Resumen del libro:
El 27 de enero de 1940, Isaak Bábel fue ejecutado de un tiro en la nuca a la edad de cuarenta y cinco años en alguno de los sótanos moscovitas donde se ajusticiaba a los “enemigos del pueblo”. El autor, una de las innumerables víctimas del estalinismo que vieron destruida su vida y su obra, tuvo, no obstante, la fortuna de ver publicada su creación más lograda. Y hoy el lector se encuentra ante la versión más fiel de la obra. El goteo de relatos que fueron apareciendo entre 1920 y 1925, por un lado, nos permite asistir a la fracasada campaña de los soviéticos contra Polonia, y, por otro, ofrece una nueva manera de entender la literatura. Siguiendo el ejemplo de Chéjov y Maupassant, el escritor, ante lo novedoso de su experiencia, crea nuevas maneras de narrarla. La condición de judío ruso en un mundo dominado por los cosacos, la inseparable convivencia entre los altos ideales y los más sangrientos actos que se comenten en aras de aquellos, el drama de un pueblo que busca una “internacional de buenas personas”, el gemido de un futuro cierto y el silencio del combate, sangre y lamento, hurras y sollozos, todo se funde en unas narraciones que se han convertido en un clásico universal.
El paso del Zbruch
El jefe de la Sexta División informó de que Novograd-Volinsk había sido tomada al amanecer. El Estado Mayor partió de Krapivno y nuestro convoy se extendió a modo de ruidosa retaguardia por la carretera que lleva de Brest a Varsovia, una calzada construida por Nicolás I con huesos campesinos.
Campos de púrpuras amapolas florecen a nuestro alrededor, el viento del mediodía juega en el centeno que se torna amarillo, el trigo sarraceno se eleva virginal en el horizonte como el muro de un lejano monasterio. El callado Volín corre sinuoso; el río se aleja de nosotros hacia la niebla perlada de los bosques de abedules, penetra en los oteros cubiertos de flores y, con sus brazos cansados, se enmaraña en la maleza del lúpulo. El sol naranja rueda por el cielo como una cabeza cortada, una luz delicada se enciende en los desfiladeros de las nubes, los estandartes del ocaso ondean sobre nuestras cabezas. El olor de la sangre de ayer y de los caballos muertos gotea sobre el fresco del atardecer. El Zbruch, ennegrecido, zumba y retuerce los espumosos nudos de sus rápidos. Los puentes están destruidos, vadeamos el río. La luna majestuosa descansa sobre las olas. Los caballos se sumergen en el agua hasta el lomo, torrentes sonoros chorrean entre centenares de patas. Alguien se ahoga y se lo echa en cara a voces a la Virgen. El río, sembrado de los negros cuadrados de los carros, se llena de estruendo, silbidos y canciones que retumban sobre las sierpes lunares y los brillantes huecos.
Muy avanzada la noche llegamos a Novograd. En el alojamiento al que me han destinado encuentro a una mujer embarazada y dos judíos pelirrojos de cuellos delgados; un tercero duerme ya, cubierto hasta la cabeza y acurrucado contra la pared. En el cuarto en que me alojan veo los armarios revueltos, jirones de pellizas de mujer por el suelo, heces humanas y trizas del vaso sagrado que los judíos usan una vez al año, por Pascua.
–Recoja esto –le digo a la mujer–. Entre qué porquería viven, señores…
Los dos judíos se ponen en movimiento. Dan saltitos sobre sus suelas de fieltro y recogen del suelo los restos; brincan mudos, cual simios, como japoneses en el circo, sus cuellos se hinchan y giran. Depositan en el suelo un colchón reventado y yo me acuesto mirando hacia la pared, junto al tercer judío, que duerme. La espantadiza miseria se cierra al instante sobre mi lecho.
El silencio lo mata todo y sólo la luna, que se agarra con las manos azules su oronda, brillante y despreocupada cabeza, vagabundea tras la ventana.
Desperezo mis piernas entumecidas, acostado sobre el destripado colchón y me duermo. Sueño con el jefe de la Sexta División. Éste, montado sobre un potro pesado, persigue al jefe de brigada y le planta dos balazos en los ojos. Las balas le atraviesan la cabeza y ambos ojos caen al suelo. «¿Por qué has hecho dar media vuelta a la brigada?», le grita Savitski, el jefe de división, al herido.
Entonces me despierto porque la mujer embarazada palpa con sus dedos mi cara.
–Pan –me dice–, está usted gritando en sueños y no para de moverse. Le pondré la cama en otro rincón, porque le está dando golpes a mi padre.
La mujer levanta del suelo sus delgadas piernas, alza el vientre abultado y retira la manta que cubre al hombre dormido. El viejo yace muerto, tumbado de espaldas. Tiene el gaznate arrancado, la cara cortada por la mitad de un tajo, y la sangre azul cubre su barba como un pedazo de plomo.
–Pan –me dice la judía y sacude el colchón–. Han sido los polacos, y mientras tanto él les suplicaba: matadme en el patio trasero, que mi hija no vea cómo muero. Pero ellos hicieron lo que les vino en gana. Expiró en este cuarto, y pensaba en mí… Y yo ahora quiero saber –dijo de pronto la mujer con una fuerza terrible–, quiero saber, en qué otro lugar de la tierra se podría encontrar un hombre como mi padre…
Novograd-Volinsk, julio de 1920
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