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Caín

Portada del libro Caín, por Lord Byron

Resumen del libro:

Desde su infancia, Byron estuvo obsesionado con la tragedia de los dos hermanos, Caín y Abel. Sobre todo le indignaba el terrible castigo soportado por aquel fratricida, predestinado por Yavé a matar a su hermano Abel. Esto le sirvió para ilustrar la miseria de la presunta libertad humana y las despiadadas injusticias de Yavé.

CAÍN, VERDUGO DE YAVÉ

El tratado de Westfalia, que en 1648 puso fin a la guerra de los Treinta años, consolidó el declive de la Europa meridional, católica y latina, frente al auge de la Europa septentrional, anglosajona y protestante. Esto no quiere decir que los países de este último bloque tuviesen un carácter homogéneo ni que las profundas transformaciones que en él se operaron fueran sincrónicas en todas sus naciones. Basta recordar que cuando los franceses guillotinaron a su rey, habían pasado ya más de doscientos cuarenta años desde que los ingleses decapitaran al suyo. La primera de estas muertes reforzó el parlamentarismo; la segunda dio paso a una república. Los desarrollos económicos que se dieron en Inglaterra durante los años de guerra fueron, en realidad, más revolucionarios que los desarrollos políticos que siguieron, en Francia, al conflicto bélico.

La explotación industrial de los nuevos inventos hicieron que se extendiera la producción y el comercio, lo cual aceleró el crecimiento urbano y, finalmente, contribuyó a que la industria predominase sobre la agricultura. La economía feudal, anclada en las labores del campo, se derrumbó o se transformó, según que fuese, respectivamente, un terrateniente o un burgués industrial quien describiera el proceso. A principios del siglo XVIII, el latifundista era el amo del condado, el cacique que fijaba los precios de los bienes fundamentales, el que elegía a sus diputados en el parlamento, el que mantenía económicamente las escuelas y los caminos, y el juez de paz que dirimía las controversias locales. Sin embargo, desde principios del siglo XIX empezó a considerarse que la agricultura constituía una mala inversión en comparación con lo que podían rentar a los señores de Londres las acciones de la Compañía de las Indias o las de las Midland Potteries. Pequeños núcleos de población, como Liverpool, Manchester, Sheffield o Birmingham, es decir, los centros donde se habían instalado telares, industrias metalúrgicas o compañías navales, soportaron un crecimiento desmedido. Inglaterra tuvo ya en el siglo XVII su revolución política, y su revolución industrial y artística un siglo después. En la época de la gran controversia entre clasicismo y romanticismo apenas quedaba nada de la tradición clásica inglesa.

Lamentablemente no todos los ciudadanos se beneficiaron por igual de los logros alcanzados. La industrialización reportó beneficios materiales a muchos y prometió a todos otros mayores aún. Pero se dieron retrocesos cruciales. La regulación del trabajo que se implantó en la vida de la fábrica y la introducción masiva de maquinaria nueva despertó una violenta hostilidad hacia una mecanización que generaba un nivel de producción desconocido hasta entonces. La imagen de los obreros que disparaban contra los relojes públicos o la de los seguidores de Lud destruyendo una maquinaria a la que achacaban la causa de sus despidos resultaban muy elocuentes. En situaciones y lugares concretos, la mecanización industrial condujo a la expulsión de muchos trabajadores del mercado laboral y amenazó con la posibilidad de no asegurar el sustento de muchos más. Los nuevos empresarios forzaron la prohibición legal de los sindicatos obreros, lo que se tradujo en el recurso a acciones ilegales y violentas. A finales de 1811, el peor año de la guerra y el que resultó más negativo económicamente para Inglaterra, la destrucción de maquinaria industrial se extendió a varios condados. El gobierno trató de abortar el sabotaje mediante leyes que condenaban a muerte a los militantes del ludismo.

Por otra parte, las ambiciones imperialistas de Napoleón desorientaron a muchos que habían simpatizado con los ideales políticos de la revolución. Ello explica numerosas contradicciones. Por ejemplo, Byron, que tenía «un temperamento de derechas y unas ideas de izquierdas», era un laborista fascinado por lo que Napoleón representaba, aunque la actitud que retrató en el canto tercero de Childe Harold resultaba demasiado ambivalente para contentar a bonapartistas tan fervientes como Hezlitt. Esto no evitó que ciertos conservadores, que contribuirían mucho a la caída de Napoleón, como el duque de Wellington, se enemistaran también con Byron. Diez meses después de la batalla de Waterloo, el poeta, despechado, abandonaba Inglaterra para no volver jamás. Luego, durante su estancia en Grecia, al ver que unos marineros ingleses arrancaban con un pico las metopas del templo de Atenea para obtener un beneficio económico, exclamó: «Inglaterra es una nación de tenderos engreídos».

Pocos caballeros eran conscientes de lo que ocurría en las fábricas y en las ciudades desbordadas por un crecimiento demográfico que deterioraba viviendas y servicios. Fue necesario que Engels denunciara públicamente esa terrible situación para que muchos tomaran consciencia de ella. Unas condiciones laborales e higiénicas que hoy resultarían insoportables hicieron que muchos obreros recurrieran a las drogas que se vendían en las farmacias a precios razonables. Thomas de Quincey nos ha legado un cuadro terrible de la situación en sus Confesiones de un inglés comedor de opio.

La miseria económica y social hizo también que floreciera la religión mediante una reforma del anglicanismo, en sintonía con las iglesias protestantes que se extendían por el continente. Mientras las familias más pudientes practicaban una caridad parroquial, el nuevo proletariado industrial se acogía a la nueva iglesia metodista. Todo esto no impidió que se creara en Londres un club de ateos y que proliferaran los libelos antirreligiosos. En este ambiente librepensador fue educado Byron, cuya ambigüedad ideológica le conducía a leer a Voltaire sin abandonar el estudio de la Biblia, que diariamente consultaba en una primorosa y rica encuadernación que su hermanastra le había regalado. Investido con los honores de un título nobiliario que no esperaba y en posesión de una considerable fortuna que le permitía la financiación de algunas causas políticas e incluso bélicas, pronto se convirtió en piedra de escándalo y de admiración. Cabe imaginar la indignación de los asistentes cuando, en su discurso de presentación en la Cámara de los lores, exigió una mayor comprensión del movimiento obrero al tiempo que se permitía solicitar la disolución de una institución a la que no se pertenecía por méritos propios sino en virtud del nacimiento y el linaje.

Su amistad con Shelley agudizó su ateísmo y radicalizó su compromiso con el proletariado industrial. Cabe recordar la carta que éste le escribió para informarle de la situación en Inglaterra hacia 1816, es decir, cuando Byron había abandonado su patria para siempre: «Toda la estructura de la sociedad presenta un aspecto amenazador. Lo más duro del cambio que se acerca es la expansión que han adquirido los movimientos obreros y la violencia creciente de los demagogos. Sin embargo, el pueblo parece tranquilo hasta en situaciones de suma excitación. Por ello, podría darse una reforma sin que se llegara a una revolución. Espero que no se dé un derrocamiento total, que nos dejaría presos de la anarquía y de unos demagogos incultos. La guerra cercana podría también generar una reforma más radical de las instituciones inglesas».

Los británicos eran, ciertamente, amantes de la libertad, pero los líderes de la clase emergente sabían cómo inspirar obediencia. Los miembros de esa clase se sentían orgullosos de sí mismos y se esforzaban en cumplir el código no escrito del gentleman, lo cual despertaba admiración. E. Barker ha hecho ver que el prestigio internacional de Inglaterra se debe más a la exportación del ideal de gentleman que a la exportación del carbón. El gentleman recibía una alta valoración basada en el honor personal, que no toleraba mentiras y que tenía un elevado sentido de la responsabilidad respecto al ejercicio de su papel. Vivía en una casa señorial, rodeada de jardines, y, como escribió Arthur Bryant, «cazaban, tiraban al blanco, leían, paseaban, hacían bocetos o escribían libros, aunque sin ánimo de obtener beneficios. Por lo general, entregaban el manuscrito a un amigo, y éste se encargaba de editarlo». Algún gentleman era también dandy, lo que implicaba vestirse elegantemente como indicando que no se manchaba trabajando. Eran los días en que se podía ver a Brummel a caballo por Bondstreet mientras sujetaba las riendas con dos dedos con la delicadeza del caballero que toma una pizca de rapé de una cajita de plata.

Ante la falta de penetración de la ideología igualitaria, amos y siervos mantuvieron su condición respectiva. Pero sus relaciones estaban personalizadas e incluso compartían actividades, principalmente deportivas. En el cricket, por ejemplo, la superioridad se establecía por la destreza en el juego.

La Inglaterra decimonónica era un país rico. Pese a la crisis económica, que se produjo en torno a 1814, emergió de la guerra más próspero que antes de ella. Merced al nacimiento de la industria, a la extensión del comercio y a un trabajo tenaz y muchas veces agotador, la nueva burguesía empezó a enriquecerse. Para desgracia de quienes dejan al azar la jefatura del estado, el rey Jorge III se volvió loco. Sus guardianes en el castillo de Windsor le oían a altas horas de la noche interpretar a Händel en un armonio. Fue preciso que su propio hijo primogénito se hiciese cargo de la regencia. Este interregno llenó los años en que Byron permaneció en Inglaterra. El regente era un esteta brillante, aunque superficial, con un gran don de gentes, pero inmoderado y holgazán, que combatió con mano de hierro tanto las críticas de la prensa como las revueltas obreras. Su regencia y su posterior reinado marcó todo un estilo dentro del cual floreció el dandismo.

El movimiento ideológico, literario y artístico que se extendió en estos tiempos turbulentos por toda Europa fue el romanticismo. Si el romanticismo francés presentaba características de franca ruptura con la tradición clásica, el romanticismo inglés parecía ser una constante en la patria de Byron. Su sensibilidad específica se había anunciado ya en los Poetical Sketches de Blake (1783) y las Lyrical Ballads que Wordsworth y Coleridge publicaron en 1798. Byron, Shelley y Keats fueron sus autores representativos, tan famosos en su época como las novelas históricas de Walter Scott.

Ahora bien, mientras el romanticismo inglés arrancaba en lo social de los elementos liberales contra la deshumanización y el mercantilismo de la revolución industrial, el francés procedía de la reacción de los estratos conservadores contra la revolución política. Derrotado Napoleón, muchos ingleses quedaron desorientados hasta tal punto que la burguesía progresista tomó conciencia de la fragilidad de su clase social. El primer romanticismo, esto es, el de Shelley, Keats y Byron, significó una protesta contra toda explotación y esclavitud; el ansia de libertad, específicamente romántica, impulsó la lucha contra la opresión de la clase obrera, en el ámbito industrial, y contra la invasión de una nación por otra. Así hay que entender la reacción del Byron maduro contra la tiranía de Yavé, contra la injusticia de la ocupación de Italia por los austríacos y contra la ocupación de Grecia por los turcos.

Caín – Lord Byron

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