Resumen del libro:
Sinclair Lewis, Premio Nobel de Literatura 1930, es el autor de algunas de las mejores novelas americanas del S.XX. Babbitt es posiblemente su mejor trabajo y está considerado como uno de los libros fundamentales para entender la sociedad americana de la primera mitad del siglo pasado. Esta novela, publicada en 1922, es el retrato perfecto de una clase, la middle-class norteamericana, dentro de un marco típico, una ciudad del Medio Oeste. Su publicación provocó mucha polémica por los matices encerrados en la aparentemente simple historia de un típico hombre de negocios, emprendedor, conservador y lleno de contradicciones. La palabra «Babbitt» se utiliza desde entonces de manera habitual para designar al hombre medio norteamericano, con connotaciones tanto positivas como peyorativas. Lewis retrata la forma de vida anterior a la Gran Depresión en Estados Unidos, por lo que, aunque hayan pasado más de ochenta años, es una lectura absolutamente actual.
CAPÍTULO I
Las torres de Zenith se alzaban sobre la niebla matinal; austeras torres de acero, cemento y piedra caliza, firmes como rocas y delicadas como varillas de plata. No eran iglesias ni ciudadelas, sino pura y simplemente oficinas.
La niebla se apiadó de los caducos edificios de generaciones pasadas: la Casa de Correos con su buhardilla de ripias, viejos y ceñudos alminares de ladrillo, fábricas con mezquinas y hollinientas ventanas, viviendas de madera color barro. La ciudad estaba llena de semejantes mamarrachos, pero las limpias torres los iban arrojando del centro, y en las colinas más lejanas resplandecían casas nuevas, hogares donde, al parecer, se vivía alegre y tranquilamente.
Por un puente de hormigón corría una limusina de largo y silencioso motor. Las personas vestidas de etiqueta que ocupaban el vehículo volvían de ensayar toda la noche en un teatro de aficionados, artística aventura considerablemente iluminada por el champaña. Bajo el puente, la curva de un ferrocarril, un laberinto de luces verdes y rojas. El New York Flyer pasó retumbando, y veinte líneas de pulido acero surgieron a su resplandor.
En uno de los rascacielos, los telegrafistas de la Associated Press se levantaban las viseras de celuloide, cansados de hablar toda la noche con París y Pekín. La comunicación quedaba interrumpida. Por los pasillos se arrastraban, bostezando, las mujeres que fregaban los suelos. La niebla del amanecer se disipó. Filas de obreros, con su almuerzo en la fiambrera, se dirigían hacia inmensas fábricas nuevas, láminas de cristal y ladrillos huecos, relucientes talleres, donde cinco mil hombres trabajaban bajo el mismo tejado, manufacturando unos cacharros de primera que habían de venderse en el Eufrates y en el Transvaal. Las sirenas vibraron a coro, alegres como el alba de abril. Era el canto del trabajo en una ciudad construida, al parecer, para gigantes.
2
No tenía nada de gigante el hombre que empezaba a despertarse en la galería de una casa de estilo colonial holandés, situada en aquel elegante barrio de Zenith, conocido por Floral Heights.
Se llamaba George F. Babbitt. Tenía cuarenta y seis años en aquel mes de abril de 1920, y no hacía nada de particular, ni mantequilla ni zapatos ni poesía; pero era un águila para vender casas a un precio mayor del que la gente podía pagar.
Su cabeza era grande y rosácea, su pelo fino y seco. Tenía cara de niño dormido, a pesar de las arrugas y de los rojos surcos de sus lentes a ambos lados de la nariz. No era gordo, pero estaba excesivamente bien alimentado; sus mejillas parecían rellenas de algodón, y la tersa mano que yacía abandonada sobre la manta caqui era un tanto gordezuela. Se veía en él al hombre próspero, muy casado y nada romántico. Nada romántico, como la galería donde dormía al aire libre, una galería con vistas a un olmo de buen tamaño, a dos respetables cuadrados de césped, a un camino de cemento y a un garaje de metal acanalado. No obstante, Babbitt soñaba otra vez con el hada, un sueño más romántico que una pagoda escarlata junto a un mar plateado.
Durante años y años el hada había acudido a visitarle. Donde los otros no veían más que a Georgie Babbitt, ella descubría al joven galán. Le esperaba en la oscuridad de misteriosas arboledas. Cuando al fin logró escabullirse de la casa atestada de gente, Babbitt voló a ella como una flecha. Su mujer, sus bulliciosos amigos, trataron de seguirle; pero él se escapó, la muchacha corrió a su lado, se acurrucaron juntos en la umbrosa ladera de una colina. ¡Era tan esbelta, tan blanca, tan apasionada! Le llamaba valiente; le decía que esperaría por él, que se embarcarían juntos…
Fragor y estrépito del camión de la leche. Babbitt gruñó, dio una vuelta, trató de reanudar su sueño. Ya sólo podía ver su cara, más allá de las aguas brumosas. El portero cerró de golpe la puerta del sótano. Un perro ladró en el patio contiguo. En el preciso momento en que Babbitt iba a empalmar el sueño, el repartidor de periódicos pasó silbando, y el Advocate sonó contra la puerta de la calle. Babbitt, con el estómago contraído por la alarma, se incorporó. Apenas se tranquilizó fue traspasado por el familiar e irritante chirrido de un Ford que alguien trataba de poner en marcha: ra-ra-ra-ra-ra-ra. Devoto automovilista, él mismo, Babbitt daba vueltas a la manivela con el invisible conductor; con él esperaba impaciente el bramido del arranque; con él agonizaba cuando cesaba el bramido y empezaba de nuevo a fallar el motor con aquel infernal ra-ra-ra, sonido seco de mañana fría, sonido irritante del que no era posible escapar. Sólo cuando el zumbido acelerado del motor le hizo comprender que el Ford estaba en marcha pudo librarse de la tensión nerviosa que le angustiaba. Echó una mirada a su árbol favorito, el olmo cuyas ramas se destacaban contra la pátina dorada del cielo, y trató de reanudar el sueño, con el ansia de quien busca una droga. Él, que de muchacho tuvo gran fe en la vida, no se interesaba ya por las posibles e improbables aventuras de cada nuevo día.
Escapó de la realidad hasta que el despertador sonó, a las siete y veinte.
…