Al faro
Resumen del libro: "Al faro" de Virginia Woolf
Movida por la inquietud de explorar el análisis de la conciencia en busca de una realidad más auténtica y esencial, Virginia Woolf encontró en la amalgama de sentimientos, pensamientos y emociones que es la subjetividad el material idóneo para alumbrar una de las obras que sin duda más han contribuido a forjar la sensibilidad contemporánea. Basada en los recuerdos infantiles de los veranos que la autora pasó en la costa de Cornualles y centrada en la figura de una mujer, la señora Ramsay, «Al faro» (1927) gira en torno al tema de la inexorabilidad del paso del tiempo y a la contraposición entre el orden y el caos.
1 – La ventana
—Si el tiempo es bueno, por supuesto que iremos —dijo la señora Ramsay—. Pero tendréis que levantaros con la aurora —añadió.
Fue muy grande la alegría que aquellas palabras causaron en su hijo menor, como si ya hubiera quedado decidido que la expedición era cosa segura y que la maravilla que anhelaba desde hacía tanto tiempo —años y años, se diría— se hallaba, después del breve paréntesis de la oscuridad de una noche y de una jornada de navegación, al alcance de la mano. Dado que a los seis años pertenecía ya a la gran familia de quienes son incapaces de separar un sentimiento de otro, y están obligados a permitir que las esperanzas futuras, con sus alegrías y sus penas, oscurezcan la realidad presente, y dado que para tales personas, incluso cuando no son más que niños, cualquier giro de la rueda de las sensaciones tiene poder para cristalizar y fijar el momento sobre el que descansa su sombra y su luz, James Ramsay, sentado en el suelo mientras recortaba las ilustraciones del catálogo de los Almacenes del Ejército y de la Marina, dotó, mientras su madre hablaba, de una felicidad supraterrena a la imagen de un refrigerador. Era un aparato aureolado de alegría. La carretilla, la segadora de césped, el ruido de los álamos, la palidez de las hojas antes de la lluvia, los graznidos de los grajos, el raspar de las escobas, el frufrú de los vestidos: cada una de aquellas sensaciones tenía en su mente un colorido tan nítido que constituían ya un código privado, un lenguaje secreto, aunque él, con su frente alta y sus despiadados ojos azules, impecablemente cándidos y puros, fruncido ligeramente el ceño ante el espectáculo de la fragilidad humana, pareciera la imagen de la severidad más inflexible y absoluta, por lo que su madre, al verlo guiar sin vacilación las tijeras en torno al refrigerador, se lo imaginó todo de rojo y armiño, administrando justicia o dirigiendo una importante y delicada operación financiera durante alguna crisis de los asuntos públicos.
—Pero no va a hacer buen tiempo —dijo su padre, deteniéndose delante de la ventana de la sala de estar.
Si hubiera tenido a mano un hacha, un atizador para el fuego o cualquier otra arma capaz de agujerear el pecho de su padre y de matarlo, allí mismo y en aquel instante, James la hubiera empuñado con gusto. Tales eran los abismos de emoción que el señor Ramsay provocaba en el pecho de sus hijos con su simple presencia: inmóvil, como en aquel momento, tan enjuto como una navaja, tan afilado como una hoja, sonriendo sarcástico, no sólo por el placer de desilusionar a su hijo y arrojar ridículo sobre su esposa, que era diez mil veces mejor que él desde cualquier punto de vista (en opinión de lames), sino también por el secreto orgullo que le producía la exactitud de sus propios juicios. Lo que decía era verdad. Siempre era verdad. Era incapaz de decir algo que no fuese verdad; nunca modificaba los hechos; nunca renunciaba a una palabra desagradable en servicio de la conveniencia o del placer de ningún mortal, y menos aún de sus propios hijos, que, carne de su carne y sangre de su sangre, tenían que estar al tanto desde la infancia de que la vida es difícil; de que en materia de hechos no hay compromiso posible; y de que el paso a la tierra legendaria en donde nuestras esperanzas más gloriosas se desvanecen y nuestros frágiles barquichuelos naufragan en la oscuridad (aquí el señor Ramsay se erguía y contemplaba el horizonte entornando sus ojillos azules), requiere, por encima de todo, valor, sinceridad y capacidad de aguante.
—Pero quizá haga buen tiempo…, espero que haga buen tiempo —dijo la señora Ramsay, impaciente, retorciendo un poco la media de color marrón rojizo que estaba tejiendo. Si las terminaba aquella noche, si, pese a todo llegaban a ir al faro, se las daría al farero para su hijito, enfermo de tuberculosis ósea; y acompañaría el regalo con un montón de revistas antiguas y algo de tabaco; a decir verdad, les llevaría cualquier cosa inútil que encontrase a mano y no hiciera más que ocupar espacio, con el fin de que aquellas pobres gentes que tenían que estar muertas de aburrimiento, sin otra ocupación durante todo el día que sacar brillo a la lámpara, despabilar la mecha y rastrillar su ridículo jardín, se distrajeran un poco. Porque, ¿a quién podía gustarle permanecer encerrado, durante todo un mes, y posiblemente más en época de tempestades, en una isla rocosa del tamaño de una pista de tenis?, preguntaba la señora Ramsay; a lo que había que añadir la ausencia de correspondencia y de periódicos y el no ver a nadie; y si se era casado, vivir separado de la esposa, no saber cómo estaban los hijos, si habían enfermado, o si se habían caído y se habían roto una pierna o un brazo; ver las mismas olas monótonas rompiendo semana tras semana, y luego la llegada de alguna terrible tempestad, las ventanas cubiertas de espuma, los pájaros chocando contra la lámpara, todo el edificio estremecido, y no atreverse siquiera a sacar fuera la nariz por temor a terminar en el fondo del mar. ¿Qué tal os parecería?, preguntaba la señora Ramsay, dirigiéndose de modo especial a sus hijas. De manera que, añadía, cambiando por completo de tono, había que llevarles cualquier consuelo que se tuviera al alcance de la mano.
—Directamente del oeste —dijo el señor Tansley, el ateo, abriendo mucho los dedos huesudos para que el viento soplara entre ellos, porque acompañaba al señor Ramsay en su paseo vespertino a lo largo de la terraza. Que el viento procediera del oeste significaba que soplaba en la peor dirección posible para desembarcar en el faro. Sí, decía cosas desagradables, reconoció la señora Ramsay; era una crueldad desilusionar todavía más a James; pero, al mismo tiempo, no les dejaría que se rieran de él. «El ateo», lo llamaban; «el ateíto». Rose se burlaba de él; Prue se burlaba de él; Andrew, Jasper y Roger hacían lo mismo; incluso el viejo Badger, al que ya no le quedaba ni un solo diente, lo había mordido, por ser (en palabras de Nancy) el enésimo joven que los había perseguido hasta las islas Hébridas, cuando era mucho más agradable la soledad.
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Adeline Virginia Woolf. Nacida el 25 de enero de 1882 en Londres, es una de las figuras más influyentes de la literatura del siglo XX. Escritora, ensayista y editora, Woolf destacó como una de las principales voces del modernismo literario en inglés, experimentando con técnicas narrativas innovadoras como el monólogo interior y el flujo de conciencia. Estas herramientas le permitieron explorar las complejidades de la mente humana y de la percepción del tiempo de una manera única, lo que puede observarse en algunas de sus obras más conocidas, como La señora Dalloway (1925), Al faro (1927) y Las olas (1931).
Criada en un entorno intelectual, Virginia nació en el seno de una familia acomodada de la sociedad victoriana, lo que facilitó su acceso a la cultura desde temprana edad. Fue en su hogar donde Woolf comenzó a experimentar la literatura y el arte, y su talento emergente encontró pronto eco en el círculo de Bloomsbury, un grupo de intelectuales y artistas británicos que compartían una visión crítica de la sociedad de su época y que impulsaron el pensamiento progresista.
La vida de Woolf estuvo marcada tanto por sus éxitos literarios como por sus luchas personales. Sufrió episodios de inestabilidad mental a lo largo de su vida, algo que influyó profundamente en su escritura y visión del mundo. Pese a sus batallas internas, Woolf abordó con valentía temas complejos y, en su ensayo Una habitación propia (1929), defendió la independencia económica e intelectual de las mujeres, sentando las bases para el feminismo contemporáneo. Su legado en este ámbito sigue siendo muy relevante hoy en día.
Virginia Woolf se suicidó el 28 de marzo de 1941, dejando un profundo vacío en la literatura y la crítica literaria. Su influencia perdura en la literatura moderna, y su estilo innovador y su capacidad para explorar la psicología y la condición humana continúan inspirando a escritores y lectores de todo el mundo.