Resumen del libro:
Antonio Machado, figura destacada de la Generación del 98, experimentó una profunda transformación durante su estancia en Soria. La tierra castellana impregnó su poesía, reflejando una identificación íntima con el paisaje y el alma de Castilla. “Campos de Castilla”, su obra principal, fusiona la experiencia personal con una reflexión filosófica sobre el destino de España.
En esta colección de poemas, Machado presenta una visión poética y filosófica del paisaje castellano. Sus versos exploran la dualidad entre lo efímero y lo eterno, lo temporal y lo objetivo, revelando la belleza y la dureza de la vida en la región. Los paisajes descritos no son simples escenarios, sino símbolos de una realidad más amplia, reflejando la esencia de una tierra austera y profunda.
A través de “Campos de Castilla”, Machado no solo pinta con palabras los campos, ríos y montañas, sino que también retrata la gente que los habita. La obra revela la tristeza y la esperanza que caracterizan el alma castellana, expresando así el profundo amor y la preocupación del poeta por España. Los poemas no son solo una representación estética, sino también una crítica social, donde Machado aborda temas como la decadencia y la injusticia social.
En resumen, “Campos de Castilla” es una obra que va más allá de la descripción poética del entorno. Es un retrato profundo y complejo de una tierra y una gente, impregnado de reflexiones sobre el devenir histórico y social de España. Machado, a través de sus versos, invita al lector a sumergirse en el alma de Castilla y a reflexionar sobre su propio destino.
En un tercer volumen publiqué mi segundo libro, Campos de Castilla (1912). Cinco años en la tierra de Soria, hoy para mí sagrada —allí me casé; allí perdí a mi esposa, a quien adoraba—, orientaron mis ojos y mi corazón hacia lo esencial castellano. Ya era, además, muy otra mi ideología. Somos víctimas —pensaba yo— de un doble espejismo. Si miramos afuera y procuramos penetrar en las cosas, nuestro mundo externo pierde en solidez, y acaba por disipársenos cuando llegamos a creer que no existe por sí, sino por nosotros. Pero si, convencidos de la íntima realidad, miramos adentro, entonces todo nos parece venir de fuera, y es nuestro mundo interior, nosotros mismos, lo que se desvanece. ¿Qué hacer entonces? Tejer el hilo que nos dan, soñar nuestro sueño, vivir; sólo así podremos obrar el milagro de la generación. Un hombre atento a sí mismo, y procurando auscultarse, ahoga la única voz que podría escuchar: la suya; pero le aturden los ruidos extraños. ¿Seremos, pues, meros espectadores del mundo? Pero nuestros ojos están cargados de razón, y la razón analiza y disuelve. Pronto veremos el teatro en ruinas, y, al cabo, nuestra sola sombra proyectada en la escena. Y pensé que la misión del poeta era inventar nuevos poemas de lo eterno humano, historias animadas que, siendo suyas, viviesen, no obstante, por sí mismas. Me pareció el romance la suprema expresión de la poesía y quise escribir un nuevo Romancero. A este propósito responde La tierra de Alvargonzález. Muy lejos estaba yo de pretender resucitar el género en su sentido tradicional. La confección de nuevos romances viejos —caballerescos o moriscos— no fue nunca de mi agrado, y toda simulación de arcaísmo me parece ridícula. Cierto que yo aprendí a leer en el Romancero general que compiló mi buen tío don Agustín Duran; pero mis romances no emanan de las heroicas gestas, sino del pueblo que las compuso y de la tierra donde se cantaron; mis romances miran a lo elemental humano, al campo de Castilla y al Libro Primero de Moisés, llamado Génesis.
Muchas composiciones encontraréis ajenas a estos propósitos que os declaro. A una preocupación patriótica responden muchas de ellas; otras, al simple amor de la Naturaleza, que en mí supera infinitamente al del Arte. Por último, algunas rimas revelan las muchas horas de mi vida gastadas —alguien dirá: perdidas— en meditar sobre los enemigos del hombre y del mundo.
A. M.
(En Páginas escogidas. Editorial Calleja. Madrid, 1917).