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Bajo el sol

Portada del libro Bajo el sol, de Guy de Maupassant

Resumen del libro:

El libro Bajo el sol, de Guy de Maupassant, un escritor francés que viajó a Argelia en 1881 y plasmó sus impresiones en una serie de crónicas y artículos. El libro es una obra de literatura de viajes que nos muestra la diversidad y la complejidad de un país que el autor apenas conocía y que le sorprendió por sus contrastes, sus costumbres y sus gentes.

Maupassant nos relata sus experiencias en el desierto del Sáhara, donde convive con las tribus nómadas y descubre los efectos devastadores del sol y la soledad; en los prostíbulos, donde se asoma a la vida íntima de las mujeres; en las misiones militares, donde acompaña a los soldados franceses en busca de agua y exploración; y en las diferentes regiones de Argelia, donde se encuentra con una variedad de etnias, religiones y culturas.

El libro es un testimonio de la curiosidad y la sensibilidad de Maupassant, que no se limita a describir lo que ve, sino que intenta comprender lo que siente y lo que piensa. También es una crítica a la colonización francesa, que el autor considera un fracaso por su ceguera y su obstinación. Maupassant nos ofrece una mirada lúcida y crítica, pero también poética y humorística, sobre un mundo que creía descubrir y que lo fascinó.

El Mar

Marsella palpita bajo el alegre sol de un día de verano. Parece reír, con sus grandes cafés engalanados, sus caballos con sombrero de paja como si fueran disfrazados, su gente atareada y ruidosa. Parece algo achispada con ese acento que canta por las calles, ese acento que todo el mundo pronuncia como si fuera un desafío. En cualquier otra parte oír al marsellés divierte y parece una especie de extranjero chapurreando el francés; pero en Marsella todos los marselleses reunidos imprimen al acento una exageración que adquiere el aire de una farsa. Todo el mundo habla de ese modo ¡y es demasiado, demasiado! Marsella transpira al sol, como una hermosa joven un poco descuidada, pues huele a ajo, la pordiosera, y a mil otras cosas. Huele a las innumerables comidas que picotean los negros, los turcos, los griegos, los italianos, los malteses, los españoles, los ingleses, los corsos y los marselleses, acostados, sentados, hechos un ovillo o repantigados por los muelles.

En la dársena de la Joliette, los pesados paquebotes, con el morro girado hacia la entrada del puerto, calientan motores repletos de hombres que los llenan de paquetes y de mercancías.

De repente uno de ellos, el Abd-el-Kader, se pone a dar mugidos, pues el silbido ya no existe; ha sido reemplazado por una especie de grito de animal, una voz formidable que sale del vientre humeante del monstruo.

El inmenso buque deja su punto de amarre, pasa dulcemente en medio de sus hermanos aún inmóviles, sale del puerto y, bruscamente, cuando el capitán grita con su megáfono, cuyo sonido desciende hasta las profundidades del barco, la orden: «En marcha», se lanza, ardorosamente, y abre el mar dejando tras de sí una larga estela, mientras las costas desaparecen y Marsella se hunde en el horizonte.

Es la hora de cenar a bordo. Poca gente. En julio no se suele viajar a África. En un extremo de la mesa hay un coronel, un ingeniero, un médico, dos burgueses de Argel con sus mujeres.

Hablan del país al que se dirigen, de la administración que le convendría.

El coronel exige enérgicamente un gobierno militar, menciona tácticas en el desierto y declara que el telégrafo es inútil e incluso peligroso para los ejércitos. Este oficial de alto rango debió sufrir alguna contrariedad de guerra por culpa del telégrafo.

Al ingeniero le gustaría poner la colonia en manos de un inspector general de puentes y caminos que hiciera canales, presas, carreteras y mil otras cosas.

El capitán del navío da a entender, ingenioso, que un marinero sería mucho más adecuado para ocuparse de estos asuntos, puesto que Argelia sólo es abordable por mar.

Los dos burgueses señalan los errores groseros del gobernador; y cada cual ríe asombrado de que sea posible tanta torpeza.

Después vuelven a subir al puente. No hay nada más que el mar, el mar calmado, sin un solo estremecimiento, y dorado por la luna. El pesado buque parece deslizarse por encima, dejando tras de sí una larga estela de borbotones, donde el agua removida parece de fuego líquido.

El cielo se extiende por encima de nuestras cabezas, con un negro azulado, sembrado de astros que, por momentos, oculta la enorme bocanada de humo que vomita la chimenea; y el pequeño farol que hay arriba del mástil adquiere el aire de una gran estrella paseándose entre las otras. Sólo se oye el zumbido de la hélice en las profundidades del buque. ¡Qué encantadoras son las horas tranquilas de la noche en el puente de una embarcación que huye!

Durante todo el día siguiente, nos dedicamos a pensar tendidos bajo la carpa, con el océano por todos lados. Después volvió a caer la noche y reapareció el día. Dormimos en la estrecha cabina, en la litera en forma de sarcófago. Me levanto, son las cuatro de la mañana.

¡Qué despertar! Una extensa costa y a lo lejos, en frente, una mancha blanca que aumenta: ¡Argel!

Bajo el sol, de Guy de Maupassant

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