Ada o el ardor

Resumen del libro: "Ada o el ardor" de

“Ada o el ardor” es una novela escrita por el famoso autor ruso Vladimir Nabokov y publicada en 1969. Es considerada una de las obras más complejas y ambiciosas de Nabokov, y ha sido elogiada por su prosa exquisita, su estructura ingeniosa y su exploración de temas como el amor, la memoria y la identidad.

La novela se centra en la vida de Van Veen, un joven aristócrata ruso que crece en el siglo XIX y que está obsesionado con su prima, Ada. A medida que Van y Ada crecen juntos, se enamoran y comienzan una relación secreta que se desarrolla a lo largo de los años. La historia está narrada en una serie de saltos temporales que abarcan desde la infancia de Van hasta su edad adulta, y desde Rusia hasta América.

Una de las características más notables de “Ada o el ardor” es su estilo de prosa altamente poética. Nabokov usa una gran cantidad de metáforas, aliteraciones y juegos de palabras para crear una prosa rica y evocadora que es una delicia para los sentidos. Su uso del lenguaje es magistral, y es una muestra del dominio de Nabokov sobre el idioma inglés.

Otra característica interesante de la novela es su estructura laberíntica y no lineal. La historia se divide en cinco partes, cada una de las cuales está compuesta por una serie de capítulos que saltan adelante y atrás en el tiempo. Este enfoque no lineal a la narración hace que el libro sea desafiante para el lector, pero también lo hace fascinante y gratificante de leer.

Uno de los temas principales de “Ada o el ardor” es el amor y la obsesión. La relación entre Van y Ada es compleja y apasionada, y se ve agravada por su parentesco cercano. Nabokov explora las complejidades de la atracción y el deseo, y cómo estos sentimientos pueden ser moldeados por las circunstancias de la vida. La novela también trata la cuestión de la identidad y cómo los personajes luchan por encontrar su lugar en el mundo.

En general, “Ada o el ardor” es una obra maestra de la literatura. La prosa de Nabokov es impresionante, su estructura ingeniosa y su exploración de temas profundos e interesantes es muy satisfactoria para el lector. Sin embargo, esta no es una novela para todos los gustos, ya que su complejidad y estilo requieren una atención cuidadosa y una mente abierta. Pero si se está dispuesto a comprometerse con esta novela, el resultado será una experiencia literaria emocionante y gratificante.

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A Véra

PRIMERA PARTE

I

«Todas las familias felices son más o menos diferentes; todas las familias desdichadas son más o menos parecidas», dice un gran escritor ruso al comienzo de una famosa novela (Anna Arkadievitch Karenina, transfigurada en inglés por R. G. Stonelower, editorial Mount Tabor Ltd., 1880). Tal aserto tiene muy escasa relación con la historia que aquí va a contarse, una crónica de familia, cuya primera parte sin duda queda más próxima a otra obra de Tolstoi, Detstvo Otrochestvo (Infancia y Patria, Ediciones Poncio, 1858).

La abuela materna de Van, Daría («Dolly») Durmanov, era hija del príncipe Peter Zemski, gobernador de Bras d’Or, provincia americana del nordeste de nuestro extenso y multiforme país. El príncipe Zemski se había casado, en 1824, con Mary O’Reilly, una irlandesa del gran mundo. Dolly, hija única, nacida en Bras, se casó en 1840, a la tierna y fantasiosa edad de quince años, con el general Ivan Durmanov, comandante de la fortaleza de Yukón y pacífico aristócrata rural que poseía tierras en los Severn Tories (Severniya Territorii), ese protectorado dividido en escaques al que todavía se llama la Estocia «rusa», que se confunde, orgánica y granoblásticamente, con esa Canadia «rusa», también llamada Estocia «francesa», cuya población, compuesta no solamente de colonos franceses, sino también de macedonios y bávaros, disfruta todo el año de un clima apacible bajo las barras y estrellas de nuestra bandera.

Pero la residencia favorita de los Durmanov era su propiedad de Raduga, situada cerca del pueblo del mismo nombre, más allá de la Estocilandia propiamente dicha, en el panel atlántico del políptico continental, entre la elegante Kaluga (New Cheshire, U.S.A.) y la no menos elegante Ladoga, de Mayne, en la cual tenían su residencia urbana y donde habían nacido sus tres hijos: un muchacho, que murió joven y famoso, y un par de difíciles gemelas. Dolly había heredado la belleza y el temperamento de su madre, pero también un rasgo racial más antiguo, atávico, consistente en un gusto arbitrario, y a menudo deplorable, que se refleja perfectamente, por ejemplo, en los nombres que puso a sus dos hijas: Aqua y Marina. (¿Por qué no «Tofana»?, preguntaba el bueno del general —que llevaba airosamente sus cuernos—, con una risa contenida que parecía salirle del vientre y que concluía en una tosecilla falsamente despreocupada; el general temía los estallidos de mal humor de su esposa).

El 23 de abril de 1869, en una verde Kaluga velada por una tibia llovizna, Aqua, ya con veinticinco años de edad y afligida con su acostumbrada jaqueca primaveral, se casó con Walter D. Veen, un banquero de Manhattan, de vieja familia angloirlandesa, que había sido, durante mucho tiempo, amante de Marina, y que pronto iba a volver a serlo, al menos de modo intermitente. Marina, por su parte, se casó cierto día del año 1871 con el primo hermano de su primer amante, otro Walter D. Veen, no menos afortunado pero bastante menos divertido.

La D. que figuraba en el nombre del marido de Aqua significaba Demon (variante de Demian o Dementáis). Así se le llamaba en familia. En sociedad se le conocía generalmente por Raven Veen, o simplemente por Walter el Negro, para distinguirle del marido de Marina, Walter Durak o, simplemente, Veen el Rojo. Demon tenía una doble manía: coleccionaba viejos maestros y jóvenes amantes. También le gustaban los equívocos de mediana edad.

Daniel Veen descendía por su madre del clan de los Trumbell. Siempre estaba dispuesto a explicar con todo detalle (a menos que algún atrevido aguafiestas no le obligase a apartarse del tema) cómo, durante la historia de los Estados Unidos, un «Bull» (toro) inglés se había convertido en una «Bell» (campana) de Nueva Inglaterra. Mal que bien, a poco de cumplir los veinte años se había «dedicado a los negocios» y prosperado, con rapidez sospechosa, como marchand de objetos de arte en Manhattan. No tenía, en principio, ninguna afición a la pintura ni la menor aptitud para cualquier clase de comercio, ni tampoco necesidades que le obligasen a exponer a los vaivenes de un «trabajo» azaroso la sólida fortuna que le había legado una estirpe de Veens mucho más competentes y emprendedores que él.

Dan Veen reconocía no tener una particular inclinación hacia el campo y sólo pasaba algunos fines de semana estivales, cuidadosamente refugiado bajo la umbría, en su espléndida casa de Ardis, próxima a Ladore. Desde su infancia había vuelto pocas veces a otra finca que poseía en el Norte, a orillas del lago Kitej, cerca de Luga, y que contenía… será mejor decir que consistía en una extensión de agua de forma (extrañamente rectangular para una obra en la que sólo había intervenido la naturaleza) que, para atravesarla en diagonal, cierta perca, cuya velocidad cronometraba el joven Daniel, había empleado una media hora. Daniel y su primo, gran pescador en su juventud, eran conjuntamente los propietarios de esta finca.

La carrera erótica del pobre Dan no fue ni complicada ni bonita. Sin embargo (quién sabe cómo ocurrió, pues él mismo había olvidado muy pronto las circunstancias precisas del acontecimiento, del mismo modo que se olvidan las medidas y el precio de un abrigo cortado con esmero, pero que se ha usado de cuando en cuando durante dos temporadas), sin embargo, decíamos, se convirtió fácilmente en un enamorado de Marina, a cuyos padres había conocido cuando todavía tenían su casa de Raduga (vendida después a Mr. Eliot, un hombre de negocios judío). Una tarde de la primavera de 1871, subiendo en el ascensor de los primeros grandes almacenes de diez pisos que se construyeron en Manhattan, pidió a Marina que se casase con él. Pero como su proposición fue rechazada con indignación en el séptimo piso (planta de juguetes), hubo de descender solo. Y, para refrescar sus pensamientos, emprendió un triple periplo alrededor del mundo, en sentido opuesto al de Phileas Fogg, haciendo cada vez, como un paralelo viviente, el mismo itinerario que la vez anterior. Un día de noviembre de 1871, cuando se ocupaba en trazar sus planes para pasar aquella noche en compañía de un cicerone de traje café con leche, hombre encantador, a pesar de su perfume un poco fuerte, cuyos servicios ya había contratado antes dos veces en el mismo hotel de Genova, recibió de su oficina de Manhattan un telegrama de Marina (transmitido con una semana larga de retraso a consecuencia del descuido de una secretaria novata que lo había relegado a un fichero rotulado RE AMOR). Por este pliego urgente, presentado en bandeja de plata, supo Dan que Marina estaba dispuesta a casarse con él en cuanto regresase a América.

En el desván del castillo de Ardis, bajo un montón de papeles viejos, dormía al abrigo del tiempo el suplemento dominical de un periódico que acababa de dar entrada en sus columnas de la página de amenidades a los héroes ya hacía tiempo difuntos de «Buenas noches, pequeños» (Nicky y Pimpernelle, dulce pareja que compartía una angosta camita). Según este ajado testigo, el matrimonio Veen-Durmanov se celebró el día de Santa Adelaida de 1871. Unos doce años y ocho meses más tarde, dos niños desnudos, moreno él y morena ella, con la tez mate y bronceada él y blanca como la leche ella, inclinados sobre unos cartapacios polvorientos bajo el rayo de sol abrasador que descendía oblicuamente del tragaluz, comparaban esta fecha (16 de diciembre de 1871) con otra fecha (16 de agosto del mismo año) anacrónicamente garrapateada por Marina en la esquina de una fotografía «oficial» que estaba, enmarcada en felpa frambuesa, sobre el escritorio de la biblioteca de su esposo y que era idéntica hasta en los menores detalles (incluido el inevitable flamear del velo ectoplásmico de la novia que el vientecillo del atrio había enredado al pantalón rayado del novio) a la fotografía del periódico. El 21 de julio de 1872, una niña vino al mundo en el castillo de Ardis, residencia de su padre putativo; por alguna oscura razón mnemónica, se le dio el nombre de Adelaida. El 3 de enero de 1876, Marina dio a luz otra niña… esta vez la verdadera hija de su padre.

Además de este fragmento ilustrado de la Gaceta de Kaluga (todavía viva, aunque ya algo chocha), nuestros traviesos amigos Nicolette y Pimpernot descubrieron en el mismo desván una caja metálica cuyo misterioso contenido, al decir de Kim, el pinche de cocina (del que hablaremos más adelante), consistía en una colección de microfilms de una longitud prodigiosa que el globe trotter de la familia había traído de sus tres viajes alrededor del mundo. Extraños bazares, angelotes pintarrajeados y el homúnculo que orina aparecían allí por tres veces en diferentes registros del espectro heliocrómico. No hay que decir que, cuando se está a punto de fundar una familia, es preferible no exhibir ciertas escenas de interior (con aquellos grupos de Damasco, donde, junto a Veen, se reconocía a su amigo el arqueólogo, de Arkansas, que no soltaba nunca los dientes de su cigarro y que llevaba la cicatriz de una operación del hígado, y las tres obesas hetairas, y la eyaculación prematura del «geiser arkansiano», como decía jocosamente el tercer varón de la asamblea, un tipo británico muy divertido). No obstante, la mayor parte del film, acompañada de notas puramente documentales (que él encontraba difícilmente, porque los registros se habían perdido o no estaban en su lugar en las cintas esparcidas a su alrededor), fue proyectada con frecuencia por Dan para su joven esposa durante la instructiva luna de miel que pasaron en Manhattan.

Pero fue de un estrato más profundo del pasado de donde exhumaron los dos niños la caja de cartón que contenía su más bello hallazgo: un pequeño álbum de cubierta verde en el que Marina había pegado cuidadosamente las flores cogidas por ella (u obtenidas de algún otro modo) en Ex, un lugar de veraneo montañés próximo a Brig, en Helvecia, donde había vivido, en un chalet alquilado, bastante antes de su matrimonio.

Las veinte primeras páginas estaban repletas de toda clase de pequeñas plantas recogidas al azar, en agosto de 1869, en las herbosas pendientes que ascendían junto al chalet, o en el parque del hotel Florey, o bien en el jardín del sanatorio vecino («mi Nusshaus», como le llamaba la pobre Anna, jugando con la palabra «nuts», demente; Marina, en sus notas de localización, lo denominaba, con más discreción, «el Hogar»). Estas hojitas preliminares ofrecían escaso interés para el botánico y para el psicólogo, y las últimas páginas habían quedado en blanco; pero la parte central, caracterizada por una sensible disminución del número de especímenes coleccionados, ocultaba un auténtico pequeño melodrama cuyos intérpretes eran los espectros de la flores muertas Los vegetales estaban pegados en las páginas de la derecha, y en las de la izquierda figuraban los comentarios de Marina Dourmanoff (sic):

Ancolia azul de los Alpes, Ex-en-Valais, I-IX-69. Recibida de un inglés del hotel. «Colombina alpina, color de tus ojos».

Vellosilla aurícula, 25-X-69, ex horto doctoris Lapiner. Cogida en los muros de su jardín alpino.

Hoja de oro (gingko), caída de un libro, La verdad acerca de Terra, que me dio Aqua antes de regresar al «Hogar». 14-XII-69.

Edelweiss o pie de león artificial traído por mi nueva enfermera con una nota de Aqua en la que me decía que provenía del árbol de Navidad «miserable y extraño» que adorna el «Hogar» 25-XII-69.

Pétalo de orquídea, una de las 99 orquídeas (si se prefiere) que he recibido ayer por correo especial (nunca mejor dicho) desde Villa Armina, Alpes Marítimos. Aparto diez para Aqua, para hacer que se las lleven a su «Hogar». Ex-en-Valais, Suiza. «Nieve en la bola de cristal del destino», como él decía. Fecha borrada.

Genciana de Koch, especie rara, traída por ese lapotchka (adorable) Papiner, de su «gentiarium mudo». 5-1-1870.

Mancha de tinta azul con forma de flor; puro accidente o raspadura embellecida con un difumino. Complicaria complicata, Var. aquamarina. Ex, 15-1-1870.

Flor imaginaria de papel hallada en el bolso de Aqua. Ex, 16-XI-1870. Confeccionada por un coconvaleciente del «Hogar», que ya no es el suyo.

Gentiana verna (primaveral). Ex, 28-111-1870. Sobre el césped del chalet de mi enfermera. Último día aquí.

Los dos niños que habían encontrado este tesoro tan desagradable como singular comentarían así su descubrimiento:

—Mis conclusiones tienen tres puntos —dijo el chico—. Marina, que todavía no estaba casada, y su hermana, que ya lo estaba, invernaban en el lugar de mi nacimiento; Marina tenía, por así decirlo, su propio doctor Krolik; y, finalmente, las orquídeas eran enviadas por Demon, que prefería quedarse a la orilla de la mar, su bisabuela «azul oscuro».

—Y yo —dijo la muchacha— puedo añadir que los pétalos pertenecen a la vulgar órquide papilionácea; que mi madre estaba todavía más loca que su hermana, y que la flor de papel tan bruscamente desdeñada es una reproducción perfectamente reconocible de la sanícula de primavera temprana que yo he visto abundantemente en las montañas costeras de California este último febrero. Nuestro naturalista local, el doctor Krolik, al que tú has aludido, Van, como habría podido hacerle Jane Austen para mayor rapidez del relato informativo (¿se acuerda usted de Brown, verdad, Smith?), identificó el ejemplar que yo traje de Sacramento como un Bear-Foot (pie de oso), B, E, A, R, cariño, y no B, A, R, E (desnudo), como lo están mi pie y el tuyo y el de la Muchacha Stabiana, Sembradora de Flores, una alusión que tu padre (que según Blanche es también el mío) entendería así de fácil —chasquido de dedos a la americana—. Tú sabrás agradecerme que silencie el nombre científico de esta planta. Tengamos en cuenta únicamente que el otro «pie» —el pie de león que provenía del anémico alerce de Navidad— seguramente fue fabricado por la misma mano, la de un joven chino de cerebro enfermo procedente de un lejano colegio: el Barkley de San Francisco.

—¡Muy bien, Pompeianella! Sospecho que has descubierto a la Sembradora de Flores en uno de los libros de arte del tío Dan; yo la he visto y admirado, el verano pasado, en un museo de Nápoles. ¿Pero no crees que ya es hora de que nos pongamos los shorts y las camisas, y de que vayamos en seguida a enterrar o quemar este herbario? ¿No te parece?

—Sí —respondió Ada—. La consigna es: destruir y olvidar. Pero todavía nos queda una hora antes del té.

Volvamos al epíteto «azul oscuro», que antes dejamos pendiente.

Un antiguo virrey de Estoria, el príncipe Ivan Temnosiniyi, padre de la tatarabuela de los muchachos, la princesa Sofía Zemski (1755-1809), y descendiente directo de los soberanos de Iaroslav, anteriores al reinado de los tátaros, llevaba un nombre de diez siglos de antigüedad que quería decir, en ruso, «azul oscuro». Aunque Van fuese inaccesible a las emociones suntuosas del orgullo heráldico y no se preocupase apenas de los tontos que lo mismo ven esnobismo en el culto a los antepasados que en la indiferencia con respecto a ellos, no podía dejar de sentir un enternecimiento de esteta al contemplar el fondo aterciopelado que estaba siempre allí, como un consolador cielo de verano, entre las negras ramas del árbol genealógico. Más tarde, no pudo nunca releer a Proust (como tampoco pudo volver a encontrar el gusto de la pasta perfumada y viscosa de una golosina turca) sin que una oleada de hastío acre y áspero no sublevase su corazón. Y, no obstante, su gran fragmento favorito seguía siendo aquél en que se trataba del nombre malva de «Guermantes», cuyo matiz se aproximaba al de la faja ultramarina en el prisma de la mente de Van y cosquilleaba agradablemente en su vanidad artística.

«Prisma, mente. Asociación estrepitosa. Arréglame esto» (nota al margen de Ada Veen, escritura de época reciente).

Ada o el ardor, de Vladimir Nabokov

Vladimir Nabokov. Nacido el 22 de abril de 1899 en San Petersburgo, fue un escritor, traductor, entomólogo y profesor cuya obra ha dejado una huella imborrable en la literatura del siglo XX. Su vida transcurrió entre múltiples países, reflejando en sus escritos una riqueza cultural y una profundidad intelectual que lo distinguen como uno de los grandes literatos de su tiempo.

Nabókov comenzó su carrera literaria escribiendo en ruso, pero fue en inglés donde alcanzó reconocimiento internacional. Su novela más emblemática, Lolita (1955), no solo provocó controversia por su temática audaz, sino que también demostró su maestría en la construcción de personajes complejos y narrativas envolventes. Obras como Pálido fuego (1962) y Ada o el ardor (1969) consolidaron su estatus como un innovador en el género de la novela moderna, combinando elementos de ficción y poesía con una precisión lingüística incomparable.

Además de su faceta como novelista, Nabókov destacó como traductor, especialmente por su traducción al inglés de Eugenio Oneguin de Aleksandr Pushkin, una labor que le valió elogios y también controversias entre críticos literarios. Su pasión por el lenguaje y su atención meticulosa al detalle le permitieron crear traducciones que capturaban la esencia y el ritmo de los originales, a pesar de las críticas que recibieron algunos de sus métodos.

La vida de Nabókov estuvo marcada por el exilio y la pérdida, eventos que profundamente influenciaron su obra. Tras la Revolución Rusa, su familia se exilió en el Reino Unido y posteriormente en Alemania, donde su padre fue asesinado en circunstancias trágicas. Estas experiencias de desplazamiento y duelo se reflejan en la melancolía y el sentido de pertenencia que impregnan sus escritos.

Además de su contribución a la literatura, Nabókov fue un entomólogo apasionado, especializado en lepidopterología. Su dedicación a la colección y estudio de mariposas le valió reconocimiento académico, y varios géneros de mariposas fueron nombrados en su honor, destacando su legado en el mundo científico.

Nabókov residió en Estados Unidos desde 1940 y más tarde en Suiza, donde falleció el 2 de julio de 1977 en Montreux. Su legado perdura no solo en sus novelas y traducciones, sino también en sus conferencias y ensayos sobre literatura, donde defendió la importancia de la estética y la estructura en la narrativa. Su enfoque innovador y su resistencia a las convenciones literarias lo convierten en una figura central para estudiosos y amantes de la literatura.

La obra de Vladímir Nabókov continúa siendo estudiada y celebrada por su riqueza lingüística, su profundidad psicológica y su capacidad para desafiar las normas literarias. Su vida y su trabajo siguen inspirando a nuevas generaciones de escritores y lectores, asegurando su lugar en el panteón de los grandes escritores universales.