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Baumgartner

Resumen del libro:

Baumgartner de Paul Auster es una obra profundamente reflexiva que aborda los grandes temas de la vida: el amor, la pérdida, la memoria y el consuelo que puede hallarse en ella. El protagonista, un escritor y profesor universitario de 71 años, vive marcado por el doloroso vacío que dejó la muerte de su esposa, Anna, hace nueve años. Auster presenta a Baumgartner como un personaje excéntrico pero entrañable, cuya vida estuvo definida por un amor duradero y apasionado que se remonta a 1968, cuando conoció a Anna en Nueva York, ambos jóvenes y sin dinero. A pesar de sus personalidades contrastantes, construyeron una relación profunda y significativa que duró más de cuarenta años.

La novela intercala los recuerdos de su vida compartida con Anna, desde sus inicios como estudiantes hasta su vida adulta, con momentos del presente en los que Baumgartner lucha por encontrar una razón para seguir adelante en su ausencia. Auster explora con maestría la manera en que el amor evoluciona a lo largo del tiempo, cómo las experiencias compartidas se convierten en anclas en la memoria, y cómo la muerte no extingue la conexión emocional, sino que transforma el modo en que se siente y se recuerda.

Uno de los aspectos más cautivadores de la novela es la forma en que Auster equilibra la nostalgia con la reflexión filosófica. Baumgartner no solo recuerda su vida con Anna, sino que también revisita episodios de su juventud en Newark, y las historias de su familia, en especial la figura de su padre, un revolucionario fracasado de Europa del Este. Estos relatos, aunque parecen anecdóticos, profundizan en la naturaleza del ser humano, sus sueños, sus fracasos y sus anhelos.

Auster, un maestro de las coincidencias y del azar, enriquece esta novela con ecos de sus anteriores obras, donde lo inesperado y lo inevitable se entrelazan. A lo largo de su carrera, ha demostrado un particular interés por las vueltas que da el destino, y en Baumgartner, ese interés adquiere una nueva dimensión, impregnada de madurez y sabiduría. La novela es tanto un retrato íntimo de un hombre solitario como una reflexión universal sobre lo que significa amar y perder a alguien.

Con un estilo contenido pero emocionalmente vibrante, Auster logra una narración que electriza al lector, dejando espacio para la introspección y la emoción. Las reflexiones de Baumgartner sobre el duelo, el paso del tiempo y la fragilidad de la vida encuentran resonancia en la experiencia personal de cada lector, haciéndolo una novela cercana y conmovedora.

Paul Auster, uno de los escritores contemporáneos más celebrados, sigue demostrando en Baumgartner por qué su obra ha sido traducida a más de cuarenta idiomas. Con su inconfundible estilo narrativo, siempre cargado de azar y destino, Auster nos ofrece una novela que, aunque trata de la pérdida, está impregnada de una cálida humanidad.

1

Baumgartner está sentado a su escritorio de la habitación de la planta alta, que, según los casos, denomina estudio, cogitorium o madriguera. Pluma en mano, va por la mitad de una frase del tercer capítulo de su monografía sobre los seudónimos de Kierkegaard cuando se da cuenta de que el libro donde viene la cita que le hace falta para acabarla está abajo, en el salón, donde lo dejó anoche antes de acostarse. Mientras baja a buscar el libro, se acuerda también de que ha prometido llamar a su hermana esta mañana, a las diez, y como ya es casi la hora decide ir a la cocina y hacer la llamada antes de recoger el libro del salón. Al entrar en la cocina, sin embargo, un olor acre y penetrante lo detiene bruscamente. Se está quemando algo, piensa, y mientras se dirige hacia el fogón, ve que se ha quedado encendido uno de los hornillos delanteros y que una llama persistente está corroyendo el fondo del cacillo de aluminio que ha utilizado tres horas antes para hacerse los dos huevos pasados por agua del desayuno. Apaga el hornillo y entonces, sin pensarlo dos veces, es decir, sin molestarse en buscar una manopla o un paño de cocina, retira del fogón el humeante y destrozado cacillo de hervir los huevos y se quema la mano. Baumgartner da un grito de dolor. Una fracción de segundo después suelta el recipiente, que cae al suelo con brusco y metálico estruendo, y luego, sin dejar de aullar de dolor, se precipita al fregadero, abre el agua fría, pone la mano derecha debajo del grifo y la mantiene allí durante los tres o cuatro minutos siguientes mientras el gélido chorro le baña la piel.

Esperando haber conjurado posibles ampollas en los dedos y la palma de la mano, Baumgartner se seca cuidadosamente con un paño, se detiene un momento a flexionar los dedos, se pasa el paño por la mano un par de veces más y luego se pregunta qué está haciendo en la cocina. Antes de recordar que tiene que llamar a su hermana, suena el teléfono. Descuelga el aparato de la horquilla y murmura un cauto dígame. Su hermana, dice para sí, acordándose al fin de qué le ha llevado allí, y ahora que son más de las diez y no la ha llamado, está completamente seguro de que es Naomi quien está al otro lado de la línea, la cascarrabias de su hermana pequeña, que empezará sin duda la conversación regañándolo por haberse olvidado de llamarla otra vez, como siempre, pero en cuanto la persona que está al otro lado empieza a hablar resulta que no es Naomi, sino un hombre, un desconocido de voz balbuceante que le ofrece una especie de disculpa por llegar tarde. ¿Tarde para qué?, pregunta Baumgartner. Para leerle el contador, dice el hombre. Tenía que estar allí a las nueve, ¿recuerda? No, Baumgartner no se acuerda, no recuerda un solo momento de los últimos días o semanas en el que pensara que el inspector de la luz había quedado en pasarse por allí a las nueve, y por tanto dice al hombre que no se preocupe, no piensa moverse de casa ni por la mañana ni por la tarde, pero el empleado, que parece joven, inexperto y con ganas de agradar, insiste en explicarle que ahora no tiene tiempo para decirle por qué no se ha presentado a su hora, pero había una buena razón, una razón ajena a su voluntad, y que se pasará por allí en cuanto pueda. Muy bien, dice Baumgartner, luego nos vemos. Cuelga y se mira la mano derecha, que ya se le ha empezado a irritar por la quemadura, pero al examinarse la palma y los dedos no ve indicios de ampollas ni piel levantada, solo una especie de enrojecimiento general. Podría ser peor, piensa, no me voy a morir por eso, y entonces, dirigiéndose a sí mismo en segunda persona, dice para sus adentros: Considérate un idiota con suerte, estúpido.

Se le ocurre que debería llamar a Naomi ahora mismo, en el acto, para pararle los pies, pero justo cuando descuelga el aparato para marcar el número, llaman al timbre. De los pulmones de Baumgartner surge un suspiro prolongado. Con el tono de llamada aún vibrándole en la mano, cuelga el teléfono, se dirige a la parte delantera de la casa y, malhumorado, da una patada al cacillo quemado al salir de la cocina.

Se le levanta el ánimo al abrir la puerta y ver que es la repartidora de UPS, Molly, visitante frecuente que con el tiempo ha adquirido la condición de… ¿de qué? No de amiga, exactamente, pero ya es más que una simple conocida, dado que desde hace cinco años se presenta en su puerta dos o tres veces por semana, y lo cierto es que el solitario Baumgartner, cuya mujer murió hace casi una década, está chiflado en secreto por esa robusta mujer de treinta y tantos años de quien ni siquiera conoce el apellido, porque a pesar de que Molly es negra y su mujer no lo era, cada vez que la mira hay algo en sus ojos que le recuerda a su fallecida Anna. Nunca deja de ocurrir, pero difícilmente sabría decir qué es exactamente ese algo. Una sensación de alerta, quizá, aunque es mucho más que eso, o si no, algo que cabría describirse como una atención radiante, o bien, sencillamente la fuerza de una personalidad luminosa, de una viveza humana en todo su vibrante esplendor, el que emana de dentro afuera en una compleja danza cruzada de sentimiento y razón: algo así, quizá, si es que eso tiene algún sentido, pero comoquiera que se llame a ese atributo de Anna, Molly también lo tiene. Por esa razón, a Baumgartner le ha dado por pedir libros que no necesita y que jamás abrirá para acabar donándolos a la biblioteca pública del barrio con el único propósito de pasar un par de minutos en compañía de Molly cada vez que llama al timbre para entregárselos.

Buenos días, profesor, le dice, dedicándole su luminosa sonrisa como si fuera una bendición. Otro libro para usted.

Gracias, Molly, dice Baumgartner, sonriéndole a su vez cuando ella le entrega el delgado paquete marrón. ¿Cómo te van hoy las cosas?

Todavía es pronto —demasiado pronto para saberlo—, hay altibajos, pero de momento más altos que bajos. Es difícil estar triste en una mañana tan espléndida como esta.

El primer día bueno de primavera: el mejor día del año. Disfrutémoslo mientras podamos, Molly. Nunca se sabe lo que puede ocurrir.

Y qué verdad es, contesta Molly. Deja escapar una breve risa de complicidad y entonces, antes de que a él se le ocurra una respuesta ingeniosa o divertida que prolongue la conversación, ella le dice adiós con la mano y vuelve a la furgoneta.

Otra de las muchas cosas que le gustan de Molly. Siempre se ríe con sus sosos comentarios, incluso con los más pobres, los más lamentables.

«Baumgartner» de Paul Auster

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