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Asesinatos, S. L.

Portada del libro Asesinatos, S. L., de Jack London

Resumen del libro:

Asesinatos S.L. es una novela de Jack London, publicada en 1963 y terminada por Robert L. Fish después de la muerte del autor. La historia sigue a Ivan Dragomiloff, quien fundó una organización secreta de asesinatos y termina enfrentándose a ella. La organización solo mata a personas que considera malvadas y corruptas, como jefes de policías, legisladores y políticos. La novela fue inspirada en una idea que London compró al autor Sinclair Lewis a principios de 1910.

En 1969, “Asesinatos S.L.” fue llevada al cine, protagonizada por Diana Rigg, Oliver Reed, Telly Savalas y Curt Jurgens. Dirigida por Basil Dearden, la película fue nominada para un Premio Globo de oro en 1970 para mejor película extranjera de habla inglesa y Rigg fue nominada una Golden Laurel en 1970 como Nueva Cara Femenina. Aunque la novela transcurre en los Estados Unidos, la película está ambientada en Europa en el siglo XX.

London escribió 20.000 palabras para la novela antes de que terminara el año 1910, pero no pudo encontrar una forma lógica de concluirla. Después de su muerte en 1916, la novela quedó inconclusa hasta que Robert L. Fish la completó en 1963, utilizando notas adicionales de London y un esquema final realizado por la esposa de London, Charmian, poco antes de su muerte en 1955.

Capítulo 1

Era un hombre guapo de ojos grandes de un negro acuoso, tez cetrina, transparente, limpia y de textura extremadamente suave, y una cabellera oscura, rizada y desordenada, que invitaba a la caricia; en fin, el tipo de hombre que les gusta admirar a las mujeres y el tipo de hombre, asimismo, totalmente consciente de la calidad seductora de su aspecto. De cintura enjuta, musculoso y ancho de hombros, respiraba cierta jactancia masculina y descarada que vino a desmentir el recelo con que miró la habitación y también al criado que le había guiado hasta ella y que ahora se retiraba. Era éste sordomudo, cosa que el visitante habría adivinado de no haberlo sabido hacía tiempo gracias a la descripción que le hiciera Lanigan de una visita hecha por él anteriormente a ese mismo apartamento.

Una vez que la puerta se hubo cerrado a espaldas del criado, el visitante apenas pudo contener un estremecimiento. Y, sin embargo, nada había en aquella estancia que justificara semejante reacción. Era una habitación tranquila y digna, forrada de estanterías atestadas de libros, con unos cuantos dibujos diseminados por aquí y por allá, y, en determinado lugar, un casillero con mapas. También contra la pared había otro casillero mayor lleno de horarios de trenes y folletos de compañías de navegación. Entre las dos ventanas se hallaba un escritorio de regular tamaño y tablero plano en el que se veía un teléfono y sobre cuya extensión parecía flotar en el aire una máquina de escribir. Todo estaba escrupulosamente ordenado anunciando un genio que presidía sobre aquel conjunto y era la encarnación de lo sistemático.

Los libros atrajeron al hombre que esperaba, quien recorrió los estantes con ojo experimentado leyendo los títulos hilera por hilera. No había tampoco causa para estremecerse en aquellos volúmenes sólidamente encuadernados. Se fijó especialmente en los dramas en prosa de Ibsen y en varias novelas y obras teatrales de Shaw; en las ediciones de lujo de Wilde, Smollett, Fielding y Las Mil y Una Noches; en La evolución de la propiedad, de La Fargue; en el Manual de marxismo; en los Ensayos fabianos; en la Supremacía económica, de Brooks; en Bismarck y el socialismo del Estado, de Dawson; en El origen de la familia, de Engels; en Los Estados Unidos en Oriente, de Connat, y en El sindicalismo, de John Mitchell. Aparte, y en lengua original, se hallaban las obras de Tolstoi, Gorki, Turgueniev, Andreyev, Goncharov y Dostoyevski.

El visitante se acercó después a una mesa cubierta de revistas y periódicos cuidadosamente apilados y sobre la cual, en un rincón, se encontraba también una docena de novelas de publicación reciente. Acercó a ella un cómodo sillón, estiró las piernas, encendió un cigarrillo y dirigió la vista a los libros. Uno de ellos, un volumen delgado encuadernado en rojo, atrajo su atención. En la cubierta destacaba una mujer provocativa. Lo tomó y leyó el título: Cuatro semanas: un libro escandaloso. En el momento en que lo abrió, tuvo lugar entre las pastas una explosión, leve pero estridente, acompañada de un destello de luz y una nubecilla de humo. Al momento sufrió el visitante una convulsión de terror. Cayó hacia atrás hundiéndose en el asiento con los brazos y las piernas por los aires y soltando el libro como arrojaría lejos de sí una serpiente un hombre que la hubiera cogido inadvertidamente. El visitante estaba profundamente alterado. Su hermosa tez cetrina se había teñido de un verde espectral y sus ojos negros y acuosos estaban henchidos de terror.

Fue entonces cuando se abrió la puerta que daba al interior del apartamento y entró el genio rector. Un frío regocijo heló su semblante cuando constató el abyecto temor del otro. Se agachó, recogió el libro del suelo, lo abrió y dejó al descubierto el mecanismo de juguete que había provocado la explosión.

—No me extraña que los seres como usted tengan que acudir a mí —dijo desdeñosamente—. Ustedes, los terroristas, nunca dejarán de sorprenderme. ¿Cómo es posible que lo que más les fascina sea precisamente aquello que más temen?

Su actitud era ahora de un profundo desprecio.

—Me refiero a la pólvora. Si este mecanismo de juguete le hubiera estallado directamente sobre la lengua, no le habría provocado más que una ligera molestia temporal al hablar y al comer. ¿A quién quieren matar ahora?

El que así hablaba ofrecía un marcado contraste con el visitante. Tan rubio era que podía decirse que tenía el cabello descolorido. Sus ojos, velados por pestañas casi albinas y extraordinariamente finas y sedosas, eran del azul más pálido que pueda imaginarse. Tenía la cabeza, parcialmente calva, cubierta por una ligera capa de cabello igualmente fino y sedoso, de un blanco tan marcado que se diría nieve y en el que, sin embargo, el tiempo no había dejado su huella. La boca era firme y reflexiva, aunque no dura, y la suave curva de la frente, amplia y orgullosa, hablaba con elocuencia del cerebro que tras ella se ocultaba. Se expresaba en un inglés dolorosamente correcto, y la ausencia total e incolora de deje alguno casi podía decirse que constituía un acento. A pesar de la pesada broma que acababa de gastar al visitante, había en su apariencia pocos vestigios de humor. Una dignidad grave y sombría, que revelaba una vida dedicada al estudio, era lo que le caracterizaba. Emanaban de él un aire de complacencia en el poder y una elevación hecha de calma filosófica que estaba muy por encima de los libros falsos y de los mecanismos de explosión. Tan evasivos eran su carácter, su tono incoloro y su rostro casi carente de perfiles, que resultaba imposible adivinar su edad, la cual podía situarse entre los treinta y los cincuenta años…, o quizá los sesenta. Se intuía, eso sí, que era más viejo de lo que aparentaba.

Asesinatos, S. L. – Jack London

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