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Arsenio Lupin contra Herlock Sholmes

Arsenio Lupin contra Herlock Sholmes, una novela de Maurice Leblanc

Arsenio Lupin contra Herlock Sholmes, una novela de Maurice Leblanc

Resumen del libro:

Maurice Leblanc estaba convencido de que la propiedad era un robo, de modo que se le ocurrió crear uno de los personajes más populares que ha dado la literatura de misterio: Arsenio Lupin, caballero y ladrón, que durante décadas desvalijó a los ricos sin el menor escrúpulo. Lupin era bromista, fanfarrón, amante de los disfraces, de los efectos teatrales y del peligro… sabía tratar a las mujeres y era implacable con sus víctimas. La policía era incapaz de pescarle… hasta que tuvo que vérselas con el único hombre capaz de estar a su altura: Herlock Sholmes. En «La dama rubia» y «La lámpara judía», las dos aventuras que integran este volumen, el hombre de las mil caras, el maestro de la fantasía, el genio de los ladrones, se enfrenta al rival insobornable, al maestro de la lógica, al genio de los detectives. El resultado es magia y diversión en estado puro.

LA DAMA RUBIA

El número 514, serie 23

El 8 de diciembre del año pasado, el señor Gerbois, profesor de matemáticas en el Liceo de Versalles, descubrió entre el batiburrillo de una tienda de compraventa, un pequeño secrétaire de caoba que le agradó por la variedad de sus gavetas.

«He aquí lo que necesito para el cumpleaños de Suzanne», pensó.

Y como se las ingeniaba, en la medida de sus modestos recursos, por complacer a su hija, le quitó el precio y pagó la suma de sesenta y cinco francos.

Cuando daba su dirección, un joven de aspecto elegante y que hacía un buen rato iba husmeando de un lado para otro, vio el mueble y preguntó:

—¿Cuánto?

—Está vendido —replicó el dueño de la tienda.

—¡Ah!… ¿Al señor, quizá?

El señor Gerbois saludó y, tanto más contento por haber comprado un mueble que le gustaba a un semejante, se retiró.

Pero no había dado diez pasos en la calle cuando se le unió el joven, el cual, con el sombrero en la mano y un tono de perfecta cortesía, le dijo:

—Le ruego que me perdone, señor. Pero voy a hacerle una pregunta indiscreta… ¿Buscaba ese secrétaire con mayor interés que cualquier otra cosa?

—No. Buscaba una balanza de ocasión para algunos experimentos físicos.

—Entonces, ¿no le importa mucho?

—Sí me importa.

—¿Porque es antiguo tal vez?

—Porque es cómodo.

—En ese caso, ¿consentiría en cambiarlo por otro secrétaire tan cómodo como ése, pero en mejor estado?

—Éste está en buen estado y el cambio me parece inútil.

—Sin embargo…

El señor Gerbois era hombre fácilmente irritable y de carácter receloso. Respondió secamente:

—Le suplico, señor, que no insista.

El desconocido se plantó delante de él.

—Ignoro el precio que ha pagado usted por ese mueble, señor. Le ofrezco el doble.

—No.

—El triple.

—¡Oh! Basta ya —exclamó el profesor, impaciente—. No vendo lo que me pertenece.

El joven le miró fijamente, de una forma que el señor Gerbois no olvidaría; luego, sin decir una palabra, dio media vuelta y se alejó.

Una hora después llevaban el mueble a la casita que ocupaba el profesor en la carretera de Viroflay. Llamó a su hija.

—Esto es para ti, Suzanne, si todavía te hace falta.

Suzanne era una muchachita bonita, expansiva y feliz. Se arrojó al cuello de su padre y le besó con tanta alegría como si le hubiese ofrecido un regalo digno de reyes.

Aquella misma tarde, después de haberlo colocado en su habitación con la ayuda de Hortense, la criada, limpió las gavetas y colocó cuidadosamente en ellas sus papeles, sus cajas de cartas, su correspondencia, sus colecciones de tarjetas postales y algunos recuerdos furtivos que conservaba de su primo Philippe.

Al día siguiente, a las siete y media, el señor Gerbois se dirigió al Liceo. A las diez, siguiendo una costumbre cotidiana, Suzanne le esperaba a la salida, y para él era un gran placer ver en la acera de enfrente su graciosa figura y su sonrisa infantil.

Y regresaron juntos.

—¿Y tu secrétaire?

—¡Una verdadera maravilla! Hortense y yo hemos limpiado todos los adornos de cobre. Se diría que son de oro.

—¿Estás contenta, entonces?

—¿Que si estoy contenta?… Claro que sí; no sé cómo he podido pasarme sin él hasta ahora.

Atravesaron el jardín que precedía a la casa. El señor Gerbois propuso:

—¿Podríamos verlo antes de comer?

—¡Oh, sí! Es una idea excelente.

La muchacha subió primero; pero, cuando alcanzó el umbral de su dormitorio, lanzó un grito de espanto.

—¿Qué pasa? —balbució el señor Gerbois.

Y entró en la habitación. El secrétaire había desaparecido.

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