Resumen del libro:
Durante un viaje por el sur de España, el narrador (un arqueólogo francés) conoce a Don José Lizarrabengoa, un ex militar de origen navarro (de Elizondo, en Baztán). Don José le cuenta una historia terrible: sus amores con Carmen (de Etxalar), una gitana sensual que se cruzó por su camino, le apartó del Ejército y le arrastró hacia el delito, convirtiéndole en un bandido. Don José, ciego de amor por Carmen, toleró que estuviera casada con un bandolero llamado «El Tuerto», a cuya banda Don José se unió y con el que colaboró en emboscadas y crímenes hasta que por celos lo desafió y mató en una pelea de cuchillos. Esta historia inspiró a Bizet su inmortal ópera Carmen.
I
SIEMPRE había sospechado que los geógrafos no saben lo que dicen cuando sitúan el campo de batalla de Munda en el país de los Bastuli-Pœni, cerca de la moderna Monda, a unas dos leguas al norte de Marbella. Según mis propias conjeturas sobre el texto del autor anónimo de Bellum Hispaniense, y algunos datos recopilados en la excelente biblioteca del duque de Osuna, creía que había que buscar en los alrededores de Montilla el lugar memorable donde, por última vez, César se jugó el todo por el todo contra los campeones de la república. Encontrándome en Andalucía a comienzos del otoño de 1830, hice una excursión bastante larga para aclarar las dudas que aún me quedaban. Una memoria, que publicaré próximamente, no dejará ya, así lo espero, la menor duda en el ánimo de los arqueólogos de buena fe. En espera de que mi disertación resuelva al fin el problema geográfico del que están pendientes todos los eruditos europeos, deseo contaros una breve historia que no prejuzga nada sobre la interesante cuestión del emplazamiento de Munda.
Había alquilado un guía y dos caballos en Córdoba, y había emprendido la búsqueda con los Comentarios de César y algunas camisas como único equipaje. Cierto día, vagando por la parte elevada de la llanura de Cachena, extenuado por el cansancio, muerto de sed, abrasado por un sol de plomo, estaba mandando al diablo con toda mi alma a César y a los hijos de Pompeyo, cuando divisé, bastante lejos del sendero por el que transitaba, una pequeña zona de césped verde sembrado de juncos y cañas. Esto me indicaba la proximidad de un manantial. Efectivamente, al acercarme, vi que el supuesto césped era un terreno pantanoso donde se perdía un arroyo, que provenía, al parecer, de una estrecha garganta entre dos altos contrafuertes de la sierra de Cabra. Supuse que remontando la corriente hallaría agua más fresca, menos sanguijuelas y ranas, y quizá algo de sombra en mitad de los peñascos. Al entrar en la garganta, mi caballo relinchó, y otro caballo, que yo no podía ver, le respondió inmediatamente. Apenas hube dado un centenar de pasos cuando la garganta, ensanchándose de pronto, me mostró una especie de circo natural perfectamente sombreado por la altura de las escarpaduras que lo rodeaban. Era imposible encontrar un lugar que prometiera al viajero una parada más agradable. Al pie de unos riscos cortados a pico, el manantial se precipitaba borboteando, y caía en una cuenca pequeña tapizada de arena blanca como la nieve. Cinco o seis bellas carrascas, siempre al abrigo del viento y refrescadas por el manantial, crecían en los bordes y lo cubrían con su frondosa sombra; por fin, alrededor de la fuente, una hierba fina, lustrosa, ofrecía un lecho mejor que el que se hubiera encontrado en cualquier posada en diez leguas a la redonda.
No me correspondía el honor de haber descubierto tan bello lugar. En él se encontraba ya un hombre descansando, que estaba durmiendo, sin duda, cuando llegué. Despertado por los relinchos, se había levantado y se había acercado a su caballo, el cual había aprovechado el sueño de su amo para darse un banquete de hierba por los alrededores. Era un joven gallardo, de estatura media, pero de aspecto robusto, de mirada sombría y altanera. Su tez, que había podido ser bella, se le había puesto, por la acción del sol, más oscura que el pelo. Con una mano sujetaba el ronzal de su cabalgadura, con la otra, un trabuco de cobre. Confesaré que, en el primer momento, el trabuco y el aspecto huraño de su dueño me sorprendieron un poco; pero no creía ya en los bandoleros, a fuerza de oír hablar de ellos y no encontrarlos jamás. Además, había visto a tantos honrados cortijeros armarse hasta los dientes para ir al mercado, que la presencia de un arma de fuego no me autorizaba a poner en duda la moralidad del desconocido. — «Y además —me decía a mí mismo— ¿qué haría él con mis camisas y mis Comentarios de Elzévir?». Saludé, pues, al hombre del trabuco con un movimiento familiar de cabeza, y le pregunté sonriendo si había turbado su sueño. Sin responderme, me miró de arriba a abajo; después, como satisfecho de su examen, miró con la misma atención a mi guía, que se acercaba. Vi a éste palidecer y detenerse, dando muestras de un terror evidente. «¡Mal encuentro!», me dije. Pero la prudencia me aconsejó inmediatamente no manifestar ninguna inquietud. Me apeé; dije al guía que desembridara, y, arrodillándome en la orilla del manantial, sumergí en él la cabeza y las manos; después bebí un buen trago, echado de bruces, como los malos soldados de Gedeón. Observaba mientras tanto a mi guía y al desconocido. El primero se acercaba de mala gana; el otro parecía no tener malas intenciones hacia nosotros, pues había dejado de nuevo en libertad a su caballo, y el trabuco, que al principio mantenía horizontal, estaba ahora dirigido hacia el suelo.
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