque sí puedo deciros que dista de aquí menos de veinte millas; por eso no creo que un simple cambio de nombre vaya a estropear la historia. ¡Y vaya historia! Es una de las cosas más extraordinarias que jamás me habían ocurrido.

Hace unos quince días recibí una carta de un hombre, a quien daré el nombre de Anderson, solicitándome una entrevista. Acepté recibirle y, cuando llegó, comprendí que lo que quería era que examinara, e incluso que resolviese, un caso antiguo y bien documentado de lo que él llamaba «embrujamiento». Me abrumó con tantos detalles que acepté ocuparme de él, ya que el asunto me parecía sin parangón con ningún caso conocido hasta entonces.

Dos días después, al atardecer, llegué a la casa en cuestión, descubriendo que se trataba de una vieja mansión que se erguía solitaria en medio de sus dominios.

Anderson le había dejado una carta al mayordomo, en la que me rogaba que disculpara su ausencia, y ponía a mi disposición toda la casa para lo que precisase en mis investigaciones.

Era evidente que el mayordomo conocía el objeto de mi visita, así que en el transcurso de la cena, demasiado solitaria para mi gusto, le interrogué a fondo. Era un antiguo sirviente de la casa y sin duda gozaba en ella de privilegios, pues conocía con todo lujo de detalles la leyenda de la Habitación Gris. Por él me enteré de los particulares concernientes a dos cosas que Anderson sólo había mencionado de manera casual. La primera, que a medianoche se podía oír la puerta de la Habitación Gris, abriéndose y cerrándose violentamente, por más que el propio mayordomo se encargara de cerrarla con llave y de que ésta permaneciera con las demás en el manojo que se guardaba en la despensa. La segunda, que la ropa de la cama que había en ella siempre se encontraba amontonada en uno de los rincones de la habitación.

Pero era el batir de la puerta lo que más alteraba al viejo mayordomo. En más de una ocasión, según me confesó, había permanecido despierto, escuchándola y temblando de miedo, pues había momentos en que la puerta no dejaba de abrirse y de cerrarse, ¡plam! ¡plam! ¡plam!, de suerte que resultaba imposible dormir.

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