Resumen del libro:
“American Gods” es una obra magistral del autor británico Neil Gaiman que nos sumerge en un mundo de mitología contemporánea, donde los dioses ancestrales chocan con las deidades de la era digital en un enfrentamiento épico por la supervivencia y el poder en la América moderna. Gaiman, conocido por su habilidad para tejer historias de fantasía oscura y misteriosa, demuestra una vez más su destreza en esta narrativa única.
La historia comienza con Sombra, un hombre que está a punto de ser liberado de prisión, pero cuya vida da un giro inesperado cuando su esposa, Laura, muere en un misterioso accidente automovilístico. Abatido por la tragedia, Sombra se encuentra con el enigmático señor Miércoles en un avión de regreso a casa. Miércoles se presenta como un dios antiguo, una encarnación de Odín y el rey de América, que busca reclutar a los dioses olvidados para participar en una guerra contra los nuevos dioses de la tecnología y la modernidad.
A lo largo de la trama, Sombra y Miércoles emprenden un viaje a través de los Estados Unidos, encontrándose con una amplia variedad de dioses, criaturas y seres míticos que representan la diversidad cultural de la nación. Gaiman utiliza este viaje como una metáfora de la propia historia de Estados Unidos, donde las creencias y culturas se entrelazan en un crisol de influencias.
La novela es una exploración profunda de la fe, la identidad y la evolución cultural, planteando preguntas fascinantes sobre la relación entre los seres humanos y sus dioses, y cómo estas deidades cambian a medida que la sociedad avanza. Gaiman utiliza un lenguaje evocador y una narrativa cautivadora para tejer una trama rica en simbolismo y significado.
“American Gods” es una obra maestra que combina la fantasía contemporánea con la exploración de la mitología y la cultura en una América en constante cambio. Neil Gaiman demuestra su genio literario al ofrecer una obra que es a la vez entretenida y profundamente reflexiva, invitando a los lectores a cuestionar sus propias creencias y la relevancia de los dioses en el mundo moderno. Una lectura obligada para cualquier amante de la literatura fantástica y una joya en la corona de la obra de Gaiman.
Capítulo Primero
¿Los límites de nuestro país, señor? Pues por el norte limitamos con la Aurora Boreal, por el este con el sol naciente, por el sur con la procesión de los equinoccios y por el oeste con el Día del Juicio Final.
—The American Joe Millar’s Jest Book
Sombra se había pasado tres años en la cárcel. Era bastante grande y todo él parecia transmitir el mensaje de «no me toques los cojones», por lo que su mayor problema consistía en encontrar formas de matar el tiempo. Así que se dedicaba a mantenerse en forma, aprendía a hacer trucos con monedas y pensaba muy a menudo en lo mucho que quería a su mujer.
Lo mejor, en opinión de Sombra, y quizá lo único bueno, de estar en la cárcel era la sensación de alivio. La sensación de que había caído todo lo bajo que podía caer, de que había llegado hasta el fondo. No le preocupaba que el hombre lo fuera a coger, porque el hombre lo había cogido. No le daba miedo lo que el mañana le pudiera traer, porque el ayer se lo había traído.
Sombra decidió que no importaba si uno había hecho aquello por lo que lo habían condenado. Según su experiencia, toda la gente que había conocido en la cárcel se sentía herida por algo: en todos los casos las autoridades habían entendido mal algo, decían que habías hecho algo cuando era falso o, como mínimo, no lo habías hecho tal y como ellos decían. Lo que importaba era que te habían cogido.
Se había dado cuenta de ello durante los primeros días, cuando todo, desde la forma de hablar hasta la horrible comida, era nuevo. A pesar del sufrimiento y la horrible sensación de encarcelamiento, suspiraba aliviado.
Sombra intentaba no hablar demasiado. Alrededor de la mitad del segundo año le mencionó su teoría a Low Key Lyesmith, su compañero de celda.
Low Key, un timador de Minnesota que tenía una cicatriz en la cara, sonrió.
—Sí —dijo—, es verdad. Es incluso mejor cuando te han sentenciado a muerte. Entonces recuerdas los chistes sobre los tíos que empiezan a patalear para quitarse las botas cuando les echan la soga alrededor del cuello, porque sus amigos siempre les habían dicho que morirían con las botas puestas.
—¿Es un chiste? —preguntó Sombra.
—Te lo juro. Humor de condenados a la horca. Es el mejor humor del mundo.
—¿Cuándo colgaron a un hombre por última vez en este estado? —preguntó Sombra.
—¿Y yo qué sé? —Lyesmith siempre llevaba su pelo rubio anaranjado rapado. Se le veían las líneas del cráneo—. Pero te voy a decir una cosa: este país empezó a irse al carajo cuando se dejó de colgar a gente. Si te cargas a la escoria, después no tienes que aguantarla.
Sombra se encogió de hombros. No le encontraba nada romántico a una sentencia de muerte.
Si no tenías una sentencia de muerte, pensaba, la cárcel era, como mucho, tan sólo un aplazamiento temporal de la vida por dos motivos: en primer lugar, la vida transcurre lentamente en la cárcel. Siempre se puede caer más bajo. La vida sigue. Y en segundo lugar, si te limitas simplemente a pasar el tiempo, algún día tendrán que dejarte salir.
Al principio estaba muy lejos como para que Sombra se concentrara en ello. Luego se convirtió en un rayo distante de esperanza y aprendió a decirse a sí mismo «esto también pasará» cuando la mierda de la cárcel se fuera hacia abajo, como la mierda de la cárcel hacía siempre. Un día se abriría la puerta mágica y por fin saldría por ella. Así que empezó a tachar los días en su calendario de los pájaros cantores de Norteamérica, que era el único calendario que vendían en el economato de la cárcel, y el sol se puso y no lo vio y el sol volvió a salir y no lo vio. Aprendió a hacer trucos con monedas gracias a un libro que encontró tirado en la biblioteca de la cárcel; e hizo ejercicio; e hizo una lista mental de lo que haría cuando saliera de la cárcel.
La lista de Sombra se hizo cada vez más y más corta. Al cabo de dos años la había reducido a tres cosas.
En primer lugar, se tomaría un baño. Un baño de verdad, largo, en una bañera y con burbujas. Quizá leería el periódico o quizá no. Unos días pensaba de una manera, otros de otra.
En segundo lugar, se secaría con una toalla y se pondría una bata. Quizá también zapatillas. Le gustaba la idea de las zapatillas. Si fumara, se fumaría una pipa, pero no fumaba. Cogería a su mujer en brazos («Cachorrito —chillaría ella, fingiendo estar asustada para disimular su placer—, ¿qué haces?»). La llevaría al dormitorio y cerraría la puerta. Encargarían pizzas por teléfono si les entraba hambre.
En tercer lugar, cuando Laura y él salieran de la habitación, quizá unos días más tarde, se portaría bien y no se metería en problemas durante el resto de su vida.
—¿Y entonces serás feliz? —le preguntó Low Key Lyesmith. Aquel día estaban trabajando en la tienda de la cárcel, montando comederos para pájaros, una tarea que no resultaba mucho más interesante que troquelar placas de matrícula.
—Ningún hombre es feliz —dijo Sombra— hasta que se muere.
—Herodoto —dijo Low Key—. Eh, estás aprendiendo.
—¿Quién cojones es Herodoto? —preguntó Iceman, mientras ensamblaba un comedero para pájaros y se lo pasaba a Sombra, que lo atornillaba bien.
—Un griego muerto —respondió Sombra.
—Mi última novia era griega —dijo Iceman—. Su familia comía una de mierda que no os lo creeríais. Cosas como arroz envuelto en hojas.
Iceman tenía el mismo tamaño y forma de una máquina de Coca Cola, los ojos azules y un pelo tan rubio que era casi blanco. Le había metido de hostias a un tío que había cometido el error de meterle mano a su novia en el club donde bailaba. Iceman se le tiró encima. Los amigos del tipo en cuestión llamaron a la policía, que detuvo a Iceman, comprobó su historial y averiguó que se había escapado de un programa de reinserción, hacía dieciocho meses.
—¿Qué querías que hiciera? —preguntó Iceman, ofendido, cuando le contó a Sombra su triste historia—. Le había dicho que era mi novia. ¿Tenía que dejarle que me faltara al respeto de esa manera? ¿Eh? No paraba de manosearla.
Sombra le dijo «Cuéntaselo a ellos», y zanjó así la conversación. Una de las primeras cosas que aprendió en la cárcel era que cada uno debía cumplir su condena. No podías cumplir la de otro.
Portarse bien. Cumplir la condena.
Lyesmith le había prestado a Sombra una edición en tapa blanda de las Historias de Herodoto unos meses atrás.
—No es aburrido. Está bien —le insistió cuando Sombra le dijo que no leía libros—. Primero léelo y luego me dices que está bien.
Sombra puso mala cara pero empezó a leerlo y al cabo de poco se encontró con que estaba enganchadísimo al libro, muy a su pesar.
—Griegos —exclamó Iceman enfadado—. No es verdad lo que dicen de ellos. Intenté metérsela a mi novia por el culo y casi me arranca los ojos.
De repente, un día trasladaron a Lyesmith sin previo aviso. Le dejó a Sombra su copia de Herodoto. Entre las páginas había escondida una moneda de cinco centavos. En la cárcel, las monedas eran contrabando, ya que se pueden afilar con una piedra y cortarle la cara a alguien en mitad de una pelea. Sombra no quería un arma; Sombra sólo quería tener algo para entretener las manos.
No era supersticioso. No creía en nada que no podía ver. Aun así, durante las últimas semanas, sentía que la tragedia se cernía sobre la cárcel, de la misma forma que la había sentido los días anteriores al robo. Tenia una sensación de vacío en la boca del estómago, pero él intentaba convencerse de que no era más que el miedo de volver al mundo de fuera. Pero no estaba seguro. Estaba más paranoico de lo habitual, y en la cárcel lo habitual es mucho, y es una técnica de supervivencia. Sombra se volvió más callado, más sombrío que nunca. Se sorprendió a sí mismo observando el lenguaje corporal de los guardas, de los otros reclusos, intentando hallar una pista que le permitiera averiguar aquella cosa mala que estaba a punto de ocurrir. Estaba seguro de ello.
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