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Azabache

Libro Azabache, novela de Anna Sewell

Resumen del libro:

Anna Sewell, autora británica del siglo XIX, nos cautiva con su obra maestra, “Azabache”, una conmovedora narrativa que sigue la vida de un noble caballo desde su nacimiento hasta su apacible retiro. Publicada por primera vez en 1877, la novela no solo se erige como un clásico de la literatura juvenil, sino también como un testimonio perdurable de la habilidad de Sewell para humanizar a los animales, otorgándoles voz y alma.

Sewell adopta una perspectiva única al contar la historia de Azabache desde la primera persona, un enfoque innovador que no solo atrapó la atención de su audiencia original sino que continúa resonando en los corazones de los lectores modernos. Aunque inicialmente dirigida a un público adulto, la novela encontró su nicho entre los jóvenes lectores, convirtiéndose en un fenómeno literario duradero.

La trama de “Azabache” no es solo un relato sobre las peripecias de un caballo, sino un vehículo hábilmente diseñado para transmitir lecciones de benevolencia y solidaridad. Sewell, motivada por el deseo de fomentar el buen trato hacia los caballos, teje a la perfección valores éticos en la trama, creando así una experiencia de lectura educativa y conmovedora.

La habilidad de Sewell para tejer un tapiz emocional entretejiendo las experiencias de Azabache con los valores humanos fundamentales destaca como un logro literario impresionante. Su prosa elegante y su capacidad para evocar simpatía por un protagonista equino demuestran su maestría narrativa y su dedicación a la causa de mejorar la relación entre humanos y animales.

“Azabache” perdura como un faro literario, iluminando el camino hacia la empatía y la compasión. A través de la vida de este noble caballo, Anna Sewell nos regala no solo un relato inolvidable, sino también un llamado atemporal a tratar a todas las criaturas con respeto y consideración.

CAPITULO 1

MI PRIMER HOGAR

El primer lugar que recuerdo bien, era un prado vasto y placentero, con una laguna de agua clara. Algunos árboles proyectaban su sombra sobre esta laguna; en sus profundidades crecían juncos y lirios. Por encima del seto, desde un costado, podíamos contemplar un campo arado; desde el otro, la entrada de la casa de nuestro amo, situada a la vera del camino. En la parte alta del prado había una plantación de abetos; en la parte baja, un arroyuelo que corría entre empinadas riberas.

Durante mi juventud, viví de la leche de mi madre, ya que no podía comer pasto. De día corría a su lado; de noche me tendía cerca de ella. Cuando hacía calor acostumbrábamos descansar junto a la laguna, a la sombra de los árboles; y cuando hacía frío, nos refugiábamos al calor del acogedor cobertizo situado cerca de la plantación.

En cuanto crecí lo suficiente como para comer pasto, mi madre comenzó a salir a trabajar de día para regresar al anochecer.

Sin incluirme yo, había en aquel prado seis jóvenes potros. Eran todos mayores que yo, y algunos casi tan grandes como caballos adultos. Yo solía correr con ellos y me divertía en grande. Solíamos galopar todos juntos, alrededor del campo y a toda la velocidad posible. A veces nuestros juegos eran bruscos, ya que a ellos les gustaba morder y patear tanto como galopar.

Un día en que las patadas menudearon, mi madre me llamó con un relincho para decirme:

—Presta atención a lo que voy a decirte… Estos potros que viven aquí son buenos, pero como son potros de caballos de tiro, es natural que no hayan aprendido muy buenos modales. Tú eres de raza y fuiste bien criado; el nombre de tu padre es famoso en estos parajes, y tu abuelo ganó dos veces la Copa en las carreras de Newmarket, mientras tu abuela tenía excelente carácter. En cuanto a mí, creo que nunca me has visto patear o morder… Espero que crezcas bueno y amable, y que nunca aprendas malos modales. Trabaja de buena gana, levanta las patas al trotar y nunca muerdas ni patees, ni siquiera por juego.

Jamás olvidé el consejo de mi madre. Era una yegua vieja y sabia, muy estimada por nuestro amo, que solía llamarla «Bonita» aunque su nombre era Duquesa.

Nuestro amo era un hombre amable y bondadoso, que nos proporcionaba sabrosa comida, buen abrigo y palabras cariñosas, y que se dirigía a nosotros con tanta consideración como a sus hijitos. Todos le teníamos afecto y mi madre lo quería mucho. Cuando lo veía en el portón, relinchaba de alegría y trotaba a su encuentro. Él la palmeaba y acariciaba, diciéndole:

—¡Ah, mi buena Bonita! ¿Qué tal tu Morenito?

Me llamaba Morenito porque yo era de un color negro opaco.

Luego me ofrecía un trozo de pan, que sabía muy bien, y a veces llevaba una zanahoria para mi madre.

Todos los caballos acudían a su lado, pero me parece que nosotros éramos sus favoritos. Siempre era mi madre la que lo llevaba al mercado en un carruaje.

Había un labriego, Dick, que a veces iba a nuestro campo para juntar las moras del seto. Una vez que comía hasta hartarse, se divertía con los potros, como él los llamaba, arrojándoles palos y piedras para hacerlos galopar. No le hacíamos mucho caso, pues no era capaz de seguirnos, pero a veces nos acertaba con alguna piedra y nos causaba dolor.

Un día, se dedicaba a este juego sin advertir la presencia de nuestro amo que, desde el campo vecino, observaba lo que ocurría. No tardó en saltar por encima del seto, sujetar a Dick por el brazo y propinarle tal bofetón, que le arrancó un bramido de dolor. Nosotros, al ver al amo, nos acercamos trotando.

“Azabache” de Anna Sewell 

Sobre el autor:

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