Ben-Hur
Resumen del libro: "Ben-Hur" de Lewis Wallace
Lewis Wallace, un hábil tejedor de relatos, dio vida a una obra maestra literaria en 1880 con “Ben-Hur: Una historia de Cristo”. Esta novela épica, que ha trascendido las barreras del tiempo, transporta a los lectores a través del vasto imperio romano tardío y el florecimiento del cristianismo. Wallace nos sumerge en la vida de Ben-Hur, un joven judío condenado a las galeras, cuyo destino toma un giro inesperado al salvar la vida de Quinto Arrio, un patricio romano.
La trama se desenvuelve en una mezcla cautivadora de viajes penosos y batallas épicas, mientras Ben-Hur busca venganza contra su enemigo Mesala en una emocionante carrera de cuadrigas. Sin embargo, el autor habilidoso nunca deja que olvidemos la identidad judía de Ben-Hur, un recordatorio constante de sus raíces en medio del esplendor y la opulencia romana.
La narrativa adquiere una dimensión aún más profunda cuando el mago Baltasar revela a Ben-Hur la llegada de un niño destinado a ser el “Rey de los Judíos”. A partir de este momento, la trama se enreda con las riquezas y la indomable energía de Ben-Hur, quien decide poner su vida al servicio de esta nueva causa, marcando así el inicio de una apasionante odisea.
Lewis Wallace, al escribir esta obra, no solo teje una historia cautivadora, sino que también pinta un fresco histórico del imperio romano y el surgimiento del cristianismo. Su prosa hábil y descriptiva sumerge al lector en una experiencia envolvente, donde la riqueza de los detalles y la profundidad de los personajes se combinan para crear una obra inolvidable.
Esta novela, traducida a múltiples idiomas, se convirtió en un clásico de librerías, y su popularidad trascendió las páginas impresas gracias a las adaptaciones cinematográficas que llevaron la historia de Ben-Hur a audiencias de todo el mundo. La pluma maestra de Lewis Wallace brilla en cada página, dejando un legado literario que perdura y continúa inspirando a generaciones.
CAPITULO I
EN EL DESIERTO
La cordillera Jebel-es-Zubleh tiene una longitud aproximada de unos noventa y dos kilómetros, pero es tan estrecha que vista en un mapa semeja un gran reptil que se arrastra de Norte a Sur. Desde sus peñascosas cimas, de un colorido entre blanco y rojizo, mirando hacia Levante sólo se vislumbra el desierto de Arabia, arenosa y gran llanura azotada por los vientos del Norte que desde los tiempos del Génesis ya eran temidos por los viñadores de Jericó. Las arenas que el simún arrastra desde el Éufrates, quedan depositadas al pie de sus laderas, sirviendo así estas montañas de protección a las tierras de pastos de Moab y Amón que, situadas más al Occidente, eran en otro tiempo parte del desierto.
La lengua árabe se habla hasta en las comarcas limítrofes al sur y al este con Judea. El Jebel es cómo el padre de numerosos torrentes y barrancos cuyos cauces, atravesando la vía romana (convertida hoy en sendero polvoriento que utilizan los peregrinos sirios para ir a La Meca) y aumentando su profundidad en el avance, llegan a las hendeduras por donde se precipitan las aguas de aluvión. En la estación de las lluvias estas aguas las recoge el Jordán para verterlas, luego, en el Mar Muerto. Por uno de dichos torrentes secos, el que naciendo en la cúspide del Jebel se dirige al Nordeste para convertirse después en lecho del río Jabbok, ascendía un viajero.
Representaba tener unos cuarenta y cinco años. Sobre el pecho caía abundante barba salpicada de hilos blanquecinos y que en otro tiempo debió ser de color de ébano. Tenía la tez morena como el café tostado, pero sus facciones quedaban casi ocultas bajo el rojo kufiyeh (así denominan al turbante actualmente los naturales del desierto). Al alzar de vez en cuando la vista, permitía ver sus grandes ojos negros. Se cubría con las ropas usuales en Oriente, mas sería difícil detallarlas, pues iba sentado en unas andas, a lomos de un gran camello blanco, y cubierto por un toldo.
Ver un camello equipado para un viaje a través del desierto produce en los occidentales una impresión difícil de reprimir en el primer momento. Esa atracción no la provoca la figura, puesto que ni en estado de ofuscación se puede considerar bella, ni sus pausados movimientos, ni los silenciosos pasos de sus amplios cascos. Parece como si el desierto se complaciera en reservar toda su benevolencia para su criatura, haciéndola partícipe de todos sus misterios y acogiéndola con la amorosa solicitud con que el Océano sostiene al navío. En ésto se condensa todo su encanto.
El animal que subía a la meseta era digno de admiración por su tamaño y color, la anchura de sus pezuñas, su voluminoso cuerpo musculoso, el delgado y largo cuello, curvado con la gracia del de un cisne, la cabeza amplia por arriba y tan estrecha en el hocico como el brazalete que rodea un delicado brazo femenino. Todo ello, unido a su paso largo y elástico de marcha firme y segura, denotaba su origen sirio. Esta raza pura proviene de la época de Ciro y tiene un valor incalculable en el desierto.
Le cubría la frente una cabezada corriente, de fleco escarlata, guarneciéndole el cuello cadenillas de bronce de las que pendían argentíferos y sonoros cascabeles. No llevaba riendas ni correa para el guía.
De no haber vivido en Oriente el inventor de aquellas andas o palanquín se habría inmortalizado por la originalidad de su creación. Estaba formado por una especie de cajones de madera de unos cuatro pies de largo que pendían a ambos lados del lomo. Su interior, perfectamente forrado, permitía permanecer sentado e incluso reclinarse bajo el verde toldo que lo cubría. Estaba asegurado al camello con anchas cinchas y correas, convenientemente anudadas.
En las primeras horas de la mañana el camello dejó atrás el último recodo del torrente, llegando a la frontera de Belka, el antiguo Amón.
Aunque no había indicio de camino, el animal seguía adelante sin que el amo se preocupara de dirigirle. En el cielo campeaban alondras y golondrinas, y pardas perdices emprendían el vuelo con su peculiar silbido.
El camello prosiguió la marcha al mismo trote durante dos horas, encaminándose siempre hacia el Este y el viajero seguía en la misma posición sin mover los ojos a derecha o izquierda.
Con el sol ya alto, las nubes se habían, disipado, secado el rocío y templado la brisa que acariciaba al viajero. La luz del astro rey envolvía la tierra con dorados destellos.
Pasaron dos horas más ante la inercia absoluta del hombre. Ya no había vestigios de vegetación; sólo la arena que, endurecida, se rompía bajo el peso del rumiante. El Jebel había quedado atrás y nada interrumpía la igualdad de la gran llanura.
A las doce en punto del día y por su propia voluntad, cesó el camello de andar y lanzó el lastimero quejido con que expresan su protesta por una carga exagerada o solicitan la atención de su amo.
Éste se incorporó entonces, como quien despierta de un sueño; levantó las cortinas del houdah para contemplar el sol y la tierra en que se hallaba, como intentando reconocerla, y quedando al parecer, satisfecho de su examen aspiró profundamente, al tiempo que movía la cabeza como diciéndose: «¡Por fin! ¡Por fin!» Luego, cruzó las manos sobre el pecho y oró en silencio.
…
Lewis Wallace. Lewis (Lew) Wallace, nacido el 10 de abril de 1827 en Brookville, Indiana, emergió como una figura polifacética en la historia estadounidense del siglo XIX. Abogado, militar, político y diplomático, su vida se entrelazó con los eventos cruciales de su época. Sin embargo, su verdadera inmortalidad la alcanzó a través de la pluma, convirtiéndose en un luminoso faro literario.
La juventud de Wallace estuvo marcada por la tragedia, con la pérdida de su madre en 1833 y el posterior matrimonio de su padre con la apasionada defensora de la abstinencia al alcohol, Zerelda Gray Sanders. La guerra contra México en 1846 interrumpió sus estudios de Derecho, llevándolo a liderar una compañía de milicianos. Este episodio marcó el inicio de su carrera militar.
Convertido en autor, Wallace dejó una impronta imborrable con "Ben-Hur: A Tale of the Christ" en 1880. Esta epopeya histórica resonó en el corazón del público desde su lanzamiento, dando lugar a adaptaciones cinematográficas icónicas. La visión de Wallace trascendió el tiempo, capturando la esencia de una era antigua y sagrada.
Su participación en la Guerra de Secesión lo elevó al rango de general, y sus decisiones estratégicas en Fort Donelson y Shiloh demostraron su habilidad táctica, aunque ensombrecidas por controversias posteriores. La sombra de Shiloh, donde sus elecciones fueron objeto de debate, no pudo eclipsar su contribución a la victoria en la batalla de Monocacy en 1864.
Wallace también desempeñó un papel destacado en el tribunal militar que juzgó a los conspiradores por el asesinato de Abraham Lincoln. Su servicio posterior como gobernador del Territorio de Nuevo México y embajador en el Imperio otomano destacó su versatilidad y habilidad diplomática.
El ocaso de su vida no disminuyó su pasión creativa. Wallace continuó escribiendo novelas, biografías y su autobiografía. Su muerte en Crawfordsville el 15 de febrero de 1905 marcó el final de una vida rica en experiencias y contribuciones.
Hoy, el General Lew Wallace vive no solo en los anales de la historia militar y política, sino también en las páginas inmortales de "Ben-Hur", una obra maestra literaria que sigue iluminando las mentes y corazones de generación en generación. Su legado perdura en la trama de la historia y la imaginación de aquellos que se sumergen en sus palabras, donde la grandeza de un hombre se mide tanto por sus acciones en el campo de batalla como por la trascendencia de su pluma.