Resumen del libro:
Thompson es un empresario que inicia una agencia de viajes turísticos en las costas ibéricas. Sufre una lucha de precios con la compañía rival; sin embargo, logra embarcar a un grupo de curiosas personas en su viaje turístico. Entre ellas, destacan la linda estadounidense Alice Lindsay, que viaja junto a su hermana Dolly, Jack, hermano del exesposo de Alice, y el misterioso Saunders. Durante el viaje, Jack trata de conquistar a su cuñada, ya que desea el dinero que le dejó en herencia su hermano. Sin embargo, las peripecias del viaje hacen que Roberto, el traductor y cicerón del viaje, se enamore de ella y se cree una fuerte rivalidad entre Jack y él, hasta al punto de que Jack desee la muerte de uno y de la otra. La nave alquilada por el avaro Thompson, el Seamew, resulta ser un viejo cascarón que no logra soportar todo el camino, lo que lo lleva a encallar en las costas africanas, y eso obliga a los turistas a vérselas con caníbales y ser atacados por bandidos, situación que se empeora con la aparente muerte del traductor, el único que parece tener sangre fría ante tales apuros.
Capítulo primero
AGUANTANDO EL CHAPARRÓN
Dejando vagar su mirada por los brumosos horizontes del ensueño, Roberto Morgand hacía más de cinco minutos que permanecía inmóvil frente a aquella larga pared completamente cubierta de anuncios y carteles, en una de las más tristes calles de Londres.
Llovía torrencialmente. El agua subía desde el arroyo e invadía la acera, minando la base del abstraído personaje cuya cabeza se hallaba asimismo gravemente amenazada.
La mano de éste, debido a su ensimismamiento, había dejado que el protector paraguas se deslizara con suavidad, y el agua de la lluvia caía directamente del sombrero al traje, convertido en esponja, antes de ir a confundirse con la que corría tumultuosamente por el arroyo.
No se daba cuenta Roberto Morgand de esta irregular disposición de las cosas, si tenía consciencia de la ducha helada que caía sobre sus hombros. En vano sus miradas se fijaban en las botas; tan grande era su preocupación, que no notaba cómo lentamente se transformaban en dos pequeños arrecifes, en los que rompían los húmedos embates del arroyo.
Toda su atención hallábase monopolizada por el misterioso trabajo a que entregábase su mano izquierda; sumergida en un bolsillo del pantalón, aquella mano agitada, sopesaba, dejaba y volvía a coger algunas monedas, que totalizaban un valor de 33 francos con 45 céntimos, tal como había podido asegurarse después de haberlas contado repetidas veces.
De nacionalidad francesa, habiendo ido a parar seis meses antes a Londres, después de penosa y súbita perturbación de su existencia, Roberto Morgand había perdido aquella misma mañana la plaza de preceptor que le permitiera subsistir hasta entonces. Después de haber comprobado de una manera harto rápida el estado de su economía, había salido de su domicilio, caminando sin rumbo, cruzando plazas y calles en busca de una idea, de un objetivo y así continuó hasta el instante en que le vemos detenido inconscientemente en aquel lugar.
Ante él surgía el terrible problema: ¿qué hacer, solo, sin amigos, en aquella vasta ciudad de Londres, con 33 francos y 45 céntimos por todo capital?
Tan difícil era el problema que aún no le había hallado solución. Y, no obstante, no parecía Roberto Morgand un hombre dispuesto a dejarse descorazonar fácilmente.
De tez blanca, su frente era despejada; sus largos y retorcidos bigotes separaban de una boca de afectuosa expresión una nariz enérgica modelada en suave curvatura; sus ojos, de un azul oscuro, denotaban una mirada bondadosa que sólo conocía un camino, el más corto.
El resto de su persona no desmentía de la nobleza de su rostro: anchas y elegantes espaldas, pecho robusto, miembros musculosos, extremidades finas y cuidadas, todo denunciaba al atleta hecho a la práctica de los deportes.
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