Resumen del libro:
“Bari, hijo de Kazán” es una fascinante obra literaria escrita por el renombrado autor James Oliver Curwood, cuya pluma magistral ha dejado una huella perdurable en la literatura de aventuras. Publicada en 1917, esta novela nos transporta a un mundo de naturaleza indómita, donde la supervivencia es la regla de oro. La trama se centra en Bari, un valiente cachorro de perro-lobo nacido de los legendarios Kazan y Loba Gris. Su vida da un giro inesperado cuando se separa de sus padres y se aventura en un viaje lleno de peligros y desafíos.
Curwood nos sumerge en un relato meticulosamente detallado de la vida salvaje en los páramos, desplegando su maestría en la descripción de paisajes y la psicología de los personajes. La historia cobra vida a medida que Bari se cruza con Rama de Sauce, una joven que se convierte en su amiga y confidente, y su padre Pierrot, un experimentado trampero. A través de sus encuentros y adversidades, la novela explora temas de lealtad, valentía y la lucha por la supervivencia en un entorno implacable.
“Barí, hijo de Kazán” no solo ha dejado una huella en la literatura, sino también en la pantalla grande. Fue adaptada al cine en 1918, bajo el título “Baree, Son of Kazan”, protagonizada por Nell Shipman como Rama de Sauce. Esta obra literaria ha perdurado en el tiempo gracias a su capacidad para transportarnos a un mundo de belleza natural y desafíos inquebrantables, y es un testimonio del talento perdurable de James Oliver Curwood como narrador de historias de la naturaleza y la supervivencia. Una obra que sin duda merece un lugar destacado en la biblioteca de los amantes de la aventura y la vida salvaje.
Capítulo I
Para Bari, por espacio de muchos días a partir de su nacimiento, el mundo no fue más que una oscura y dilatada caverna.
Pasó los primeros días de su Vida en lo más profundo de un refugio formado por un montón de troncos caídos, j Allí su madre ciega, Loba Gris, había encontrado seguro cubil. Kazán, su padre, aparecía en él sólo de cuando en cuando, ostentando sus ojos de fosforescencia verdosa. Los ojos de Kazán fue lo primero que hizo comprender a Bari que existía algo más que su madre, al mismo tiempo que le proporcionaron la revelación de que poseía el sentido de la Vista. Experimentaba las sensaciones del tacto, del olfato y del oído, pero en aquella oscura guarida que formaban los troncos caídos no experimentó las de la vista hasta que tuvo ante él los ojos de su padre. De momento le atemorizaron, luego le produjeron extrañeza y, finalmente, su miedo se transformó en inmensa curiosidad. Los migaba con gran atención, pues le interesaba extraordinariamente ver cómo desaparecía aquel extraño brillo verdoso, cosa que ocurría cuando Kazán volvió la cabeza a un lado, pala reaparecer súbita e inopinadamente. Tan rápidas eran estas apariciones que Bari, instintivamente, buscaba el cuerpo de su madre, la cual se echaba a temblar de un modo extraño siempre que Kazán entraba en la guarida.
Bari, como es natural, nunca conoció su historia. Jamás supo que Loba Gris, su madre, era una loba de pura raza: y Kazán, su padre, un perro. La naturaleza no dejaba de realizar en él la obra maravillosa del perfeccionamiento de su comprensión, pero siempre con ciertas limitaciones, Bari llegó a saber que su madre era ciega, pero nunca que esta ceguera fue causada por un lince con el que entabló terrible lucha. La Naturaleza nada podía decirle de la venganza que Kazán tomó del lince, de los años maravillosos de su apareamiento con Loba Gris, je su mutua lealtad, de las extrañas aventuras que corrieron en la gran extensión selvática del Canadá…
Aunque era tan hijo de Kazán como de Loba Gris, durante los primeros días de su vida sólo existió para Bari su madre. Ya se habían abierto sus ojos, ya había advertido que tenía patas, gracias a las cuales podía andar dando tumbos por la oscuridad, y nada existía aún para Barí, exceptuando a Loba Gris. Cuando fue bastante crecido para poder jugar con ramitas, con algunos tallos de hierba y con el musgo a la luz del sol, aún ignoraba cómo era su madre, únicamente sabía que era muy grande, suave y cálida, que le lamía la cara y le dirigía cariñosos gemidos, los cuales, al fin, tuvieron la virtud de hacerle proferir a él el primer ladrido, un ladrido débil e inseguro.
Y llegó el día maravilloso en que las verdosas bolas Je fuego en los ojos de Kazán fueron acercándose al cachorro, aunque no sin cierta precaución. Hasta entonces, Loba Gris no le había permitido aproximarse, pues la soledad era la primera de las leyes de su raza en los días inmediatos al nacimiento de los lobeznos. Un gruñido de su garganta bastaba para que Kazán se detuviese. Mas aquel día no se oyó el gruñido de la madre, sino un leve gemido expresivo de alegría y emoción, al cual contestó Kazán con otro plañido semejante.
Todavía despacio, como inseguro de lo que iba a hallar, Kazán se aproximó a la madre y al hijo, y éste se acercó más a la primera. Bari oyó como Kazán se dejaba caer pesadamente al suelo junto a Loba Gris y no sintió miedo alguno, sino una extraordinaria curiosidad. Kazán, que también estaba intrigado, husmeó en la sombra y, al sentir en su hocico el contacto del cachorro, sus orejas se enderezaron: Poco después Bari empezó a moverse y se separó un tanto de su madre, lo cual alarmó a ésta, pues, dominada nuevamente por su instinto lobuno, comprendió que ello era un peligro para Bari. Sus hocicos se contrajeron dejando al descubierto los dientes y su garganta tembló, aunque sin producir sonido alguno. En cambio, a cosa de dos metros de distancia, se oyó un gemido infantil y los chasquidos de la lengua acariciadora de Kazán. Barí experimentó una gran emoción porque acababa de encontrar a su padre.
Esto sucedió en la tercera semana de la vida de Bari. Había cumplido éste dieciocho días, cuando Loba Gris permitió a Kazán conocer a su hijo. De no haber sido por su ceguera y por el recuerdo de los tristes sucesos de la Roca del Sol, donde el lince destruyó sus ojos; Loba Gris hubiera dado a luz a Barí, a la intemperie y las patas de éste se habrían vigorizado antes. Conocería ya la luna, el sol y las estrellas; sabría lo que significaba el trueno y habría visto cómo algún rayo iluminaba el cielo. Mas al no haber salido de su cubil, a causa de la circunstancia expresada, no había podido hacer otra cosa que tambalearse a corta distancia de su madre y lamer con su roja lengüecita los pelados huesos que encontraba en su camino. Muchas veces lo habían dejado solo, pues frecuentemente su madre se marchaba cuando la llamaba Kazán, y nunca había sentido la tentación dé acompañar a la que le dio el ser hasta el día en que la enorme lengua fría de Kazán acarició su rostro. En aquellos maravillosos segundos la Naturaleza obró en el cachorro un gran cambio, pues su instinto adquirió de pronto un pleno desarrollo, y cuando Kazán salió dejándolo solo en la obscuridad, Barí gimió para expresar su deseo de que volviese, de la misma manera que gemía a su madre cuando lo abandonaba para acudir a la llamada del macho.
El sol brillaba en el cénit, iluminando el bosque, cuando un par de horas después de la visita de Kazán, Loba Gris salió del cubil. Entre el nido de Barí y la parte s superior del montón de troncos que constituía el cubil, había tal vez un espacio de diez metros lleno de ramas rotas y confusamente mezcladas, que no daban paso a un solo rayo de sol. Mas la negrura de aquellas tinieblas no podía asustar a Barí, porque éste aún no sabía, que existía la luz. Es más, sería el día y no la noche eh que le causaría la primera sensación de terror. Así, temerariamente y dirigiendo a su madre un débil ladrido para que le aguardase, se fue tras ella. Si Loba Gris lo oyó, no le hizo caso alguno, y el ruido de sus uñas sobre los troncos se perdió en la distancia.
Aquella vez Barí no se detuvo ante el tronco de veinte centímetros de diámetro que antes le impidiera avanzar en aquella dirección. Se encaramó en él y rodó por el lado opuesto. Más allá estaba lo desconocido y se aventuró valerosamente hacia ello.
Empleó bastante tiempo en recorrer los primeros veinte cetros. Traspuso un madero desgastado por las patas de Loba Gris y de Kazán y, deteniéndose de vez en cuando para llamar gimiendo a su madre, se alejó cada vez más en la dirección que seguía. A medida que avanzaba, iba advirtiendo como las cosas cambiaban a sus ojos. Hasta entonces no había conocido más que la obscuridad y ahora parecía que las tinieblas se fueran diluyendo en extrañas formas y sombras. Una vez observó el brillo cegador de la luz de un rayo de sol, y se asustó tanto que se echó al suelo y permaneció un instante inmóvil, luego siguió adelante. Un armiño se deslizó por debajo filé él. Oyó el leve roce de las patas de una ardilla y un curioso ruidillo que no se parecía a ninguno de los sonidos que producía su madre. Se había extraviado.
El tronco del árbol, sobre el cual avanzaba, ya no estaba en posición horizontal, sino que subía a confundirse con el caos de ramas de la parte superior del antro, haciéndose cada vez más espeso. Gimió y husmeó buscando en vano el rastro de su madre. Por fin llegó al extremo del tronco y perdió el equilibrio. Al caer profirió un grito de terror, pues la altura del tronco resultaba para él inmensa. Su cuerpecillo chocó primero con varias ramas y cuando por fin dio contra el suelo, apenas podía respirar del susto. No obstante, se puso inmediatamente en pie y, deslumbrado, cerró los ojos. Una nueva sensación de terror lo dejó clavado en el suelo. El mundo entero había cambiado instantáneamente para él. Todo estaba inundado por un torrente de luz solar y adondequiera que mirase veía cosas extrañas. Pero lo que más espanto le causó fue la luz del sol. Aquélla fue la primera impresión que tuvo del fuego y sintió en los ojos un dolor lancinante. Habríase vuelto al cubil, donde reinaba una oscuridad tan grata, pero en aquel momento apareció Loba Gris seguida de Kazán. Alegremente, la madre acercó su hocico al cachorro y Kazán movió caninamente la cola, cosa que también acabaría Barí por hacer, puesto que no era más que mestizo de lobo, y en su naturaleza había algo de perro. Bari trató de mover la cola, y Kazán debió advertirlo, pues se sentó sobre sus ancas emitiendo un ahogado ladrido de aprobación.
Y es indudable que, de haber podido hablar, hubiera dicho a Loba Gris:
—Por fin ha salido a la luz a la luz este pillastre.
Aquél había sido para Barí un gran día. Pues en él realizó dos grandes descubrimientos, el de su padre y el del mundo.
…