Resumen del libro:
Leonardo Padura, reconocido autor cubano, nos presenta en su obra “Aquello estaba deseando ocurrir” un fascinante compendio de relatos que capturan la esencia del universo habanero que ya es marca registrada en sus novelas. A lo largo de este volumen, Padura teje historias magníficas que exploran las complejidades de la vida en La Habana, fusionando elementos de la realidad cotidiana con pinceladas de magia y surrealismo.
El autor nos sumerge en narrativas donde soldados regresan de Angola a La Habana, solo para ser transportados al pasado en Madrid por el azar, o donde la salida de Cuba les deja una extraña sensación de doble traición. Estas historias nos presentan personajes variados, desde jóvenes seducidos por boleros y cantantes de antiguo esplendor hasta hombres solitarios que deambulan por la noche en busca de afecto, transformándose paradójicamente en monstruos.
Dentro del compendio, Padura nos guía a través de las vidas de personas que sueñan con ser escritores, donde sus propias biografías se revelan como los relatos más conmovedores. Asimismo, el autor retrata a aquellos cubanos desesperados que se embarcan rumbo a Miami, ofreciendo una visión rica y evocadora de la atmósfera caribeña impregnada de amor, erotismo, nostalgia y amistad.
Cada relato es una ventana a la riqueza de personajes inolvidables que pueblan la ciudad de La Habana, y a través de sus vidas entrelazadas, Padura construye un tapiz literario que cautiva al lector. “Aquello estaba deseando ocurrir” es, en esencia, una celebración de la complejidad humana, donde la prosa magistral de Padura nos sumerge en un universo narrativo que cautiva desde la primera página hasta la última.
La puerta de Alcalá
Aquello estaba deseando ocurrir.
Marco Aurelio
(Escrito tras la puerta del cuarto de Seymour y Buddy Glass, en Franny y Zooey, de J.D. Salinger)
1
Siempre había oído decir que llamar a las desgracias acaba por traerlas. Y el Jornal de Angola anunciaba otra vez una inminente invasión sudafricana. Cada semana se repetía aquella información, con certezas y evidencias consideradas irrebatibles, con datos logísticos y declaraciones gubernamentales, y aunque en los últimos veintitrés meses los bóers habían atravesado varias veces la frontera de Namibia con algún que otro avión amenazante y unos tanques innegables, la anunciada invasión no se concretaba. Pero leer esa noticia siempre le producía el mismo escalofrío. Era un miedo oscuro y tangible que nacía en el estómago y le debilitaba las piernas y le hacía rogar a lo que fuera que lo inminente esperara hasta después de febrero, cuando él ya estuviera bien lejos de todo aquello y sus dos años de misión en Angola se hubieran convertido en más pasado irreversible.
Sólo que aquel miedo sí podía tener efectos inmediatos. Apenas había leído el titular y unas líneas del primer párrafo y debió abandonar la cama y andar deprisa hacia el baño, con el periódico bajo el brazo, mientras desabotonaba su pantalón. Al cabo de tantos meses ya conocía las causas y efectos de aquel sentimiento incontrolable que había adquirido en Angola y, de algún modo ambiguo hasta para sí mismo, lo disfrutaba con la tranquila convicción de que su miedo no era precisamente cobardía. Por eso, sentado en la taza, se dedicó a rasgar con esmero la parte de la primera plana que desataba sus angustias, dispuesto a vengarse del modo más escatológico y simbólico que conocía: se limpiaría el culo con la noticia, y mientras esperaba el fin de aquel reflejo incondicionado, volteó el pedazo de periódico y descubrió una breve cuña con un título de apenas diez puntos que advertía: «TODO VELÁZQUEZ», y luego reseñaba que entre el 23 de enero y el 30 de marzo estaría abierta en el Museo del Prado la llamada exposición del siglo, donde se reunían, por primera y única vez desde que fueron pintadas, setenta y nueve obras maestras del artista sevillano, llegadas desde todas partes del mundo para sumarse a los fondos del gran museo español.
Mientras se aplicaba concienzudamente a limpiarse con la página deportiva del periódico, se dedicó a pensar en otra de sus obsesiones predilectas: «El mundo es una mierda», se dijo, «yo cagándome en Angola y la gente en Madrid preparándose para ver, justamente, una irrepetible exposición de Diego Velázquez». Desde que había salido de Cuba, hacía ya casi dos años, ni un solo instante había dejado de pensar de ese modo. Lo pensaba cuando, dos veces por semana, le escribía a su mujer aquellas cartas interminables y desgarradas en las que volcaba su desesperación; lo pensaba en las tardes, cuando se asomaba a la ventana de su cuarto y se ponía a estudiar la vida en el campamento que varias familias habían instalado en un almacén abandonado por los portugueses en 1976, y veía cómo los hombres, acuclillados y mascando unas hierbas, veían a su vez a aquellas mujeres marchitas que hervían la yuca y el pescado para el funche en un fogón de leña, mientras les daban de mamar a unos niños mocosos y lentos que quizás nunca sabrían ni de la existencia de la palabra felicidad. También lo pensaba caminando por las calles de Luanda, esquivando los basureros de cada esquina, volteando la cara al paso de los incontables mutilados de una guerra real e interminable, cuando solía preguntarse por qué carajos había gentes condenadas a vivir así, mientras él, precisamente él, deambulaba sin expectativas ni hambre, por aquella ciudad enferma y ajena que no se le entregaba ni se dejaba comprender y cuyo destino final tampoco lograba imaginar.
Cada amanecer, desde entonces, era una cruz en los tres almanaques pegados sobre su cama, el último de los cuales terminaba abruptamente: era apenas el mes de enero de 1990 y ahora le faltaban sólo ocho números por tachar.
—Pero ¿con qué la ligaste, compadre, ron, marihuana y qué más? Porque esa nota no puede ser normal, por mi madre que no. —Y el director del periódico parecía tan convencido que negó además con la cabeza, y sonrió. Habitualmente, casi todo le daba risa, aunque de cierta forma ahora tenía razón, se dijo, pero insistió.
…