Resumen del libro:
“Baile en el Kremlin y otras historias” de Curzio Malaparte es un libro que captura la esencia de una época convulsa, en la que el esplendor de la Revolución Rusa ya comienza a desmoronarse bajo el peso de sus propias contradicciones. Malaparte, testigo privilegiado y narrador agudo, nos transporta a la Moscú de 1930, donde los líderes comunistas, convertidos en una nueva aristocracia, se sumergen en un lujo decadente. La alta sociedad soviética, con Stalin como su sombra omnipresente, celebra con fastuosidad mientras el abismo de la represión y la violencia se cierne sobre ellos. Entre estas figuras, Malaparte se cruza con personajes como Bulgákov, un Maiakovski abatido y otros protagonistas de la cultura y la política, todos atrapados en la paradoja de un régimen que traiciona sus ideales.
Este volumen se abre con la crónica homónima, una pieza inédita en español, que ofrece una visión vívida y sarcástica de la élite comunista. Con una prosa afilada, Malaparte desvela lo grotesco detrás del esplendor, intuyendo los horrores que están por venir. Su capacidad para captar lo absurdo y trágico de la historia lo convierte en un observador implacable. Este relato inicial se complementa con otros catorce textos, entre cuentos, novellas y crónicas, que exhiben la versatilidad y el ingenio del autor.
Curzio Malaparte, conocido por su estilo mordaz y provocador, es uno de los grandes cronistas del siglo XX. Escritor, periodista y diplomático, su obra destaca por su capacidad de combinar la ficción y la realidad, creando relatos que son a la vez históricos y profundamente imaginativos. Malaparte no solo describe los hechos; los disecciona, los interpreta, ofreciendo una crítica aguda de la política y la condición humana. Su mirada siempre incisiva y su prosa rica en detalles lo convierten en una figura literaria única, capaz de incomodar y fascinar a partes iguales.
“Baile en el Kremlin y otras historias” es, en definitiva, un mosaico de momentos y personajes que, bajo la pluma de Malaparte, revelan las tensiones y contradicciones de un mundo al borde del colapso. Es una lectura imprescindible para quienes buscan comprender no solo la historia, sino también la psicología de los actores que la protagonizan.
La sociedad de Moscú,
espejo esperpéntico de la sociedad europea, aunque dominado por el miedo
En esta novela, que es un fiel retrato de la nobleza marxista de la Unión Soviética, de la haute société comunista de Moscú, todo es real: las personas, los hechos, las cosas, los lugares. Los personajes no son hijos de la fantasía del autor, sino que están retratados del natural y tienen su propio nombre, su propio rostro, sus propias palabras, sus propios gestos. Stalin, que todas las noches, desde el palco del Gran Teatro de la Ópera, ve bailar a la famosa bailarina Bubnova y parece que se la dispute a Karaján (el mismo Karaján al que luego mandó ejecutar); las célebres beauties de la nobleza marxista, las B., las G., las L., con sus amores, sus intrigas, sus escándalos, sus rostros ávidos e inquietos, que aspiran las efímeras rosas de la gloria, la riqueza y el poder; el extraordinario Florinski, jefe de protocolo del Comisariado del Pueblo para Asuntos Exteriores, que se pasea en coche por Moscú; la señora Kámenev, hermana de Trotski, llena de miedo y resignación; todas las merveilleuses, los lions, los parvenus, los efebos son personas vivas, seres humanos reales, no inventados. Pero lo que hace que esta novela no sea una «crónica de la corte» a la usanza francesa del siglo XVIII, ni un libro de memorias a lo Saint-Simon, ni un libro de moralités a lo Montaigne, sino una novela en sentido proustiano (no por el estilo, sino por ese profundo désintéressement propio de las novelas y de los personajes de Marcel Proust), es que los hechos y las personas, los episodios de esta «crónica de la corte», están todos unidos por una fatalidad que los aboca a un fin único, a un desenlace novelesco. El protagonista, el héroe de esta novela, no es un individuo, un hombre o una mujer, sino un cuerpo social: aquella aristocracia comunista que sustituyó a la aristocracia rusa del Antiguo Régimen y que se parecía en muchos sentidos a la nobleza revolucionaria surgida de la Revolución francesa y que con el Directorio se agrupó en torno a Barras. Del mismo modo, tampoco el protagonista de las novelas de Proust es un individuo, un hombre o una mujer, ni el barón de Charlus, Swann, Madame de Guermantes, Odette ni Langeron, sino la sociedad, el mundo de París, aquella nobleza francesa, parisina, o sea, toda una sociedad, un cuerpo social. Ahora bien, el autor de esta novela no quiere parecer un moralista. Ese plan de désintéressement del que habla Albert Thibaudet a propósito de Proust, plan al que Proust ha trasladado su análisis psicológico, incluía también la moral. Al autor le importa declarar que se desinteresa total y absolutamente del destino de sus personajes. Y que si le interesa su moral, acertada o no, es sólo hasta cierto punto. Lo que de verdad le importa es, más que el análisis psicológico, la política y el fermento, el drama social que esos personajes, desde Stalin hasta la joven Marika, protagonizan. Lo que más llama la atención en una sociedad marxista, es decir, en una sociedad no sólo marxistamente organizada, como la Alemania de Hitler (para la que el autor acuñó la definición de «comunismo feudal»), sino con una moral marxista, es el fatalismo. Lo curioso es que el materialismo histórico lleve al fatalismo. Y, en efecto, el marxismo lleva al individuo no al sentimiento colectivo, sino al fatalismo más absoluto, a la claudicación más completa, a la fatalidad. Y esto, nótese bien, es síntoma de una sociedad decadente. Si esta novela tiene una moral, es ésa: que la sociedad marxista de la Unión Soviética está ya en decadencia. Y no sólo la nobleza trotskista de 1929, también la nobleza y la sociedad marxistas en su conjunto. Una señal clara y terrible de esta decadencia es ese fatalismo que constituye la razón de ser íntima de todo ruso, y que, con apariencia de actividad, de fe fanática, etcétera, no es sino muestra del desinterés de la sociedad marxista por su destino. Otra señal de ese fatalismo es ésta: que los rusos sufren por el prójimo. La persuasión de sufrir por el prójimo es una forma de fatalismo. Sólo quien sufre por sí mismo forma parte del impulso histórico, es sujeto y no únicamente objeto de la historia. El destino de todas las noblezas revolucionarias es acabar en el paredón. Y este destino es más cierto en una sociedad marxista, en la que la persona, la vida humana, no tiene valor. En estos últimos años una nueva nobleza marxista, que ocupa el lugar de la nobleza trotskista, exterminada en 1936, ha venido formándose en torno a Stalin; también acabará en el paredón si no consigue imponer su moral, su corrupción, sus ambiciones, a todo el pueblo ruso, si no logra corromper a todo el pueblo ruso. De la Unión Soviética no nos llegan noticias ciertas, pero lo que sí es seguro es que en los países europeos ocupados por los rusos, en Polonia, Hungría, Rumanía, Alemania, Austria, los aliados más corruptos, los más inclinados a aceptar pots de vin, transacciones, sobornos, dinero, son los soviéticos. Lo que es decir mucho, si tenemos en cuenta lo corruptos que son los ingleses y americanos en Europa. Y no se diga que esta corrupción soviética se debe al ambiente no comunista, al ambiente burgués al que estos soviéticos han sido trasplantados de repente. Muy débiles deben de ser estos rojos para corromperse con tal facilidad. Y muy débil debe de ser también la moral comunista. La verdad es que estos rojos dan idea de la formidable decadencia de la sociedad marxista en su conjunto: dirigentes, burocracia, proletariado.
Así pues, lo propio de esta novela es haber mostrado el inicio de esta decadencia, haberla retratado del natural: en la nobleza comunista. En la decadencia de la sociedad marxista europea pueden verse las causas de la decadencia de Europa, y no en la de la burguesía, que ya es cosa del pasado. En Europa se había establecido una moral marxista, uno de cuyos aspectos más terribles era el hitlerismo. La decadencia europea consiste en la decadencia de la moral marxista. Y esta decadencia ha contagiado también a la Unión Soviética. El historiador de la decadencia de la burguesía europea es Marcel Proust. El autor de esta novela se parece a Proust no en lo literario, sino en el plan de desinterés al que traslada su análisis y su representación artística. Desde este plano de desinterés lleva a cabo la historia y la representación de la decadencia de la sociedad marxista. No es ocioso observar que nunca hasta ahora se había intentado retratar a la nobleza marxista, ni por parte de los escritores soviéticos, ni de los europeos y americanos. Para los escritores soviéticos sólo existe un protagonista: el proletariado. Parecen ignorar incluso la existencia de una nobleza marxista, de una haute société comunista. Al hablar de una aristocracia comunista en la Unión Soviética, se refieren a la élite obrera formada por los udarniki, los stajánovets (los obreros especializados de las brigades de choc), los héroes de la revolución y la guerra. Los escritores europeos y americanos, incluidos aquellos que han vivido en la Unión Soviética y poseen una experiencia directa del comunismo ruso, se han cuidado mucho de hablar de la aristocracia marxista, se diría que por delicadeza o por cierta misteriosa prudencia. Parece que no les interesa. Y es verdad que, comparada con la haute société de París, Londres, Nueva York, Berlín, Roma, Viena o Madrid, la soviética es poca cosa: una noblesse de la roture. Y a lo sumo hablan de Stalin, siempre con un respeto profundo, como no podía ser menos. Parece que sólo les importa la vida del pueblo soviético, el orden comunista, las estadísticas de la producción industrial y agraria, las escuelas y demás. Leyéndolos tiene uno la impresión de que la Unión Soviética es una gran sociedad de trabajadores democrática e igualitaria.
Los escritores soviéticos están justificados. En Rusia, un Proust (como también un Montaigne, un Saint-Simon) es inadmisible, inimaginable. La nobleza marxista no tolera que se hable de ella, de sus cosas. Exige silencio sobre sí misma. Impone los temas a los escritores soviéticos, y dichos temas obligatorios son la vida de las masas proletarias, la lucha por la construcción del socialismo, el elogio del Estado, el más ciego y absoluto conformismo. Un día, hablando con Lunacharski, el autor le preguntó si en Rusia tenían a un Proust. «Sí», le contestó Lunacharski, «cada escritor soviético es un Proust proletario». El autor sonrió educadamente y no replicó que un Proust proletario es un sinsentido, que el escritor francés es el producto de cierta tradición europea, occidental, francesa, que va de Montaigne a Saint-Simon, a Valéry, a Bergson; que Proust es, como dice Thibaudet, «un Dangeau devenu Saint-Simon»; que en la literatura rusa falta algo parecido a lo que frieron los orígenes de Proust, falta un Cyrus, una Clélie, faltan las novelas mundanas del siglo XVII. Esto lo dice el autor para defenderse del reproche que sin duda se le hará de haber elegido por tema no el proletariado, sino la alta sociedad soviética, las gens du monde de Moscú, la corte marxista de Moscú, con sus escándalos, sus cortesanos, sus favoritas, sus aprovechados, sus fiestas galantes, sus bailes, sus escándalos, sus lettres de cachet, sus conjuras palaciegas.
¡Qué magnífico tema, pintar la nobleza marxista, la aristocracia comunista de la Unión Soviética! ¡Y qué enseñanzas, qué valores morales, psicológicos y sociales, pueden sacarse de esa pintura! Porque si la Europa de mañana está en la Rusia de mañana, no es menos cierto que la Europa de hoy está en la Rusia de hoy. La decadencia de Europa es consecuencia de la decadencia de la Rusia comunista, y en primer lugar de la corrupción de la nobleza marxista de la Unión Soviética. El tema es peligroso. Y el autor está convencido de que si la actual nobleza marxista llegara a dominar Europa, él y todos sus lectores acabarían en el paredón. No por delincuentes, ni por enemigos del pueblo y la libertad. El autor recuerda que, durante la tiranía de Mussolini y de Hitler, sufrió mucho en las cárceles fascistas, aunque no por ello se las dé de mártir de la libertad, profesión hoy utilísima y de asegurado provecho, sino porque el autor de esta novela y sus lectores son hombres libres. Si la nobleza marxista llegara a dominar Europa exterminaría no solamente a los enemigos del comunismo y el proletariado, sino a todos los hombres libres. La idea de que esa nobleza marxista corrupta, cruel, codiciosa e inmoral exterminaría a todos los hombres libres de Europa y del mundo es una idea que debemos meditar seriamente. A los hombres libres de nuestros días les queda poco tiempo para reír.
…