Cantares de Ise
Resumen del libro: "Cantares de Ise" de Anónimo
Cantares de Ise (Ise Monogatari) es una obra cumbre de la literatura clásica japonesa, cuya autoría se atribuye a Narijira de Ariuara, un soldado, poeta y amante cortesano que vivió entre los años 825 y 880. Aunque la obra se difundió de forma anónima alrededor del año 950 d.C., sus raíces se remontan al siglo anterior. Narijira, además de protagonista, es el presunto autor de un diario íntimo —actualmente perdido— en el que plasmó 125 episodios autobiográficos, mayormente centrados en el amor, acompañados de los poemas que le inspiraron. Este diario fue reelaborado y completado por un autor anónimo un siglo después, conformando lo que conocemos como Cantares de Ise.
La singularidad de Cantares de Ise radica en su naturaleza multifacética, que desafía las clasificaciones convencionales. Esta obra fusiona elementos de historia novelada, narración lírica, épica dramatizada y ensayo sobre el amor y la muerte, estableciendo así los cimientos de la literatura japonesa. Su importancia trasciende el ámbito temporal, siendo considerada la fuente primordial de dicha literatura, convirtiéndola en un objeto de estudio clave, altamente influyente y posiblemente insuperable.
Esta edición de Cantares de Ise se enriquece con la inclusión de 16 grabados de autor desconocido, provenientes de la primera impresión japonesa de los Ise Monogatari, realizada en Kyoto en el año 1608. Estas ilustraciones, aunque anónimas, añaden una capa visual que complementa y enriquece la experiencia de la lectura.
Antonio Cabezas (1931-2008), originario de Huelva, dedicó su vida a la promoción y divulgación de la cultura y la literatura japonesas en España. Su labor incluyó numerosas traducciones y publicaciones que contribuyeron a popularizar este rico legado cultural en su país natal. Su trabajo, en especial en relación con Cantares de Ise, ha sido fundamental para acercar esta obra maestra al público hispanohablante y para resaltar su importancia en el panorama literario mundial.
PRESENTACIÓN
Los Cantares de Ise han sido indiscutiblemente la obra más estudiada, y la más influyente, de la literatura japonesa. Sólo en los últimos años está empezando a ver la crítica japonesa y extranjera que es también la mejor.
Los Cantares de Ise no es novela ni es historia, no es lírica, ni drama, ni épica, ni ensayo, porque es todas estas cosas a la vez.
Los Cantares de Ise aparecieron bajo un título diferente hacia el año 950 de nuestra era, pero su gestión comenzó cien años antes. El título actual se lo dio casi en seguida la voz anónima y unánime del pueblo.
Cual si fuera un absurdo o «koan» del Zen, esta obra rompe el principio de contradicción, siendo a la vez anónima y no anónima. Anónima, porque el definitivo redactor quiso permanecer, y permanece, en la sombra. No anónima, en cuanto que este redactor trabajó con los materiales que había en el diario íntimo del primer autor, que es a la vez el héroe de los Cantares.
Como Garcilaso, este héroe fue soldado y poeta, el más grande poeta de la literatura japonesa. Se trata de Narijira, hijo de príncipes, arquetipo de Calixto y de Tenorio a la vez, 700 años anterior a los personajes de Rojas y de Tirso.
Nuestra obra ha sido ya traducida: al alemán, en 1876, por August Pfizmaier; al ruso, en 1923, por N. Konrad; al inglés, tres veces: en 1957, por Fritz Vos; en 1968, por Helen Craig McCullough, y en 1972, por H. Jay Harris. Algunos fragmentos fueron traducidos al francés en 1919 por Michel Revon, y en 1934 y 1935, por Georges Bonneau.
Reverberan en esta diminuta perla del Oriente, tan breve y sencilla como honda y exquisita, destellos de la mejor picaresca del Arcipreste de Hita, trozos tan cínicos como algunas páginas de Quevedo, en ocasiones la fantasía y el cabalismo de Góngora, casi siempre la pasión sobria y varonil de Machado, la angustia vital de Unamuno y en todo momento esa finura tan típicamente japonesa que en nuestra civilización occidental sólo halla paralelo en las primitivas trovas de Galicia y Provenza. La obra se desborda en sugerentes ambigüedades, difuminado y huidizo el pálpito y el sentido de las palabras.
Ponderaciones aparte, que ya el lector juzgará, en este prólogo quisiera limitarme a dar la ambientación estrictamente necesaria para posibilitar una lectura ininterrumpida de la obra, sin la impertinencia de aclaraciones marginales.
Porque la obra, en su aparente sencillez, exige explicaciones previas y pide concentración de lectura. Y exige ambas cosas no de parte del hombre occidental tan sólo, sino hasta del japonés de nuestros días, que por cierto encuentra infinitamente más difícil la lectura del original que nosotros el lenguaje del Poema del Cid.
Por otro lado, es muy posible que el mundo descrito en nuestra obra esté psicológicamente más próximo al hispano del siglo XX que a los japoneses actuales. Este aserto estupefaciente merecería un montón de explicaciones, pero no es éste el momento.
Mis comentarios introductorios tienen por fuerza que prescindir de crítica paleográfica y filológica, ya que el lector hispano generalmente desconoce el idioma japonés, tanto moderno como antiguo. Hay también que eliminar una historia de la crítica en esta obra, y bastará decir que los Cantares de Ise han encontrado su Menéndez-Pidal en la señera figura del crítico japonés Kikán Ikeda, fallecido en 1956. Todo cuanto se ha escrito en Japón sobre nuestra obra hasta mediados de este siglo se halla corregido y aumentado en los magistrales estudios de Ikeda
La crítica extranjera, con Konrad y Vos a la cabeza, no hace sino seguir sus huellas. A pesar de ello, y aunque parezca increíble, aún quedaban lagunas por explorar: recursos poéticos, organización de la obra, carácter del héroe…
Vamos, pues, a tocar en este exordio, de la manera más amena y rápida posible, seis temas que me parecen imprescindibles:
1. Traducción.
2. La sociedad japonesa del siglo IX.
3. Historicidad de la obra.
4. Escenario.
5. Gestación, autor y título.
6. Ciclos temáticos y desarrollo de las secuencias.
Si en la edición de «Clásicos Castellanos» del Poema del Cid Menéndez-Pidal se veía obligado a hacer una introducción de noventa páginas, y al pie del texto insertaba innumerables notas, se comprenderá la necesidad de ambientar una obra escrita en Japón doscientos años antes que el Cantar de Ruy Díaz de Vivar.
TRADUCCIÓN
Se ha exagerado bastante la imposibilidad de las traducciones en general, y de las traducciones líricas en particular. Pero cuando se toca el tema de la lírica japonesa, y más si es antigua, su supuesta intraducibilidad se ha exagerado en grado superlativo.
Ya en 1899 W. G. Aston pontificaba con seguridad victoriana que una traducción fiel de la poesía japonesa a lenguas occidentales era imposible. Una generación más tarde, en 1935, Bonneau aseveraba con igual aplomo que la traducción al francés era perfectamente posible. Cuando los técnicos se contradicen tan flagrantemente, hay polémica para rato. Esta polémica llegó a orillas hispanas. Efectivamente, en 1929 Borges proclamaba en Buenos Aires que la traducción podía incluso ser mejor que el original; de paso cotejaba las distintas versiones inglesas de La Odisea y se ponía a averiguar, sin saber griego, cuál era más fiel al original. En 1937, Ortega y Gasset declaraba también en Buenos Aires que la traducción es una empresa utópica, como todo lo humano; de paso observaba que los traductores son gente apocada y servil a la gramática; y como escollo y colofón de su ensayo, decía que es más difícil traducir al francés que a las demás lenguas europeas. ¡Pero Ortega no dominaba todas las lenguas europeas!
Si fuéramos aquí a enfrascarnos en este tema, estaríamos en la faena hasta el día de la catástrofe escatológica. Así es que cortemos por lo sano y digamos cuatro verdades desnudas, sacadas unas de Pedro Grullo y otras del guajiro Sofenio.
Lo primero, y en general, las traducciones son posibles de la misma manera que Aquiles alcanza a la tortuga, y la alcanza corriendo sobre el terreno y no enredándose en aporías escritas sobre pizarras verdes.
Valera traduciendo a Russell Lowell.
Jorge Guillén traduciendo a Valéry.
Juan Ramón, a Poe, Emily Dickinson y Amy Lowell.
Panero, a Shelley.
García Gómez, a Ben Zaydún.
Octavio Paz, a Matsuo Basho.
En segundo lugar, en esto de las traducciones pasa como con los mecánicos y como con los médicos: que los hay buenos y mejores. También es verdad que es más fácil traducir al castellano una novela italiana contemporánea que un poema chino de hace dos mil años. Como más fácil será traducir al sueco la lírica de Aleixandre que la de Rubén Darío.
De tejas abajo, todo es perfectible. Perfectibles son las traducciones, como vive Dios que lo es el mismo original. Sólo Alá es grande. Y en esto, como en todo, hay sus más y sus menos. Pero tomando el texto original como algo tabú e intangible y por ende perfecto, algunas traducciones serán mejores y otras peores. Y alguna podrá ser perfecta; sí, podrá serlo.
Pero vengamos al propósito de nuestra obra. Cuando residía en Irlanda, los campesinos me aseguraban que el legendario presidente De Valera, aún vivo, padre de la independencia y en sus años mozos profesor de matemáticas, era uno de los trece mortales que entendía la teoría de la relatividad de Einstein. Pues bien, entre los doscientos cincuenta millones de hispanohablantes no habrá más de trece personas capacitadas para traducir los Cantares de Ise. Esto será todo lo inmodesto que se quiera, pero es la pura verdad.
Antes de decir una cosa, y como no dispongo de las credenciales de Borges ni de las de Juan Ramón, voy a presentar las que tengo, y sólo porque redundan en la aceptación de la obra. He leído cuanto la biología moderna tiene que decir sobre el problema de la traducción. Domino varias lenguas antiguas y modernas, entre ellas el japonés. Poseo tres licenciaturas, una de ellas en literatura. He consultado todos los críticos japoneses y extranjeros de los Cantares de Ise, y de otras obras igualmente clásicas del Japón. He estudiado minuciosamente las traducciones francesas e inglesas de nuestra obra; y en cuanto a la rusa y a la alemana, idiomas que desgraciadamente desconozco, me he valido de la asistencia de compañeros. Durante mi trabajo he consultado en directo con profesores y traductores japoneses de nuestros clásicos castellanos. He vivido en Japón continuamente durante veinte años, uno detrás de otro. Y como resultado de todo ello he llegado a la conclusión de que es posible traducir al castellano prácticamente todo: el contenido, el sentimiento y la expresión. Sí, también la expresión y hasta la contextura sonora.
Esto no implica que mi traducción lo haya conseguido siempre en el mismo grado. La parte narrativa no ofrece especiales problemas. La lírica es la madre del carnero. Con absoluta sinceridad puedo decir que algunos poemas desmerecen en la traducción; la mayoría, sin embargo, me parecen perfectamente logrados en castellano.
Los eternos recalcitrantes objetarán mil zarandajas: que el cuervo japonés es mayor que el europeo —y poéticamente ¡qué más dará!—, que si en Europa no existe el árbol zelkova, que el sol del poema azteca no es el sol del himno egipcio… Tampoco el sol de las montañas vascas es el sol de la vega granadina, y nadie dice por eso que los vascos son incapaces de entender la lírica de Lorca.
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Autor cuyo nombre no es conocido o no ha sido declarado.