Resumen del libro:
Las buenas intenciones suelen producir mala literatura, decía Flaubert, pensando sin duda en las obras moralizantes. Canción de Navidad es una gloriosa excepción al aforismo. Escrito bajo el peso de las ideas sociales de Dickens, concebido tal vez como una fábula moral para una época, una sociedad y un país determinados, este «villancico en prosa» ha trascendido sus límites para conmover y entusiasmar a los lectores más exigentes de todos los tiempos. Uno de ellos fue Robert Louis Stevenson, que, en un arrebato de entusiasmo, escribió estas palabras: «¡Qué hermoso es para un hombre haber escrito libros como ésos y llenar de piedad los corazones de las gentes!».
El espectro de Marley
Digamos, para comenzar, que Marley estaba muerto. De eso no hay duda. El acta de su entierro fue firmada por el párroco, por el escribano, por el empresario de pompas fúnebres y por el que presidió el duelo. Sí, Scrooge la firmó: y el nombre de Scrooge tenía validez en la Bolsa para cualquier asunto en que él decidiera firmar. El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
¡Cuidado! No quiero dar a entender que yo sepa por mí mismo que el clavo de una puerta sea algo especialmente muerto. Por lo que a mí respecta, me inclinaría a considerar el clavo de un ataúd como la pieza más muerta de todo el comercio de ferretería. Pero la sabiduría de nuestros antepasados se vale de ese símil; y mis manos pecadoras no habrán de alterarlo, pues, de hacerlo, el país estaría perdido. Así que el lector me permitirá repetir, enfáticamente, que Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
¿Sabía Scrooge que Marley estaba muerto? Claro que sí. ¿Cómo no iba a saberlo? Scrooge y él habían sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea testamentario, su único administrador, su único apoderado, su heredero universal, su único amigo y el único que asistió a su entierro. Y añadamos que Scrooge no se sintió profundamente afectado por el penoso acontecimiento, sino que, obrando como un excelente hombre de negocios el día mismo del funeral, consiguió que éste se celebrara por una verdadera ganga.
La mención del funeral de Marley nos trae al punto de partida. No hay duda de que Marley estaba muerto. Debemos comprenderlo con claridad, o nada maravilloso podremos hallar en la historia que voy a relatar. Si no estuviéramos absolutamente convencidos de que el padre de Hamlet había muerto antes del comienzo de la representación, no encontraríamos nada de particular en que diera un paseo nocturno por sus propias murallas, azotadas por el viento del este, con la expresa intención de sobrecoger a la mente enfermiza de su hijo, como tampoco lo sería el hecho de que cualquier otro caballero medieval saliera impulsivamente después de anochecer a dar una vuelta por un lugar ventoso (digamos, por ejemplo, el cementerio de San Pablo).
Scrooge nunca suprimió del rótulo comercial el nombre del viejo Marley. Allí permanecía, años después, sobre la puerta de su almacén: Scrooge y Marley. La firma era conocida como Scrooge y Marley. Algunas gentes recién llegadas al mundo de los negocios se dirigían a Scrooge llamándole, unas veces, Scrooge, y otras, Marley. Él respondía a ambos nombres: le daba igual uno que otro.
¡Ah, pero qué tacaño, cicatero, estrujador, codicioso, rapiñador, avaro, mezquino y viejo pecador era Scrooge! Duro y cortante como un pedernal del que ningún acero pudo sacar jamás una chispa generosa; taciturno, receloso y solitario como una ostra. Su frialdad interior helaba sus viejas facciones, afilaba su puntiaguda nariz, marchitaba sus mejillas, envaraba su forma de andar, enrojecía sus ojos y amorataba sus labios; y hacía que, al hablar, su voz fuera seca y chirriante. Una gélida escarcha se había posado en su cabeza, en sus cejas y en su barbilla hirsuta. Siempre llevaba consigo su propia temperatura glacial; congelaba su oficina en los días más calurosos, y no la deshelaba ni un grado por Navidad.
El frío y el calor externos ejercían poca influencia sobre Scrooge. Ni el tórrido calor le caldeaba, ni el tiempo invernal le resfriaba. No había viento que soplara más crudamente que él, ni nevada que cayera con peores intenciones que las suyas, ni pedrisco menos propicio a la compasión. El mal tiempo era incapaz de dominarlo. La lluvia más torrencial, la nieve, el granizo y la cellisca sólo podían vanagloriarse de aventajarle en un aspecto: los fenómenos atmosféricos solían apaciguarse generosamente, mientras que Scrooge nunca se apaciguaba.
Nadie le paraba en la calle para decirle con expresión risueña: «Mi querido Scrooge, ¿cómo está usted? ¿Cuándo vendrá a visitarme?». Ningún mendigo le suplicó que le diera una limosna; ningún niño le preguntó qué hora era; ningún hombre o mujer le pidió ni una sola vez en su vida que le indicara la dirección de tal o cual lugar. Hasta los perros de los ciegos parecían conocerlo; y, cuando lo veían llegar, tiraban de sus amos hacia los portales y los patios, y agitaban el rabo como si quisieran decir: «Mejor es, mi pobre amo, no tener ojos que echar mal de ojo».
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