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Arrancad las semillas, fusilad a los niños

Resumen del libro:

La primera novela del más celebrado escritor japonés viviente, “Arrancad las semillas, fusilad a los niños” narra las proezas de quince chicos adolescentes de un reformatorio, evacuados en tiempo de guerra a un remoto pueblo de montaña, cuyo alcalde cree que hay que suprimir a los revoltosos «desde la semilla». El narrador, que es el cabecilla de la banda, su hermano pequeño y sus colegas son todos delincuentes marginados, temidos y detestados por los campesinos del lugar. Cuando se declara una epidemia, los habitantes del pueblo los abandonan y huyen, encerrándolos dentro del pueblo vacío; el breve intento de los chicos de construirse una vida autónoma de dignidad, amor y valor tribal, como reacción a la muerte y a la adulta pesadilla de la guerra, está condenado inevitablemente al fracaso. Esta novela, en la que aparecen ecos desde Mark Twain y el Golding de “El señor de las moscas” hasta Mailer y Camus, encierra todas las cualidades que distinguen la escritura de Oé: su ira radical, su evocación de mito y arquetipo y su extraordinario estilo poético.

1

LA LLEGADA

Dos de los nuestros habían huido durante la noche, y por eso no nos pusimos en camino antes de que amaneciera, como era habitual. Para matar el rato, tendimos al débil sol de la mañana nuestros bastos capotes verdes, todavía húmedos a causa del diluvio caído la noche anterior, y contemplamos las turbias aguas del río, que entreveíamos más allá de unas higueras que se alzaban al otro lado del camino, del que nos separaba un seto bajo. La intensa lluvia había dejado el camino lleno de surcos, por los que corría un agua cristalina. El río bajaba muy crecido, porque aguas arriba se había roto una presa por la acción conjunta de la lluvia y el deshielo, y su corriente embravecida emitía un sordo rugido y arrastraba perros, gatos y ratas muertos a una velocidad vertiginosa.

Al cabo de un rato, los niños y las mujeres de la aldea se congregaron en el camino; nos miraban con ojos en los que se mezclaban la curiosidad, la timidez y una insolencia contenida; de vez en cuando, intercambiaban rápidos comentarios en voz baja o soltaban bruscas carcajadas, lo que nos irritaba sobremanera. Para ellos, éramos seres de otro planeta. Algunos de los nuestros se acercaron al seto y se pusieron de puntillas para mostrarles sus penes inmaduros, colorados como fresones. Una mujer de mediana edad, que se había abierto paso a codazos entre el grupo de chiquillos que se partían de risa, contemplaba el espectáculo con los labios apretados y la cara roja como un tomate, y les hacía comentarios rijosos a sus amigas, algunas de las cuales sostenían niños de pecho, entre grandes risotadas. Sin embargo, como aquel juego se había repetido en innumerables ocasiones en los pueblos por los que pasábamos, ya no nos divertía la desvergonzada excitación que mostraban las campesinas a la vista de nuestros penes circuncidados, práctica habitual a que se sometía a los muchachos enviados a un reformatorio.

Así que optamos por hacer caso omiso de la gente del pueblo, que seguía mirándonos, obstinada, desde el otro lado del seto. Algunos de los nuestros se pusieron a dar vueltas por el jardín como animales enjaulados, mientras que otros se sentaron en las losas que había secado el sol a contemplar la tenue sombra de las hojas sobre el suelo de color castaño oscuro y se entretenían resiguiendo sus contornos azul pálido con la punta de un dedo.

Sólo mi hermano pequeño devolvía las miradas y observaba a los campesinos apoyado en el seto, sin importarle las hojas de camelia, duras como el cuero, que empapaban la pechera de su capote de gotas de rocío. Y es que, para él, los campesinos eran los seres de otro planeta que despertaban curiosidad. De vez en cuando, se me acercaba corriendo y, mientras su cálido aliento acariciaba mi oreja, me describía en voz baja, lleno de emocionada admiración, los ojos tracomatosos de los niños o sus labios partidos, o los dedos deformes y las uñas llenas de mugre a causa del trabajo en el campo de las mujeres. Sin hacer caso de las miradas escrutadoras de los aldeanos, me sentía orgulloso de las brillantes mejillas sonrosadas y la belleza de las pupilas de mi hermano.

No obstante, la mejor actitud que pueden adoptar los seres de otro planeta cuando son apresados y mostrados a la curiosidad pública como bestias enjauladas es convertirse en objetos inanimados, como las piedras, las flores o los árboles; es decir, dejar que los observen. Mi hermano menor, por culpa de su insistencia en ser nuestro ojo que miraba a la gente del pueblo, a veces recibía en plena cara los espesos escupitajos verdeamarillentos que las mujeres le lanzaban con la punta de la lengua, o las piedras que le tiraban los niños. Pero él, sin perder la sonrisa, se limpiaba la cara con un gran pañuelo con pájaros bordados y seguía mirando con asombro a los campesinos que lo insultaban.

Aquello era consecuencia de que aún no se había habituado a ser una bestia enjaulada, un ser objeto de todas las miradas. Era el único, pues los demás ya nos habíamos acostumbrado. En realidad, estábamos habituados a toda clase de tropelías. Lo único que podíamos hacer era tratar de sobrevivir, obligados como estábamos a contorsionar nuestros cuerpos y nuestras mentes para amoldarnos a las mil jugarretas sucias que el destino nos hacía cada día. Ser golpeados y caer al suelo bañados en sangre era algo habitual, y aquellos de nuestros compañeros a quienes les había tocado cuidar de los perros policía durante un mes escribían obscenidades en suelos y paredes con sus jóvenes dedos deformados por los tremendos mordiscos que les daban los hambrientos canes cuando los alimentaban cada mañana. Sin embargo, a pesar de lo endurecidos que estábamos, cuando regresaron los dos fugados, seguidos por un policía y uno de los celadores, no pudimos evitar un estremecimiento. Les habían atizado de lo lindo.

Mientras el celador y el policía hablaban con el celador jefe, hicimos corro alrededor de nuestros bravos compañeros que habían fracasado de manera tan miserable. Tenían los ojos amoratados y los labios partidos y llenos de sangre, que también cubría sus mentones y apelotonaba sus cabellos. Saqué de mi morral el botiquín de primeros auxilios, les lavé las horribles heridas con alcohol y les puse yodo. Uno de ellos, el mayor y más robusto, tenía el moratón de una patada en la entrepierna, pero cuando se bajó los pantalones no supimos qué hacer para curarlo.

—Pensaba atravesar los bosques de noche hasta llegar al puerto y escabullirme en un barco que fuera hacia el sur —se lamentó el muchacho.

Soltamos unas tensas carcajadas. Era tal su obsesión por escapar de aquella situación y dirigirse al sur, que lo apodábamos Minami.

—Pero unos campesinos nos descubrieron y nos dieron una paliza. Nos trataron peor que a ratas, y eso que no les habíamos robado ni una patata.

La admiración por el valor de nuestros compañeros y la rabia por la brutalidad de los campesinos hacían que contuviéramos el aliento.

—Casi habíamos llegado a la carretera de la costa, ¿sabéis? —siguió diciendo Minami—. Sólo nos faltaba subirnos a un camión sin que nos vieran, y ya estábamos en el puerto.

—¡Sí! —exclamó compungido su compañero de fuga—. ¡Lástima que nos descubrieran en el último momento!

—¡Fue por tu culpa! —le respondió Minami, que se mordía los labios con rabia—. ¡Porque tuviste mal de tripas!

—Lo siento —dijo su compañero, que agachó la cabeza, avergonzado. Estaba pálido, y se retorcía a causa de los continuos retortijones de vientre.

—¿Os pegaron los campesinos? —le preguntó mi hermano a Minami con los ojos brillantes de excitación.

—No. No puede decirse que nos pegaran —le contestó el interpelado con orgulloso desdén—. Lo más cansado era tratar de esquivar los golpes que querían darnos en el culo con las azadas.

—¿Qué? —dijo mi hermano, que parecía extasiado, como si viviera aquella apasionante aventura—. ¿Querían golpearos el culo con las azadas?

El policía se marchó, después de ordenarles a los curiosos que se dispersaran, y el carcelero nos hizo formar. Primero le pegó a Minami y luego a su cómplice, el que sufría los retortijones de vientre, en los labios partidos, por lo que volvió a correrles sangre fresca por el mentón, y los castigó a estar un día sin comer. Era un castigo leve, y como no los golpeó a la manera de un celador, sino tratándoles con lo que a nosotros nos parecía hombría, aquello hizo que lo consideráramos un miembro más de nuestro grupo, cuya cohesión se había restaurado.

—Os aconsejo que no intentéis escaparos, muchachos —dijo el celador hinchando un juvenil cuello, al tiempo que se ruborizaba un poco—. Si lo intentáis, en esta región de pueblos aislados los campesinos os encontrarán antes de que podáis llegar a una ciudad. Os odian como si tuvierais la lepra, y os matarán sin titubear. Sería más difícil escapar de aquí que de la cárcel.

Arrancad las semillas, fusilad a los niños – Kenzaburō Ōe

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