Resumen del libro:
«Mi madre habría sido más feliz si yo no hubiera nacido.» Así arranca el desgarrador testimonio de un escritor enfrentado a la más dura de sus narraciones, la de su propia vida. Asaltado por los recuerdos mientras cuida a su madre enferma, el pasado se le presenta con vacíos que no logra llenar.
A través de silencios y de un gran talento para la observación, el autor desnuda su intimidad y nos obsequia, con belleza y maestría, el retrato de un país y una época desde su propio universo familiar. Lo acompaña como confidente su vieja mascota, una perrita leal y encantadora.
Descubrir por qué elegimos amar a quien no amamos exige una sinceridad implacable, y eso es lo que no falta en este hermoso relato de despedida. Adiós, pequeño es la reconstrucción emocionante de una infancia en la que todos, abuelos, padres e hijos, han callado demasiado.
Cuando el pasado vuelve cargado de silencios.
No escribas lo que sientes, escribe lo que recuerdas y dirás la verdad, como decía no recuerdo quién.
PRIMERA PARTE
DONDE ESTÉ TU MADRE
Mi madre habría sido más feliz si yo no hubiera nacido. Esa es la única verdad de mi vida. Poco importa el desenlace, ni la trama de esta novela. Asumir las circunstancias de la historia es el único calmante para poder escribir. Tan solo temo el final. El único propósito de esta homilía que lanzo, palabra a palabra, dolor constante y felicidad figurada, es ralentizar la llegada inexorable del punto final como un tren que se ve llegar por la montaña del Cuco y que desaparece, a veces, entre los túneles excavados hace un siglo.
«¿Escribo? —me pregunto—. Escribe y, una vez terminado, no vuelvas. Dile adiós.»
Mi madre habría sido feliz si yo no hubiera nacido. Era 1971, la guerra olía todavía en las calles de Utiel, las mujeres andaban aún de negro por sus muertos, las vendimias contaban los años y las familias bien se casaban de blanco en la iglesia de la Asunción.
Una mujer soltera, de treinta y tres años, viajera, tímida y trabajadora.
Camina sola.
Acaba de saber que está.
El azul del cielo se convierte en marino.
La vida ordena otro guion para quien no lo busca: iglesia a deshoras, padres que niegan el calendario que corre sin disimulo, pueblo que mira, que habla, y un corazón que empieza a latir en las entrañas. Un corazón de niño.
El pequeño nunca supo nada, el silencio atrapa las paredes de algunas casas con historias jamás contadas. Los años pasan como quien pone y quita manteles, para comer, para cenar, para las fiestas. Las migas vuelan por los balcones, ahora son gorriones los que vienen, luego serán gatos, las plantas se secan y regresa la primavera. La adolescencia golpea en el estómago. Nadie ha venido a pelear, pero sucede. El niño es hijo único y las lluvias son el mejor de los muros para poder quedarse en casa. Ama las tormentas porque protegen. Y detesta los veranos porque desnudan y obligan a empatizar con las calles, los amigos y las turbas. Una charanga de fiestas, una pandilla en la que es invisible, una estufa de leña en la que quema deseos y, con las piñas, se chamusca los dedos de niño. Alguien le pregunta qué quiere ser, pero ser es solo una huida: crecer. Y la vida concede ese único deseo. Todo lo demás es azar y casualidades.
Se crece.
Y el niño no sabe casi nada de aquella mujer que habría sido feliz. Ahora ha llegado, el tren silba destino, y la niña, la mujer, la anciana, la madre no quiere coger la maleta, se niega a hacerlo.
El miedo.
Me arrimo a las palabras porque la conversación es vaga, así ha sido siempre. Salgo a pasear por los recuerdos, con la brújula que me dan las letras, poco a poco, para no perderme. Yo, que siempre he planeado los libros como mapas donde pinchaba agujas para saber el camino, seré el acerico donde hundirlas. No hay premisa, pero sí misterios. Todo lo que no sé y jamás nadie me contará empiezo a escribirlo ya en este cuaderno nuevo.
Ahora bien, como soy escritor y he sido periodista, podría describir, definir y observar, sobre todo esto último, mirar qué pasó, dónde se perdió la ruta de la felicidad entre estos muros, y qué sentiste, mamá, el día en el que, sin saber, notaste que había otro corazón en tu interior.
Una vez sorprendí a una vecina, amiga de la familia, fregando los cristales de la puerta azul de la calle de las Cruces, la que lleva recto al cementerio.
—Hola, Carmen. ¿Cómo estás?
—Aquí, fregoteando. Poniendo la casa en orden. —Vi la cara de su tía, fea como un demonio, asomándose entre las cortinillas de los cristales—. ¿Adónde vas, pa casa?
—A por mi madre, que está con mi abuela.
—No te despegas.
Soltó el paño y se apoyó como un garrote en la acera, con los brazos cruzados sobre la vara. Tiesa. Ignoro ahora hacia dónde derivó la conversación ni qué preguntas se hicieron, es ese tipo de mujer que siempre ha querido saberlo todo, porque siento todavía cierto ahogo. Pero no hubo interrogantes. Habló. Me quedé quieto, sin dar crédito, con el aire justo para fingir que no pasaba nada, tan pequeño, sin palabras, y salí calle abajo sin entender cómo cabía tanta maldad en ese cuerpo seco, tanto dolor en el mío. Avergonzado también.
Oí cómo ella seguía a lo suyo, zas, zas, expulsando polvo hacia el bordillo.
La armonía de mi mundo se acababa de romper. Y cuando algo se quiebra, es para siempre, como aquel olmo seco hendido por el rayo.
Y me entristecí todavía más por haberlo sabido así, de aquella manera tan fresca.
Hoy es el día en el que uno se da cuenta de hasta qué punto fue monstruosa la infancia desde el minuto uno, en la normalidad que todos intentaban recuperar. El niño como excusa de una familia feliz donde todo ha de ir pasando urgentemente: las estaciones, los cumpleaños, las tallas, los muebles, las notas, los sacramentos, la altura, la voz, las canas, los viajes, el miedo súbito, la llamada necesaria, el también esto pasará, el acostumbrarse.
La vida es una retirada lenta, pausada; un viaje cargado de maletas a lugares a los que nunca volverás.
Los días no son sino la muerte avisando a cada paso, desde aquel niño que paseaba con su madre a comprar telas de ochenta centímetros o de doble ancho en la avenida del Oeste, Tejidos Marina, donde las putas y los travestis conquistaban el atardecer disimuladamente y la noche en acampada; revista Burda en mano, con los patrones marcados para elegir cuadros, rayas y tergales. Aquí o en Julián López, en Fémina, en la calle Ruzafa, esquina con Cirilo Amorós. Ella cosía. Y yo usaba ese jaboncito con el que se marcaban las telas para dibujar casas con humo y dos ventanas. Se parecen a la que hoy habito. Ella cogía el patrón con los alfileres a la tela. Yo, como un acerico, ya dije, los pinchaba en la piel.
Y ahí empieza a morir el niño: en una casa de mentira, dibujada por otros, sin señales de tráfico, sangrando sobre el papel de seda del que salían vestidos, faldas y blusas que mamá no se ponía, que se empaquetaban cuidadosamente para vecinas y conocidas a las que cobraba poco, y, sobre todo, sentado encima de una calabaza.
Escribo para despedirme de él.
1
Esta miopía me está haciendo feliz.
No veo de lejos y solo me interesa lo que tengo cerca. Fin. Aquí podría acabar este texto. Fin de la novela. No leas más si no quieres. Fin. Se acaba en el momento en el que solo aspiro a lo cercano. El tacto de las manos de mi madre, los golpecitos de mi perra en el sofá cuando quiere salir a pasear con su alegre rabo negro y fuego, la pintura que se me ha quedado seca en los dedos, la leña consumiéndose en la estufa, la rama de olivo que debo reponer robando una nueva en el campo, el cojín de lana y la manta de ganchillo de la abuela, el mechero que hace chispitas, el olor del tomillo en mis manos, la frase de memoria de Platero, el desconchado con forma de ángel que tiene el espejo, la copa de vino y las nueces, el lápiz que mordí en 1975, este de aquí, mis calcetines gordos para ir descalzo, las gafas sucias y la respiración profunda de Leo, mi perra, tras el paseo… Todo eso que es hoy.1
Ese de cerca que roza y que conforma la vida verdadera. La otra, no sé dónde la he puesto. De tanto protegerla, la he perdido.
Ahora que veo poco, que no soy capaz de enfocar, he entendido que la felicidad no está en todos esos grandes escenarios que de pequeño empiezan a convertirse en fascinación, aquellos llenos de detalles y luces, en esos lugares de cine que otros protagonizan. Siempre otros. Nunca nosotros.
No son míos.
Los míos son estos: la herida del dedo, la libreta, la foto enmarcada y la sartén del fregadero.
Busqué durante mucho tiempo el glamour en el brillo de los focos, como si esas luces hicieran la figura más alta, cuando lo que dibujaban era una sombra más larga, más intensa, más profunda.
El niño que soy, crecido y con canas, está feliz de haber viajado, quiere más, pero lo pide de otra manera.
¿Cómo ha sido? No lo sé. ¿Cómo ha pasado el tiempo? ¿Dónde está el sumidero que se lleva los años poquito a poco o a toda velocidad? Esto no es más que un intento de poner tapón a la memoria, de dejar aquí lo que ya nadie nunca recordará por mí. Se fue papá, se irá mi madre y me iré yo. La casa se quedará vacía y con elementos sin significado, muertos sin mortaja, objetos que ahora van de un sitio a otro y que alguien vendrá e irá metiendo en alguna bolsa de basura para vaciar el lugar.
El tiempo y sus caricias. Y sus arañazos. Y las pegas. Y las cosas acumuladas con alguna finalidad que serán bártulos mañana.
Me he quitado el reloj para escribir. Es la ventana abierta la que marca las horas, levantando las cortinas en sus vuelos o apagándolas en vertical, sobrias como monjas. Todos los factores de este relato serán solo una manera de parar lo imparable: el niño que se va, la infancia y sus recuerdos. ¡Si es posible acaso! Y si lo fuera, aquí se queda.
El tiempo y sus caprichos. No voy a vivir más de lo que el texto quiera, ni siquiera mamá. Ni mi perra. Nos iremos yendo, poquito a poco. Y si ha de quedar, que sea esto. Un universo de poquitas vidas, de poquita gente, de los sueños dormidos y los conseguidos. Los sabores de la abuela, la maña de papá para las herramientas, la postura de mamá en la Singer, los olores, el tacto de los sillones, los besos, los bofetones. Mi silla en el colegio y mi escondite, la música del coche y el «ven, que ya está la comida».
Recuerdos. Los que me dé la gana. Me ha dado por salir al balcón a decir adiós, a ver cómo se aleja de una vez el niño que fuimos, que fui, calle abajo, hacia los pinos, allí donde jugaba a ser mayor.
Supongo que, como las plantas que hemos ido poniendo en el patio, algunas agarraron en la tierra y otras se fueron secando.
Brillan la buganvilla y el galán de noche, y cantan los pájaros.
La cortina flota casi en horizontal.
Señala algo. A alguien.
Nada más.
Y nada menos.
…