Armancia
Resumen del libro: "Armancia" de Stendhal
“Armancia”, la primera novela de Stendhal, es una obra que anticipa las virtudes narrativas que consagraron al autor francés como uno de los grandes exponentes del realismo psicológico. Publicada cuando Stendhal tenía cuarenta y tres años, tras una etapa de intenso trabajo autobiográfico y crítico, esta obra ya exhibe una precisión analítica y un detallismo que reflejan su agudo interés por el comportamiento humano y las contradicciones internas de sus personajes.
La historia gira en torno a Octavio de Malivert, un joven aristócrata atrapado en una profunda crisis existencial. Octavio encarna las frustraciones de la juventud postnapoleónica, una generación sin ideales claros que añora el heroísmo de épocas pasadas mientras enfrenta la apatía y el vacío de la vida cotidiana. Su relación con Armancia, la protagonista femenina, es tanto un relato de amor como un estudio de la incapacidad de Octavio para reconciliar su sensibilidad con las expectativas sociales y personales. La tensión emocional y psicológica se profundiza con un tema atípico para la literatura romántica: la impotencia sexual, tratado aquí con la sutileza propia de Stendhal.
En esta obra, Stendhal experimenta con lo que él llamaría el “petit fait vrai”, esos pequeños detalles de la realidad que dotan a la narrativa de autenticidad. La introspección de los personajes y la delicadeza con la que se desenvuelven sus conflictos internos son elementos que prefiguran a figuras emblemáticas de su obra posterior, como Julián Sorel en “Rojo y negro”. Octavio, en su melancolía y su búsqueda infructuosa de propósito, se convierte en un arquetipo del intelectual moderno, incapaz de hallar un lugar heroico en una sociedad que ha dejado atrás los grandes gestos.
Además del relato principal, la edición de “Armancia” incluye documentos reveladores que enriquecen la comprensión de la obra. Una carta de Stendhal a Mérimée ofrece un vistazo al contexto de la creación de la novela, mientras que las notas manuscritas al margen de un ejemplar conservado en Civitavecchia revelan los pensamientos del autor sobre su propio trabajo. Estos elementos refuerzan la sensación de estar frente a un texto profundamente personal y experimental, en el que Stendhal ya vislumbraba las inquietudes que desarrollaría con mayor profundidad en sus obras mayores.
“Armancia” es un debut literario que, aunque quizás menos conocido que otras creaciones de Stendhal, ofrece un retrato fascinante de las contradicciones del alma humana y de una época en transformación. Su lectura resulta una experiencia enriquecedora tanto para quienes buscan comprender los inicios del autor como para quienes desean explorar los fundamentos de la novela psicológica en el siglo XIX.
I
It is old and plain
… It is silly sooth
And dallies with the innocence of love.
Twelfth Night, act. II.
Cumplidos apenas los dieciocho años, Octavio acababa de salir de la Escuela Politécnica. Su padre, el marqués de Malivert, deseaba tener en París a su hijo único. Una vez comprobado por Octavio que tal era el constante deseo de un padre al que respetaba y de una madre a la que amaba con una especie de pasión, renunció al proyecto de entrar en la artillería. Hubiera querido pasar unos años en un regimiento y luego presentar su dimisión hasta la primera guerra, que le era bastante indiferente hacer como teniente o con el grado de coronel. Esto es un ejemplo de las singularidades que le hacían antipático a los hombres vulgares.
Gran inteligencia, estatura elevada, maneras nobles, unos magníficos ojos negros, son cualidades que habrían destacado a Octavio entre los jóvenes más distinguidos de la alta sociedad, si un no sé qué de sombrío que asomaba a sus ojos no hubiera movido a compadecerle más que a envidiarle. Habría hecho sensación si se hubiera dignado hablar; pero Octavio no deseaba nada, nada parecía causarle disgusto ni placer. Muy a menudo enfermo durante su niñez, desde que recobrara fuerzas y salud se le vio siempre someterse sin vacilar a lo que le parecía prescrito por el deber; mas dijérase que si el deber no alzara la voz, no encontraría en sí mismo motivo para obrar. Acaso algún principio singular, hondamente grabado en este joven corazón e incompatible con los acontecimientos de la vida real, tales como él los veía producirse en torno suyo, le llevaban a pintarse con imágenes demasiado sombrías su vida futura y sus relaciones con los hombres. Cualquiera que fuese la causa de su profunda melancolía Octavio parecía misántropo con la edad. El comendador de Soubirane, su tío, dijo un día en presencia suya que le asustaba su carácter.
—¿Por qué había de mostrarme distinto de lo que soy? —respondió fríamente Octavio—. Su sobrino estará siempre en la línea de la razón.
—Pero nunca más allá ni más acá —replicó el comendador con su vivacidad provenzal—; de donde concluyo que si no eres el Mesías esperado por los hebreos, eres Lucifer en persona tornando al mundo expresamente para volverme loco. ¿Qué diablos eres? No puedo entenderte; representas el deber encarnado.
— ¡Qué feliz sería no faltando nunca a él! —repuso Octavio—; ¡cuánto desearía devolver al Creador mi alma tan pura como la recibí!
— ¡Milagro! —exclamó el comendador—: ¡he aquí el primer deseo que, en todo un año, he visto expresar a esta alma tan pura que está yerta!
Y, muy satisfecho de su frase, el comendador abandonó el salón corriendo.
Octavio miró a su madre con ternura: ella sabía bien si aquella alma estaba yerta. Podía decirse que madame de Malivert seguía conservándose joven, aunque se acercaba a los cincuenta. Y no sólo porque era todavía bella, sino porque, dueña del ingenio más singular y más agudo, había conservado una simpatía viva y servicial por los intereses de sus amigos, e incluso por las penas y por las alegrías de los jóvenes. Participaba espontáneamente en sus esperanzas y en sus temores, y enseguida llegaba a esperar o a temer ella misma. Este carácter pierde algo de su gracia desde que la opinión parece imponerlo como un precepto de conveniencia a las mujeres de cierta edad que no son devotas; pero nunca la afectación entró ni de lejos en el carácter de madame de Malivert.
Su servidumbre observaba que, desde hacia algún tiempo salía en fiacre, y muchas veces, al regreso, no volvía sola. Saint-Jean, un viejo ayuda de cámara que era curioso, y que había seguido a sus dueños a la emigración, quiso saber quién era un hombre que madame de Malivert había traído varias veces a casa. El primer día, Saint-Jean perdió al desconocido en una aglomeración; a la segunda tentativa, la curiosidad de este hombre tuvo más éxito: vio al personaje a quien seguía entrar en el Hospital de la Caridad, y supo por el portero que aquel desconocido era el célebre doctor Duquerrel. Los criados de madame de Malivert descubrieron que su señora traía sucesivamente a casa a los médicos más célebres de París, y casi siempre hallaba ocasión de que vieran a su hijo.
Impresionada por las singularidades que observaba en Octavio, temía que sufriera una afección del pecho. Pero pensaba que si tenía la desgracia de estar en lo cierto, nombrar esta cruel enfermedad sería acelerar sus progresos. Algunos médicos, hombres inteligentes, dijeron a madame de Malivert que su hijo no padecía otra enfermedad que esa especie de tristeza descontenta y enjuiciadora que caracteriza a los jóvenes de su época y de su clase; pero le advirtieron que ella sí que tenía que cuidarse mucho del pecho. Esta fatal noticia fue divulgada en la casa por un régimen al que la dama hubo de someterse, y monsieur de Malivert, al que se intentó en vano ocultar el nombre de la enfermedad, entrevió la posibilidad de verse solo en la vejez.
Muy desordenado y muy rico antes de la revolución, el marqués de Malivert, que no había vuelto a ver Francia hasta 1814, en la comitiva del rey, veíase reducido, por las confiscaciones, a veinte o treinta mil libras de renta, y se creía en la mendicidad. La única ocupación de esta cabeza que nunca fue muy fuerte, consistía ahora en tratar de casar a Octavio. Pero, más fiel aún al honor que a la idea fija que le atormentaba, el viejo marqués de Malivert no dejaba nunca de comenzar por estas palabras las insinuaciones que hacía en sociedad: «Puedo ofrecer un buen nombre, una genealogía verdadera desde la cruzada de Luis el Joven, y sólo conozco en París trece familias que puedan andar con la frente alta en este aspecto; pero, por lo demás, me veo reducido a la miseria, a pedir limosna: soy un pordiosero».
Esta manera de ver no es en un hombre de edad lo más a propósito para proporcionar esa resignación dulce y filosófica que constituye la satisfacción de la vejez; y a no ser por las humoradas del viejo comendador Soubirane, meridional un poco loco y bastante malévolo, la casa en que vivía Octavio se habría distinguido por su tristeza hasta en el barrio de Saint-Germain. Madame de Malivert, a la que nada podía distraer de sus inquietudes por la salud de su hijo, ni siquiera sus propios peligros, aprovechó la ocasión del estado enfermizo en que ella se encontraba para incluir en su sociedad habitual a dos médicos célebres. Quería ganar su amistad. Como estos señores eran uno el jefe y otro uno de los más fervientes promotores de dos sectas rivales, sus discusiones, aunque sobre un tema tan triste para quien no está animado por el interés de la ciencia y del problema a resolver, divertían a veces a madame de Malivert, que conservaba un espíritu vivo y curioso. Los animaba a hablar, y gracias a ellos, alguien elevaba la voz, siquiera de vez en cuando, en aquel salón tan noblemente decorado, pero tan sombrío, del hotel de Malivert.
Unos cortinajes de terciopelo verde, recargados de ornamentos dorados, parecían hechos a propósito para absorber toda la luz que podían proporcionar dos inmensas ventanas guarnecidas de espejos en lugar de cristales. Estos ventanales daban a un jardín solitario dividido en parcelas caprichosas mediante festones de boj. Al fondo se veía una hilera de tilos podados con regularidad tres veces al año, y sus formas inmóviles parecían una imagen viva de la moral de esta familia. El cuarto del joven vizconde, que daba al salón y quedaba sacrificado a la belleza de esta pieza esencial, tenía apenas la altura de un entresuelo. Este cuarto horrorizaba a Octavio, y veinte veces había hecho ante sus padres el elogio del mismo. Temía que alguna exclamación involuntaria viniera a traicionarle y a poner de manifiesto lo insoportable que le eran aquel cuarto y toda la casa.
…
Stendhal. (Grenoble, 23 de enero de 1783 – París, 23 de marzo de 1842), fue un escritor francés del siglo XIX. Valorado por su agudo análisis de la psicología de sus personajes y la concisión de su estilo, es considerado uno de los primeros y más importantes literatos del Realismo. Es conocido sobre todo por sus novelas Rojo y negro (Le Rouge et le Noir, 1830) y La cartuja de Parma (La chartreuse de Parme, 1839).
Henri Beyle utilizó diferentes seudónimos para firmar sus escritos, siendo Stendhal el más conocido de ellos. Existen dos hipótesis verosímiles sobre el origen del seudónimo: la más aceptada es que tomara el seudónimo de la ciudad alemana de Stendal, lugar de nacimiento de Johann Joachim Winckelmann, fundador de la arqueología moderna y al que admiraba. Una segunda hipótesis es que el seudónimo sea un anagrama de Shetland, unas islas que Stendhal conoció y que le dejaron una profunda impresión.