Aventuras de una negrita en busca de Dios
Resumen del libro: "Aventuras de una negrita en busca de Dios" de George Bernard Shaw
George Bernard Shaw, conocido por su agudeza satírica y su crítica social, nos presenta en “Aventuras de una negrita en busca de Dios” una obra que desafía las convenciones religiosas y raciales de su época. La trama sigue a una joven negra en su búsqueda de Dios, armada con una cachiporra y la Biblia como guía, a través de la selva africana. En su periplo, se encuentra con una variedad de dioses representativos de diferentes religiones, incluyendo los del Antiguo y el Nuevo Testamento, el Corán y los dioses de la Ciencia. Shaw utiliza este viaje para explorar críticamente las creencias religiosas, mostrando cómo los distintos dioses resultan inadecuados para satisfacer las necesidades y aspiraciones de la protagonista.
La heroína, con su inocente escepticismo y sus preguntas incisivas, desafía a cada dios que encuentra en su camino. Desde los anticuados y radicales, hasta los intolerantes y mezquinos, ninguno escapa al escrutinio de esta valiente buscadora de la verdad. A través de sus confrontaciones, Shaw aborda temas como la libertad religiosa, los derechos de las mujeres y la emancipación política, utilizando el personaje de la joven negra como vehículo para cuestionar las normas establecidas y promover el pensamiento crítico.
“Aventuras de una negrita en busca de Dios”, publicado por primera vez en 1932, fue un éxito de ventas en su época y generó controversia, llegando incluso a ser prohibido en algunas bibliotecas públicas. Sin embargo, su relevancia perdura hasta el día de hoy, ya que plantea cuestiones fundamentales sobre la religión, la intersección entre las razas y la conexión entre el individuo y lo divino. Esta edición de Galaxia Gutenberg nos ofrece la oportunidad de disfrutar de un texto excepcional que sigue siendo tan provocador y estimulante como lo fue en su momento.
PREFACIO
La inspiración para este cuento me vino durante las cinco semanas que pasé en Knysna durante el verano africano y el invierno inglés de 1932. Mi intención era escribir una obra teatral, siguiendo el curso normal de mi carrera de dramaturgo; pero en cambio me encontré escribiendo el relato de la muchacha negra. Y ahora, una vez concluido, paso a hacer conjeturas sobre su significado, si bien nunca está de más repetir que estoy tan sujeto a error como cualquiera a la hora de dar mi interpretación, y que los precursores literarios, como todos los pioneros, suelen equivocarse sobre su destino, igual que le pasó a Colón. Y así es como a veces escapan con piadoso horror de las conclusiones a las que manifiestamente conducen sus revelaciones. Con la misma firmeza que santo Tomás de Aquino, sostengo que todas las verdades, antiguas o modernas, derivan de la inspiración divina; pero a través de la observación y la introspección, sé que el instrumento sobre el que actúa la fuerza inspiradora puede encontrarse en un estado bastante defectuoso, e incluso, como Bunyan en La guerra santa, acabar convirtiendo su mensaje en la más absurda estupidez.
Sea como sea, a continuación expongo mi versión personal de la cuestión, por si sirve de algo.
Algunos irresponsables insisten a veces en que somos una especie conservadora, incapaz de asimilar nuevas ideas. Yo no lo creo así. A menudo me horroriza la avidez y credulidad con que las nuevas ideas se acaparan y adoptan sin que exista una justificación mínimamente convincente. La gente cree en todo aquello que la entretiene, la satisface o le promete cualquier tipo de beneficio. Me consuelo, como hacía Stuart Mill, pensando que con el tiempo las ideas absurdas perderán su encanto, pasarán de moda y desaparecerán; que las falsas promesas, cuando queden incumplidas, serán objeto de cínicas burlas y después caerán en el olvido; y que tras ese proceso de criba las ideas sólidas, que son indestructibles (pues hasta suprimidas u olvidadas se las vuelve a descubrir una y otra vez), sobrevivirán y se incorporarán a ese conjunto de conocimientos establecidos que denominamos Ciencia. De esa manera adquirimos toda una variedad de concepciones bien comprobadas con que amueblar nuestro intelecto, y ese mobiliario, claramente distinto de la pseudoeducación de escuelas y universidades, es lo que conforma la educación propiamente dicha.
Lamentablemente, este sencillo esquema tiene una pega. Olvida un antiguo precepto de la prudencia: «No tires el agua sucia antes de coger agua limpia». Lo que por otra parte resulta del todo diabólico a menos que se complete con: «Y también te digo que cuando cojas agua limpia has de tirar la sucia, poniendo mucho cuidado en no mezclarlas».
Ahora bien, eso es precisamente lo que nunca hacemos. Insistimos en echar el agua limpia encima de la sucia; y en consecuencia siempre tenemos el entendimiento algo turbio. El hombre instruido de hoy tiene una mente sólo comparable a una tienda donde las últimas y más preciosas adquisiciones se arrojaran a lo más alto de un infecto montón de desechos y antiguallas sin valor, sacadas del desván de un museo. Esa tienda siempre está en quiebra; y entre sus propietarios se encuentran Guillermo el Conquistador y Enrique VII, Moisés y Jesús, san Agustín y sir Isaac Newton, Calvino y Wesley, la reina Victoria y H. G. Wells; pero entre sus acreedores, los que reclaman el embargo, tenemos a Karl Marx, Einstein, y unas cuantas docenas de personajes más o menos parecidos a Stuart Mill y a mí mismo. Ningún intelecto puede funcionar razonablemente en ese desbarajuste. Y como el sistema imperante en nuestras escuelas, colegios y universidades consiste en reproducir ese desastre en la mente de cada nueva generación de niños, provocamos crisis revolucionarias donde las personas confusas por sus diplomas universitarios se verán descalificadas y privadas del derecho al voto por estar, en efecto, completamente chifladas, y la dirección de los asuntos públicos pasará a manos de autodidactas o ignorantes.
El ejemplo más notorio de esa práctica insensata de seguir aceptando nuevas ideas, sin deshacerse nunca de los conceptos a los cuales sustituyen, es el prestigio de la Biblia en los países donde el extraordinario valor artístico de la traducción inglesa le ha conferido un poder mágico sobre sus lectores. Esa influencia se está debilitando en nuestros días debido a que, como el inglés del siglo XVI es una lengua que agoniza, nos imponen nuevas traducciones por la sencilla razón de que la antigua ya no es comprensible para las masas. Las nuevas versiones —las buenas gracias a su admirable simplicidad y las mediocres por su trivialidad periodística— han situado de pronto los relatos bíblicos bajo una luz de realismo familiar que obliga a los lectores a someterlos a la prueba del sentido común.
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George Bernard Shaw. (1856-1950) emerge como una figura literaria y cultural de imponente envergadura en la historia del teatro y la crítica. Nacido en Dublín, Shaw dejó una huella indeleble en la escena literaria y política occidental durante casi un siglo. Su vasta producción dramática, que supera las sesenta obras, incluye piezas icónicas como "Hombre y superhombre," "Pigmalión," y "Santa Juana," que revelan su genialidad creativa y perspicacia intelectual.
Shaw se destacó tanto como dramaturgo como crítico, y su influencia perdura en el teatro contemporáneo. Inspirado por Henrik Ibsen, introdujo un nuevo realismo en el teatro en lengua inglesa, fusionando sus obras con sus opiniones políticas, sociales y religiosas. Su estrecha relación con la Sociedad Fabiana lo catapultó como un destacado propagandista de sus ideales. A lo largo de su carrera, Shaw cosechó éxitos como "El comandante Bárbara" y "El dilema del doctor," consolidando su estatus como el principal dramaturgo de su generación.
Sin embargo, Shaw no era solo un hombre de teatro. Sus opiniones controvertidas lo hicieron un personaje destacado en la vida pública. Defendió la eugenesia y promovió su propio alfabeto, mientras que cuestionaba la religión organizada y la vacunación. Durante la Primera Guerra Mundial, se hizo impopular al criticar a ambos bandos. Trasladó su ciudadanía a Irlanda y adoptó una postura ambigua en la política británica en Irlanda en la posguerra.
George Bernard Shaw, quien rechazó honores estatales, sigue siendo un pilar de la literatura y la crítica. Su legado perdura como uno de los dramaturgos más influyentes en lengua inglesa, dejando una profunda huella en generaciones posteriores de escritores. Shaw es, sin lugar a dudas, un faro intelectual que ilumina las vastas aguas de la literatura y la cultura occidental.