Resumen del libro:
Breve historia del erotismo de Georges Bataille es un libro que explora las diversas formas y manifestaciones del erotismo a lo largo de la historia de la humanidad. El autor, un filósofo y escritor francés, se propone mostrar cómo el erotismo es una fuerza que trasciende las normas sociales y morales, y que busca la comunión con lo sagrado a través de la transgresión y el exceso.
El libro se divide en cuatro partes: la primera trata sobre el erotismo sagrado de las sociedades primitivas, donde el sexo se vincula con el sacrificio y la violencia; la segunda aborda el erotismo profano de las civilizaciones antiguas y medievales, donde el sexo se asocia con el arte y la belleza; la tercera analiza el erotismo moderno de los siglos XVIII y XIX, donde el sexo se convierte en una forma de rebelión y subversión; y la cuarta examina el erotismo contemporáneo del siglo XX, donde el sexo se somete a la racionalidad y al consumo.
Bataille no pretende ofrecer una historia exhaustiva ni objetiva del erotismo, sino más bien una reflexión personal y provocativa sobre su significado y su papel en la cultura. Su estilo es claro y directo, pero también lleno de metáforas e imágenes sugerentes. Su obra es una invitación a cuestionar los límites entre lo permitido y lo prohibido, entre lo humano y lo divino, entre lo individual y lo colectivo.
Breve historia del erotismo es un libro que no deja indiferente a nadie. Es una obra que desafía al lector a confrontar sus propias ideas y sentimientos sobre el sexo y el amor. Es un libro que nos muestra que el erotismo es mucho más que un simple acto físico, sino una experiencia vital y espiritual.
I. LA CONCIENCIA DE LA MUERTE
1. El erotismo, la muerte y el «diablo»
La simple actividad sexual es diferente del erotismo: la primera se da en la vida animal y sólo la vida humana muestra una actividad que define, tal vez, un aspecto «diabólico» al cual conviene el nombre de erotismo.
Es verdad que «diabólico» se vincula con el cristianismo. No obstante, según todas las apariencias y aun cuando el cristianismo era algo lejano, la más antigua humanidad conoció el erotismo; los documentos de la prehistoria son sorprendentes: las primeras imágenes de los hombres, pintadas en las paredes de las cavernas, tienen el sexo erguido. No tienen nada estrictamente «diabólico»: son prehistóricas, y en ese tiempo el diablo… ¡a pesar de todo!
Si «diabólico» significa esencialmente la coincidencia de la muerte y del erotismo, si el diablo no es otra cosa sino nuestra locura, si lloramos, si largos sollozos nos desgarran —o si nos domina una risa enloquecida—, podremos dejar de percibir, ligada al erotismo naciente, la preocupación y el tormento de la muerte, de la muerte en un sentido trágico, aun cuando risible al persistir. Aquellos que la mayoría de las veces se representaron en estado de erección, sobre las paredes de sus cavernas, no diferían de las bestias únicamente a causa del deseo que de esta manera estaba asociado —en principio— a la esencia de su ser. Lo que sabemos de ellos nos permite decir que sabían —cosa que ignoran los animales— que morían…
Desde muy antiguo los hombres tuvieron un conocimiento temeroso de la muerte. Las imágenes de los hombres con el sexo erguido datan del Paleolítico superior. Se cuentan entre las más antiguas figuraciones (precediéndonos en veinte o treinta mil años). Pero las más antiguas sepulturas, que corresponden a ese conocimiento angustiado de la muerte, son sumamente anteriores: para el hombre del Paleolítico inferior la muerte tenía ya un sentido tan grave —y tan claro— que al igual que nosotros le da sepultura a los cadáveres de los suyos.
De esta manera la esfera «diabólica», a la cual el cristianismo le otorga, como sabemos, el sentido de la angustia, es en su esencia contemporánea de los hombres más antiguos. Ante los ojos de aquellos que creen en el diablo, la ultra-tumba es diabólica… pero la esfera «diabólica» ya existe, de una forma embrionaria, desde el instante en que los hombres —o al menos los ancestros de su especie— reconocieron que morían y vivieron en la espera, en la angustia de la muerte.
2. Los hombres prehistóricos y las cavernas pintadas
Una dificultad singular nace a causa de que el ser humano no es un ser acabado. Esos hombres que por primera vez sepultaron a sus semejantes muertos y cuyos huesos encontramos en verdaderas tumbas, son muy posteriores a los más antiguos restos humanos. No obstante esos hombres que eran los primeros en preocuparse por los cadáveres de los suyos, no eran todavía exactamente seres humanos. Los cráneos que nos dejaron todavía tienen rasgos simiescos: su mandíbula es prominente y la mayor parte de las veces su arco superciliar está bestialmente guarnecido por un reborde óseo. Por otra parte esos seres primitivos no tenían la perfecta estación erguida que tanto moral como físicamente nos designa y nos afirma… Sin lugar a dudas se mantenían parados; pero sus piernas no estaban netamente levantadas como las nuestras. Debemos pensar también que al igual que los monos tendrían un sistema piloso que los recubriría y los protegería del frío… No solamente por los esqueletos y las sepulturas que deja conocemos a aquellos seres a los cuales los prehistoriadores designan con el nombre de Hombre de Neanderthal, sino que tenemos sus instrumentos de piedra tallada, que representan un progreso en relación con los de sus padres. Éstos fueron menos humanos en su conjunto y, por lo demás, el Hombre de Neanderthal fue superado a su vez demasiado rápido por el Homo sapiens, el cual es en todos los aspectos nuestro semejante. (A despecho de su nombre éste no sabía casi nada más que ese ser, aún vecino del mono, que le precedía, pero físicamente era nuestro semejante).
Tanto al Hombre de Neanderthal como a sus predecesores los historiadores lo llaman Homo faber (hombre obrero). Desde que aparece la herramienta adaptada a un uso y construida de acuerdo con ese uso, se trató, efectivamente, del hombre. Si se admite que saber es esencialmente «saber hacer», el útil es la prueba del conocimiento. Los más antiguos restos del hombre arcaico, osamentas acompañadas de herramientas, fueron encontrados en África del Norte (en Ternifine Palikao) y datan de alrededor de un millón de años. Pero el tiempo en que la muerte se vuelve consciente, señalado por las primeras sepulturas, tiene ya un inmenso interés (en particular en el plano del erotismo). Su fecha es mucho más tardía: en principio se trata de cien mil años antes de nosotros. Por último la aparición de nuestro semejante, de aquél cuyo esqueleto establece sin equívoco la pertenencia a nuestra especie (si no se tienen en cuenta los restos de osamentas aisladas sino de tumbas numerosas y ligadas a toda una civilización), nos remite como máximo a una antigüedad de treinta mil años.
Treinta mil años… Y esta vez no se trata de restos humanos ofrecidos por las excavaciones a la ciencia, a la prehistoria, que los interpreta y que, necesariamente, desecha…
Se trata de signos resplandecientes… de signos que alcanzan la sensibilidad más profunda: esos signos poseen, por último, la fuerza para conmover y, sin duda alguna, en el futuro ya nunca dejarán de turbarnos. Esos signos son las pinturas que los hombres más antiguos dejaron sobre las paredes de las cavernas donde debieron celebrar sus ceremonias encantatorias…
Hasta la aparición del Hombre de] paleolítico superior, al que la prehistoria designó con un nombre poco justificado (de Homo sapiens) el hombre de los primeros tiempos sólo es, aparentemente, un intermediario entre el animal y nosotros. En su oscuridad este ser necesariamente nos fascina, pero en su conjunto los restos que nos deja no agregan nada a esta fascinación informe. Aquello que sabemos de él y que nos interesa interiormente no se dirige, en primer término, a la sensibilidad. Si de sus costumbres fúnebres extraemos la conclusión de que tenía conciencia de la muerte, esta conclusión sólo interesa inmediatamente a la reflexión. Mas al Hombre del Paleolítico superior, al que la historia ha designado con el nombre de Homo sapiens, lo conocemos actualmente por signos que no sólo nos impresionan por una excepcional belleza (sus pinturas son a menudo maravillosas), sino que aún llegan hasta nosotros por el hecho de que nos ofrecen el testimonio múltiple de su vida erótica.
El nacimiento de esta emoción extrema que designamos con el nombre de erotismo, y que opone el hombre al animal, es un aspecto esencial del aporte que las investigaciones prehistóricas realizan al conocimiento.
3. El erotismo está ligado al conocimiento de la muerte
El paso del hombre todavía un poco simiesco de Neanderthal a nuestro semejante, ese hombre acabado cuyo esqueleto en nada difiere del nuestro y del cual las pinturas, o los grabados en los que figura, nos hacen saber que había perdido el abundante sistema piloso del animal, fue aparentemente decisivo. Hemos visto que el hombre velludo de Neanderthal tenía conocimiento de la muerte. Y es a partir de ese conocimiento, que opone la vida sexual del hombre a la del animal, que aparece el erotismo. El problema no ha sido planteado; en principio el régimen sexual del hombre que, como en la mayoría de los animales, no es periódico, parece derivar del régimen del mono. Pero el mono difiere esencialmente del hombre por cuanto no tiene conocimiento de la muerte. Frente a un congénere muerto la conducta del mono expresa indiferencia, en tanto que el hombre aún imperfecto de Neanderthal, enterrando el cadáver de los suyos, lo hace con un cuidado supersticioso que expresa al mismo tiempo el respeto y el miedo. La conducta sexual del hombre muestra, como en general la del mono, una intensa excitación que no interrumpe ningún ritmo periódico, pero al mismo tiempo está marcada por una reserva ignorada por los animales y que, en particular, no muestran los monos… El tormento frente a la actividad sexual recuerda, por lo menos en un sentido, el tormento frente a la muerte y los muertos. En ambos casos la «violencia» nos sobrepasa extrañamente: lo que pasa es extraño al orden dado de las cosas, al cual se opone en cada oportunidad esta violencia. En la muerte hay una indecencia que es, sin duda, diferente a lo que la actividad sexual tiene de incongruente. La muerte está asociada a las lágrimas y a veces el deseo sexual a la risa. Pero la risa no es, en la medida en que parece serlo, lo contrario de las lágrimas: tanto el objeto de la risa como el de las lágrimas se vinculan a una especie de violencia que interrumpe el curso regular, el curso habitual de las cosas. Las lágrimas se vinculan habitualmente a acontecimientos inesperados, que nos desoían, pero por otra parte un resultado feliz e inesperado nos conmueve hasta tal punto que en ciertas oportunidades lloramos. Es evidente que el desorden sexual nos produce lágrimas, pero siempre nos trastorna, a veces nos devasta y una de dos: o nos hace reír o nos compromete en la violencia del abrazo.
Es difícil percibir clara y distintamente la unidad de la muerte, o de la conciencia de la muerte, y del erotismo. En su comienzo el deseo exasperado no puede oponerse a la vida, que es su resultado. El momento erótico es la cima de la vida cuya mayor fuerza e intensidad se muestran en el momento en que dos seres se atraen, se acoplan y se perpetúan. Se trata de la vida, se trata de reproducirla, pero reproduciéndose la vida desborda: al desbordar alcanza el extremo delirio. Esos cuerpos mezclados, que se tuercen, que desfallecen y se abisman en excesos de voluptuosidad, van en sentido contrario al de la muerte que más tarde los consagrará en el silencio de la corrupción.
En efecto, según las apariencias el erotismo está ligado para todo el mundo al nacimiento, a la reproducción que reconstruye sin fin sobre los estragos de la muerte.
No es menos cierto que el animal, el mono cuya sensualidad a veces se exaspera, ignora el erotismo. Lo ignora en la medida en que le falta el conocimiento de la muerte. Contrariamente, es a causa de que somos humanos y de que vivimos en la sombría perspectiva de la muerte, que conocemos la violencia exasperada, la violencia desesperada del erotismo.
Es verdad: al hablar en los límites utilitarios de la razón, percibimos el sentido práctico y la necesidad del desorden sexual. ¿Se habrán equivocado aquellos que a su fase terminal le dan el nombre de «pequeña muerte», al señalar su sentido fúnebre?
4. La muerte en el fondo del «pozo» de la caverna de Lascaux
¿No hay en las reacciones oscuras —inmediatas— relacionadas con la muerte y el erotismo, tal como creo posible interpretarlos, un valor decisivo, un valor fundamental?
Al comienzo hablé de un aspecto «diabólico» que tendrían las más viejas imágenes del hombre que han llegado hasta nosotros.
Pero este elemento «diabólico», la maldición ligada a la actividad sexual ¿aparece realmente en dichas imágenes?
Al encontrar entre los documentos prehistóricos más antiguos el tema que ilustra la Biblia, me imagino que introduzco, finalmente, el problema más grave. Al reencontrar, o por lo menos diciendo que reencuentro, en lo más profundo de la caverna de Lascaux, el tema del pecado original, ¡el tema de la leyenda bíblica!, ¡la muerte ligada al pecado, ligada a la exaltación sexual, al erotismo!
Sea como sea, esta caverna plantea, en una especie de pozo que no es sino una infructuosidad natural —muy difícilmente accesible— un enigma desconcertante.
Bajo la forma de una pintura excepcional el hombre de Lascaux supo enterrar en lo más profundo este enigma que nos propone. A decir verdad, para él no había enigma. Ese hombre y ese bisonte, a los que representaba, tenían un sentido claro. Pero ahora nosotros debemos desesperarnos frente a la imagen oscura que nos ofrecen las paredes de la caverna: la de un hombre que se cae, que tiene el rostro de pájaro y muestra el sexo erguido. Este hombre está extendido frente a un bisonte herido, que va a morir, pero que haciéndole frente al hombre pierde horriblemente sus entrañas.
Un carácter oscuro y extraño aísla esta escena patética con la cual no puede compararse ninguna otra obra de la misma época. Sobre el hombre caído hay un pájaro, dibujado por el mismo trazo en la extremidad de una estaca, que termina por turbar el pensamiento.
Más lejos, hacia la izquierda, se aleja un rinoceronte, pero seguramente no está ligado a la escena en la cual el bisonte y el hombre-pájaro parecen unidos por la proximidad de la muerte.
El abate Breuil ha sugerido que el rinoceronte podría, después de haber abierto el vientre del bisonte, alejarse lentamente de los agonizantes. Pero claramente, la composición le atribuye al hombre, al venablo que sólo la mano del agónico pudo lanzar, el origen de la herida. El rinoceronte, por el contrario, me parece independiente de la escena principal, que podría, por otra parte, quedar inexplicable para siempre…
¿Qué decir de esta evocación sorprendente, enterrada desde hace milenios en esa profundidad perdida, inaccesible?
¿Inaccesible? En nuestros días, exactamente desde hace veinte años, sólo cuatro personas puede admitirse, en rigor, que hayan visto la imagen que yo opongo y que al mismo tiempo asocio a la leyenda del Génesis. La caverna de Lascaux fue descubierta en 1940 (exactamente el 12 de setiembre). Desde entonces sólo un pequeño número de personas pudieron descender al fondo del pozo. Pero la fotografía nos hizo conocer perfectamente esa pintura excepcional: dicha pintura, lo repito, evoca a un hombre con cabeza de pájaro, tal vez muerto, caído en todo caso frente a un bisonte en agonía y que se abandona a la furia…
En una obra sobre la caverna de Lascaux escrita hace seis años me prohibía explicar personalmente esta escena sorprendente. Me limitaba a referir la interpretación de un antropólogo alemán que la vinculaba con un sacrificio yakuto y veía en la actitud del hombre el éxtasis de un chamán al que aparentemente una máscara disfraza de pájaro. El chamán —el hechicero— de la era paleolítica no habría diferido mucho de un chamán, de un hechicero siberiano de los tiempos modernos. A decir verdad la interpretación sólo tiene, a mis ojos, un mérito: subrayar «la extrañeza de la escena». Después de dos años de vacilación me pareció posible adelantar, carente de una hipótesis precisa, un principio. Basándome en el hecho de que «la expiación consecutiva a la muerte del animal es obligatoria en los pueblos cuya vida en cierta medida se parece a la de las pinturas de las cavernas» yo afirmaba en una nueva obra:
«El tema de esta célebre pintura (que suscita explicaciones contradictorias, numerosas y frágiles) sería la muerte y la expiación».
El chamán expresaría, al morir, la muerte del bisonte. La expiación por la muerte de los animales matados en la caza es obligatoria para numerosas tribus de cazadores.
Habiendo pasado cuatro años, la prudencia del enunciado me parece excesiva. La afirmación, carente de comentarios, tenía poco sentido. En 1957 todavía me limitaba a decir:
«Por lo menos esta manera de ver tuvo el mérito de sustituir la evidentemente pobre interpretación mágica (utilitaria) de las imágenes de las cavernas, por una interpretación religiosa más en acuerdo con un carácter de juego supremo…».
Actualmente me parece esencial ir más lejos. En ese nuevo libro el enigma de Lascaux no ocupará todo el lugar, pero será, por lo menos a mis ojos, el punto desde el cual partiré. Es por ese motivo que me esforzaré por demostrar el sentido de un aspecto del hombre al que es en vano descuidar u omitir, y al cual el nombre de erotismo designa.
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