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Arturo, la estrella más brillante

Resumen del libro:

Arturo, el hijo de la vieja Rosa, asiste a un concierto musical y a la salida de éste, y aún embelezado por las dulces notas y acordes musicales de tan hermoso evento, se encuentra en medio de una de las tantas redadas, que con cierta frecuencia realiza la policías en contra de todos aquellos jóvenes que gustan de llevar el pelo más largo de lo habitual o que usan vestimentas muy demasiado apretadas o que por sus ademanes, más delicados de lo habitual, parezcan homosexuales, motivo más que suficiente para ser detenidos y condenados a realizar trabajos forzados en un campo de concentración exclusivo para ellos. Es aquí, que empleando su prodigiosa imaginación, Arturo construye un mundo irreal, que lo proteja y aleje de la barbarie que lo rodea.

A Nelson, en el aire.

«He visto un lugar remotísimo habitado por elefantes regios», había escrito hacía unos años, no muchos, cuando aún pensaba que un grupo de signos, que la cadencia de unas imágenes adecuadamente descritas, que las palabras, podrían salvarlo… y ahora hizo descender los elefantes y depositó sus grandes figuras palpables y apacibles al final de la extensa llanura, donde comenzaba su gran obra; porque si era cierto que ya antes se había ejercitado, si desde hacía mucho tiempo no desperdiciaba un solo minuto libre sin dedicárselo a la construcción de un árbol gigantesco, de una piedra de matices cambiantes, de unas aguas sin centinelas, de un rostro, era ahora realmente cuando todos esos esfuerzos tomaban una coherencia suprema, se encaminaban hacia un fin perfecto y ordenado, único y grandioso; así se orientaban misteriosamente las ideas, llegaban, eran seleccionadas, eran rechazadas las imágenes simples o repetidas, feas o tristes que diariamente tenía que contemplar y que seguramente ellos, los otros, los demás, todos, se las lanzaban contra su memoria o su ilusión, siempre para joder, siempre para joder, queriéndole estropear su obra, queriendo interrumpirlo, queriendo confundirlo y perderlo, reducirlo, enmarcarlo a sus estúpidos razonamientos, a sus mezquinas concepciones, al mundo, a su mundo (el mundo de ellos) a la vida, a sus asquerosas vidas; pero todos sus razonamientos, todas sus fuerzas y hasta sus gestos, todo su organismo y sus intenciones, todos sus sentidos estaban tensos, limpios, alertas, listos, dispuestos a asimilar y a rechazar, a aprovechar y transformar, a sacrificar, en función de la gran obra que por ellos fluía; y ya él sentía de nuevo, de nuevo, aquel escozor nunca antes (antes) sentido y sin embargo, sin saber por qué, conocido, era un cosquilleo, una pululación, era como si de pronto lo estuviesen levantando lo alzasen flotase (otra vez, otra vez), y en ese espacio sin atmósfera, él ascendía, él ascendía, ascendía conducido, liberado por los impulsos de su genio que él veía adquirir dimensiones tales, destrezas tales que ya parecía que se hubiese independizado del resto, de su ser de su organismo, de sus instrumentos necesarios para manifestarse, de, incluso, su propio cerebro era como si alguien, él mismo, pero no él estuviese haciendo gestos inconcebibles, provocando un llanto, una alegría, una plenitud, desgranando ante un auditorio sin tiempo un ritmo, una canción, una melodía, la única, la exquisita, la que todos siempre habían soñado, habían esperado secretamente aterrorizados y felices, y él se veía otorgando aquellas maravillas, el viéndolo a él …. y tuvo casi terror al pensar que también él podría ser instrumentito ,un simple artefacto, y que la gran melodía, la gran creación, la obra, surgía, surgiría; estaba allí, inexorable, y que sencillamente lo utilizaba, como pudo haber utilizado a cualquier otro, como utilizaba también a sus intérpretes, a los que contemplaban, para situarse, para manifestarse para dar testimonio, de tiempo en tiempo, de una invariable, inexpugnable, eternidad, ahora, en este preciso momento, valiéndose de un sencillo, ignorante, mensajero, que el excesivo espanto, y también el azar habían determinado que fuese él… y secretamente sintió que aún en el momento más sublime de su existencia, el momento que la justificaba, aún entonces, aún ahora, seguía siendo víctima de una estafa era un esclavo; pero acaso, ¿no podrían ser ellos ahora quienes se empecinasen con su típica tenacidad malévola, única tenacidad auténticamente humana, en introducir en su cerebro aquellas maquinaciones? ellos, con sus infinitas conversaciones inútiles, ellos con sus gestos excesivamente afeminados, artificiales, grotescos, ellos rebajándolo todo, corrompiéndolo todo, hasta la auténtica furia del que padece el terror, hasta el abusado ritual de las patadas, los culatazos en las nalgas, las bofetadas; hasta la ceremonia de un fusilamiento se convertía, se transformaba para ellos en una ajetreo de palabras rebuscadas, de poses y chistes de ocasión; ellos, reduciendo la dimensión de la tragedia de la eterna tragedia del sometimiento, de su eterna desgracia, a la simple estridencia de un barullo, enarbolando el choteo, la risa, el marcado aleteo de las pestañas, la mueca, la mano como ala, la parodia vulgar de alguna danza clásica ellos pintándose el rostro con lo que apareciese Improvisando pelucas con flecos de yagua y hojas de maguey, remedando minifaldas con sacos de yute hábilmente sustraídos de los almacenes custodiados, y en la noche confundiendo sus insatisfacciones, chillando, soltando su estúpida jeringonza, sus estúpidos ademanes exhibicionistas, sus máscaras que ya de tanto usarlas habían pasado a ser sus propios rostros… ¿quién, allí, por allí, por unos instantes se detenía y pensaba?, ¿quién aprovechaba las cada vez más escasas oportunidades para salir corriendo, para huir?… gracias pues a ellos ( a «ellas») había elegido hacerse superior, o también podían ser los otros (había establecido tres categorías: ellos, los otros y los demás), los otros, los que están después de ellos, los que vigilan, los que se consideran superiores, elegidos, puros, los que se vanaglorian, sin ser excesivamente cierto de no haber tenido, de no tener relaciones más que con hembras, jebas de grandes tetas, así, así, mujeres de grutas supurantes, bollos que al ser penetrados y dar testimonio público del acontecimiento, los otros y también los demás (todos extremadamente exhibicionistas) les otorgaban como un voto de confianza, un puesto más elevado y el privilegio de ofender; sí, también podían haber sido los otros, los superiores, los de uniforme, los que ahora tienen el mando, las armas, una misma jerga (otra jerga también aborrecible), y el transporte y todos los jepps, automóviles, camiones, guaguas y motocicletas verdes igual que sus ropas, podían haber sido ésos los jefes, o los delegados de los jefes, peores, los que violentos se rascaban los testículos y les gritaban a ellos «maricones, corran», los que lo hubiesen conminado a elegir hacerse superior, Dios; y también la inutilidad de todos los esfuerzos anteriormente ensayados, de todos los inútiles y desesperados artificios para sobrevivir, habían agudizado su poder de selección, de olfato, su miedo, y ahora, no cabía duda, había llegado el momento de la gran identificación, del verdadero encuentro, y todo el agobio y el sinsentido de una existencia superficial primero, esclavizada después, inútil siempre, se borraba, terminaba, ante aquella inmensa explanada donde él había terminado ya de situar los elefantes y ahora configuraba un rosal, pues lo real se dijo, o intuyó, esparciendo un gajo, oscureciendo un follaje, creando un nuevo matiz (no está en el terror que se padece sino en la invenciones que lo borran, pues ellas son más fuertes, más reales, que el mismo terror… aún no había nadie, no llegaba nadie, nadie lo había aún descubierto, no se escuchaban las voces de las maricas en las celdas, o en el barracón o en el campo de trabajo, las afectadas voces siempre delatando, llamando, tratando de impedir que él finalizase alguna construcción urgente —un parasol irrepetible, algún recodo único—, tampoco los soldados lo buscaban todavía, pensó que tendría tiempo, que tenía el tiempo; en otras ocasiones alguien, un intruso, nunca él, el que esperaba, llegaba antes de que él pudiera terminar un ventanal o darle color a las aguas de un río, pero ahora, hoy, había sabido elegir el lugar, había sabido escaparse, correr sin ser visto, había sabido burlar la guardia, abandonar el campo y situarse, instalarse, no como antes: cerca y por poco tiempo, sino lejos y solo, independiente, solo hasta que él, el exquisito, llegara, solo solamente hasta que terminase la gran construcción para que él, el exquisito, se quedara finalmente; había sabido elegir el sitio, huir, y, por ahora, era imposible que ellos, y los otros e inclusive los demás, los que estaban en distinto infierno, en pueblos y ciudades, y vestidos de civil caminaban bovinos temerosos y casi agradecidos por las aceras custodiadas, la inmensa mayoría, pudiesen llegar a molestarlo, y tenía tiempo; de modo que de haberlo querido, Arturo hubiese podido otorgarse a sí mismo el bíblico lujo de un descanso antes de continuar su fabulosa creación… pero no había tiempo que perder, y allá, cerca de los elefantes, hizo surgir grandes columnas que soportarían jardines y elevados salones donde él y él habrían de pasearse… lejos, un pequeño sendero, escoltado por yerbas amarillas se deshace en la arena y es el mar, el mar y la playa que se comunicarán con el castillo por túneles y pasadizos enlosados y húmedos, luego altas veredas invadidas por el perenne efluvio de las flores y al construir sobre aquellas arenas la gran escalinata que conduciría a los miradores del traspatio real…

Arturo, la estrella más brillante – Reinaldo Arenas

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