Resumen del libro:
El colegio «Antilian School» de Londres, es una escuela internacional creada por Miss Catalina Seymour, una rica dama de origen inglés que vive en la isla de Barbados. Esta escuela organiza un concurso que tiene como premio una beca para realizar una expedición por las Antillas a bordo del barco «Alerta». El concurso es ganado por nueve jóvenes, quienes junto a una persona adulta comenzarán la travesía por el Mar de las Antillas, donde conocerán algunas de las islas mas importantes del archipiélago, la fauna y otros aspectos.
La noche antes de la partida el barco es tomado por unos maleantes que han escapado de la cárcel Halifax, estos suplantan a la tripulación y comienzan la travesía de Inglaterra hacia el caribe y con ella los adolescentes viven la aventura de sus vidas al tener que enfrentarse a los piratas para salvar su integridad física.
I
EL CONCURSO
—Primeros premios: ex aequo, Luis Clodión y Roger Hinsdale —proclamó con sonora voz el director, Julián Ardagh.
Y estruendosos hurras y múltiples vivas, mezclados con fuertes aplausos, acogieron a los dos favorecidos de aquel concurso.
Después, desde lo alto de un estrado levantado en mitad del gran patio de la «Antilian School», el director, prosiguiendo la lectura de la lista colocada ante él, dio a conocer los siguientes nombres:
—Segundo premio: Axel Vickbom; tercer premio: Alberto Leuwen.
Otra salva de aplausos, menos ruidosa que la anterior, pero que indicaba siempre un simpático auditorio.
El señor Ardagh continuó:
—Cuarto premio: John Howard; quinto premio: Magnus Anders; sexto premio: Niels Harboe; séptimo premio: Hubert Perkins.
Y siguiendo el primer arranque, los bravos se prolongaron por efecto de la velocidad adquirida.
Quedaba por proclamar un último nombre, pues aquel concurso especial debía comprender nueve premiados.
Este nombre fue anunciado al auditorio por el director.
—Premio octavo: Tony Renault.
Aunque el llamado Tony Renault ocupaba el último lugar, no se le regatearon bravos y vítores. Buen compañero, tan servicial como listo, sólo amigos contaba entre los alumnos de la «Antilian School».
Conforme iban siendo llamados, cada uno de los favorecidos había subido al estrado para recibir el «shake hands» del señor Ardagh, volviendo después a ocupar su sitio entre sus compañeros, menos afortunados, que le aclamaban de buen corazón.
Se habrá notado la diversidad de nombres de los nueve premiados, que indicaban su distinto origen, desde el punto de vista de la nacionalidad. Esta diversidad explicará por qué el establecimiento que dirigía el señor Julián Ardagh en Londres, Oxford Street, 314, era conocido, y muy ventajosamente, bajo la denominación de «Antilian School».
Quince años antes, el tal establecimiento había sido fundado para los hijos originarios de las Grandes y las Pequeñas Antillas. De allí venían a Inglaterra los alumnos para empezar, continuar y acabar sus estudios, permaneciendo en dicho punto hasta los veintiún años, y recibían una instrucción muy práctica y completa, a la vez literaria, científica, industrial y comercial. La «Antilian School» contaba unos sesenta alumnos, que pagaban precios bastante crecidos. Salían aptos para dedicarse a cualquier carrera, ya permaneciesen en Europa, ya debiesen regresar a las Antillas, si sus familias no habían podido abandonar aquella parte de las Indias occidentales.
Era raro, en el curso del año escolar, que no se encontraran, aunque no en igual número, españoles, daneses, ingleses, franceses, holandeses, suecos y hasta venezolanos, originarios todos del archipiélago de las islas de Barlovento y de las islas de Sotavento, cuya posesión se repartían las potencias europeas o americanas.
Esta escuela internacional, creada exclusivamente para los jóvenes de las Antillas, era entonces dirigida, con el concurso de muy distinguidos profesores, por el señor Julián Ardagh. De cincuenta años de edad, serio y prudente administrativo, merecía justificadamente la confianza de las familias. Disponía de un personal de maestros de incontestable valía, que funcionaba bajo la responsabilidad del primero, ya se tratase de letras, ciencias o artes. No se descuidaba tampoco en la «Antilian School» la educación física; los variados ejercicios deportivos, tan recomendados y practicados en el Reino Unido; el cricket, el boxeo, el crocket, el fútbol, la natación, el baile, la equitación, el ciclismo; en fin, todas las ramas de la gimnástica moderna.
El señor Ardagh ponía también gran cuidado en unir los diversos temperamentos de aquellos jóvenes de distinta nacionalidad, para hacer surgir, en lo que era posible, viva simpatía entre ellos. No siempre resultaba esto en la medida de sus deseos, pues el instinto de raza podía a veces más que el buen consejo y los mejores ejemplos.
Pero aunque sólo quedasen algunas huellas de aquella fusión al salir de la escuela, este sistema de educación era digno de ser aprobado y hacía honor al establecimiento de Oxford Street.
Claro es que los variados idiomas que se usan en las Indias occidentales, eran corrientes entre los pensionistas. El señor Ardagh había tenido la feliz idea de imponerlos por turno, tanto en las clases como en el recreo; una semana se hablaba en inglés, otra en francés, en holandés, español, danés, sueco. Indudablemente los alumnos de raza anglosajona se encontraban en mayoría en la escuela, y tal vez tendían a imponer una especie de dominación física y moral; pero las otras islas de las Antillas estaban representadas en proporción suficiente. Hasta la isla de San Bartolomé, la única que dependía de los Estados escandinavos, poseía varios alumnos, entre otros, Magnus Anders, que había obtenido el quinto lugar en el concurso.
Realmente la tarea del señor Ardagh y de sus auxiliares no estaba exenta de algunas dificultades prácticas. Era preciso un verdadero espíritu de justicia, un método seguro y continúo, una mano hábil y firme para impedir que entre aquellos hijos de familias distinguidas naciesen rivalidades y envidias.
Precisamente a propósito del concurso se pudo temer que las ambiciones personales produjesen algún desorden, reclamaciones y envidias en el momento de la proclamación de los premiados. Pero, al fin, el resultado había sido satisfactorio. Un francés y un inglés ocupaban el primer puesto, habiendo obtenido igual número de puntos.
Si un súbdito británico ocupaba el penúltimo sitio, un ciudadano de la República francesa tenía el último, Tony Renault, del que ninguno de sus compañeros se mostraba envidioso; y en las otras plazas intermedias se sucedían diversos naturales de las Antillas inglesas, francesas, danesas y holandesas. No venezolanos ni españoles, por más que el personal escolar del establecimiento contase en aquella época con una quincena de ellos. Hay que tener en cuenta que aquel año los alumnos originarios de Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, las Grandes Antillas, comprendidos entre doce y quince años, eran los más jóvenes, y no estaban, por tanto, en disposición de intervenir en aquel concurso, que exigía por lo menos diecisiete años de edad.
En efecto, el concurso había versado, no solamente sobre materias científicas y literarias, sino también sobre cuestiones etnológicas, geográficas y comerciales relacionadas con el archipiélago de las Antillas, su historia, su pasado, su presente, su porvenir, sus relaciones con los diversos Estados europeos, que después de lo primeros descubrimientos habían unido una parte de él a su imperio colonial.
Y ahora digamos cuál era el objeto del referido concurso y qué ventajas habían de obtener los premiados. Se trataba de poner a su disposición pensiones de viaje y permitirles satisfacer durante algunos meses el afán de las exploraciones y cambios de lugares, tan natural en jóvenes que no habían pasado de los veintiún años.
Nueve eran a los que les sería concedido no correr el mundo entero, como la mayoría de ellos hubiera deseado, pero sí visitar alguna interesante comarca del Viejo o del Nuevo Continente. ¿Quién había tenido la idea de fundar aquellas pensiones? Una rica antillana, de origen inglés, la señora Catalina Seymour, que vivía en la Barbada, una de las colonias británicas del archipiélago, y el nombre de la cual fue entonces pronunciado por vez primera por el señor Ardagh.
Este nombre fue acogido con grandes hurras por el auditorio.
—¡Bravo…! ¡Bravo por la señora Seymour…!
El director había revelado el nombre de la bienhechora. Pero ¿de qué viaje se trataba? Ni él ni nadie lo sabían todavía; transcurridas veinticuatro horas se revelaría el secreto. El director iba a enviar un cablegrama a Barbada comunicando el resultado del concurso, y la señora Catalina Seymour le contestaría indicándole la región por la que los pensionados habían de efectuar el viaje.
Se comprenderá la vivacidad de las frases cambiadas entre los pensionados, que se veían ya arrastrados a los más curiosos países del mundo, a los más lejanos y desconocidos. Se reservaban o se abandonaban al ardor de la imaginación, según su temperamento; pero lo cierto es que el tumulto era general.
—Yo creo —decía Roger Hinsdale, inglés hasta la punta de las uñas— que iremos a visitar alguna porción del dominio colonial de Inglaterra, y es bastante extenso para poder elegir…
—Iremos al África central —afirmaba Luis Clodión—, a la famosa, portentosa África, como diría nuestro administrador, y seguiremos las huellas de los grandes exploradores…
—No… Será una exploración de las regiones polares —afirmaba Magnus Anders, que hubiera caminado con gran placer tras las huellas de su glorioso compatriota Nansen.
—Yo pido que sea a Australia —intercalaba John Howard—. Después de Tasman, Dampier, Burs, Vancouver, Baudin, Dumont d’Urville, aún quedan por hacer grandes descubrimientos… Tal vez minas de oro que explotar…
»Será más bien alguna hermosa comarca de Europa —pensaba Alberto Leuwen, que, por su carácter holandés, no era propenso a las exageraciones—. ¡Quién sabe…! Tal vez una sencilla excursión por Escocia o Irlanda.
—Yo apuesto a que se trata de un viaje alrededor del mundo —exclamó el fogoso Tony Renault.
—¡Vamos! —Dijo el prudente Axel Vickborn—. Sólo disponemos de siete u ocho semanas, y la exploración se limitará, por tanto, a los países vecinos.
El joven danés tenía razón. Además, las familias no hubiesen aceptado una ausencia de varios meses, que hubiera expuesto a sus hijos a los peligros de una expedición lejana, y tampoco el señor Ardagh habría tomado sobre sí la responsabilidad de este viaje.
Después de la discusión sobre las intenciones de la señora Seymour, relativas a la excursión proyectada, entablóse otra sobre el modo de realizar el viaje.
—¿Iremos a pie, a guisa de turistas, con la maleta al hombro y al bastón en la mano? —preguntó Hubert.
—No… En carruaje… ¡En mail-coach! —dijo Niels Harboe.
—En ferrocarril —respondió Alberto Leuwen—, con billetes circulares y a cargo de la agencia Cook…
—Yo más bien creo que el viaje se efectuará a bordo de un paquebote, tal vez un transatlántico —declaró Magnus Anders.
—No… En globo —exclamó Tony Renault—, y con dirección al Polo Norte.
Y así prosiguió la discusión, inútil, sí, pero con el fuego tan natural en jóvenes. El director tuvo que intervenir, si no para ponerles de acuerdo, para manifestarles que aguardasen la respuesta que se diera al telegrama expedido a la Barbada.
—¡Paciencia! —dijo—. He enviado a la señora Catalina Seymour los nombres de los premiados, su clasificación, la indicación de su nacionalidad, y esta generosa señora nos dará a conocer sus intenciones respecto a las pensiones de viaje. Si contesta por telegrama, dentro de algunas horas sabremos a qué atenernos. Si responde por carta, habrá que esperar seis o siete días. Y ahora al estudio, y a cumplir con vuestras obligaciones.
—¡Cinco o seis días! —Exclamó aquel diablo de Tony Renault—. ¡Yo no podré vivir hasta entonces!
Y tal vez expresaba, bajo esta forma, el estado del espíritu de algunos de sus compañeros, como Hubert Perkins, Niels Harboe, Axel Vickborn, de temperamento tan vivo como el suyo. Luis Clodión y Roger Hinsdale, los dos primeros premios del concurso, mostraban más calma. Respecto a los suecos, a los daneses y a los holandeses, no abandonaban su flema original. A los pensionistas americanos de la «Antilian School», probablemente no les hubiera correspondido el premio de la paciencia.
Realmente la excitación de aquellos jóvenes espíritus se explicaba.
¡No saber a qué parte del mundo iba a enviarles la señora Seymour! Preciso es, además, advertir que se estaba a mediados de junio, y si el tiempo consagrado al viaje debía ser el de las vacaciones, la partida no se efectuaría antes de seis semanas.
Así lo pensaba el señor Ardagh, de acuerdo en este punto con la mayoría de los alumnos de la «Antilian School». En tales condiciones, la ausencia de los pensionados no se prolongaría más de dos meses, y estarían de regreso para empezar las clases en octubre; lo que sería del agrado de las familias y del personal de la escuela.
Dada, pues, la duración de las vacaciones, no se podía tratar de una expedición a regiones lejanas; y los más juiciosos guardábanse de viajar con la imaginación por las llanuras de Siberia, los desiertos del Asia Central, los bosques de África o las pampas de América. Sin abandonar el Antiguo Continente, ni aun Europa, existen interesantes comarcas que visitar fuera del Reino Unido; Alemania, Rusia, Suiza, Austria, Francia, Italia, España, Holanda, Grecia… ¡Qué de recuerdos para apuntar en el álbum del turista, y qué novedad de impresiones para aquellos jóvenes que, en su mayor parte, eran aún niños cuando atravesaron el Atlántico para venir de América a Europa! Aun limitado a los Estados vecinos de Inglaterra, se comprende que este viaje debía excitar mucho su impaciencia y su curiosidad.
En fin, como el telegrama no llegó ni en aquel día ni en los siguientes, la respuesta se recibiría por carta dirigida desde Barbada al director señor Julián Ardagh, «Antilian School», 314, Oxford Street, Londres, Reino Unido, Gran Bretaña.
Ahora corresponde dar una explicación a la palabra «antilian» que figuraba sobre la puerta de la institución. Sin duda, había sido expresamente inventada. En efecto; en la nomenclatura de la geografía británica, las Antillas son llamadas «Caribbean Islands». En los mapas del Reino Unido, lo mismo que en los de América, no son designadas de otro modo. Pero «Caribbean Islands» significa islas de los caribes, y esta palabra recuerda los feroces indígenas del archipiélago, las escenas de matanzas y canibalismo que desolaron las Indias occidentales. ¿Podía ponerse en los prospectos del establecimiento este abominable título: «Escuela de los Caribes»? ¿No se hubiera pensado que allí se enseñaba el arte culinario aplicado a la carne humana? Así es que el título de «Antilian School» había parecido más conveniente, tratándose de jóvenes originarios de las Antillas, y a los que se daba una educación puramente europea.
A falta de telegrama, se esperaba una carta, a no ser que aquel concurso para pensiones de viaje fuese un engaño de mal gusto. Pero no; entre la señora Catalina Seymour y el señor Ardagh había mediado correspondencia sobre dicho punto. La generosa señora no era un ser imaginario: habitaba en la Barbada, allí era conocida de antiguo, y se la consideraba una de las más ricas propietarias de la isla.
Ahora sólo faltaba, pues, hacer buena provisión de paciencia, espiando mañana y noche la hora en que llegaba el correo del extranjero. No hay que decir que en particular los nueve premiados eran los que se asomaban a las ventanas que daban sobre Oxford Street, con el objeto de esperar la llegada del cartero del barrio. Desde que a lo lejos aparecía su blusa roja, ya se sabe que lo rojo es visible a gran distancia, los interesados bajaban por la escalera, precipitábanse en el patio y corrían hacia la puerta preguntando al cartero, aturdiéndole con sus palabras, y faltando poco para que le destrozasen la cartera:
—¡No…! ¡Ninguna carta de las Antillas…! ¡Ninguna…!
¿No sería conveniente enviar un segundo cablegrama a la señora Seymour, a fin de asegurarse de que el primero había llegado a su destino, y darle prisa para que contestara telegráficamente?
En aquellas vivas imaginaciones surgían mil temores para explicar aquel inexplicable retraso. ¿Acaso el paquebote que hacía el servicio postal entre las Antillas e Inglaterra había naufragado? ¿Acaso la Barbada había desaparecido en uno de esos temblores de tierra que tan terribles son en las Indias occidentales? ¿Había muerto la generosa dama en uno de esos cataclismos? ¿Es que Francia, Holanda, Dinamarca, Suecia, el Reino Unido, acababan de perder uno de los más hermosos florones de su imperio colonial en el Nuevo Mundo?
—No… No… —Contestaba el señor Ardagh—. Una catástrofe de esa especie sería conocida. Por los periódicos sabríamos todos los detalles.
—Si los transatlánticos llevasen palomas mensajeras, siempre se sabría si hacían buen viaje —exclamó Tony Renault.
La observación era muy justa; pero, con gran disgusto de los alumnos de la «Antilian School», este servicio no funcionaba aún.
Tal estado de cosas no podía prolongarse. Los profesores no conseguían calmar la excitación de los espíritus. No se trabajaba ni en las clases ni en la sala de estudio. No solamente los premiados en el concurso sino sus compañeros pensaban en cosa distinta que en el cumplimiento de sus deberes escolares.
El señor Ardagh estaba tranquilo. ¿No era natural que la señora Seymour se abstuviese de contestar por telegrama?
Sólo una carta, y una carta detallada, podía contener las instrucciones a las que habría que conformarse; hacer conocer lo que sería aquel viaje, en qué condiciones se efectuaría, en qué época debía ser emprendido, qué duración tendría, cómo habían de distribuirse los gastos, a qué cantidad se elevarían las pensiones puestas a disposición de los nueve premiados. Estas explicaciones exigirían dos o tres páginas, y no podían formularse en ese lenguaje ininteligible que aún hablan los negros de las colonias indias.
Pero estas justas observaciones no producían efecto, y la agitación no se calmaba. Además, los alumnos que no habían obtenido premio, envidiosos en el fondo del buen éxito alcanzado por sus compañeros, comenzaban a burlarse de ellos. Aquello era una broma manifiesta. No había ni un céntimo para aquellas supuestas pensiones de viaje. ¡Aquel mecenas con enaguas que decía llamarse Catalina Seymour, no existía! ¡El concurso no era más que uno de tantos «humbugs» importados de América, su país de origen por excelencia…!
Al fin, el señor Ardagh se ajustó al siguiente plan: esperaría la llegada a Liverpool del próximo paquebote, que traería el correo de las Antillas anunciado para el día 23 del corriente. Si no había carta de la señora Seymour, le enviaría un nuevo telegrama.
No fue necesario. El día 23, en el correo de la tarde, llegó una carta con sello de la Barbada. Esta carta era de puño y letra de la señora Seymour, y, según las indicaciones de esta señora, las pensiones estaban afectas a un viaje por las Antillas.
…