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¡Absalón, Absalón!

¡Absalón, Absalón!, una novela de William Faulkner

¡Absalón, Absalón!, una novela de William Faulkner

Resumen del libro:

A la vez fuente de inspiración literaria y materia de reflexión ética e histórica, el Sur de los EE UU transmite su abigarramiento y complejidad a la gran saga que constituye la obra de William Faulkner, en la que el condado de Yoknapatawpha (mítica transposición de la región norteña del estado de Mississippi) constituye, más que el escenario de la fabulación, su propio objeto.

I

Desde poco después de las dos de la tarde y hasta casi la puesta del sol de aquella larga, aquietada, calurosa y cansina tarde de septiembre, estuvieron sentados en lo que la señorita Coldfield seguía llamando el despacho porque así lo había llamado su padre, una estancia mal iluminada, calurosa, sin ventilación, con las persianas cerradas, afianzadas desde cuarenta y tres veranos antes, porque cuando era niña alguien supuso y le hizo creer que la luz y el aire en movimiento esparcían el calor, y que la penumbra siempre era más fresca, y que (a medida que el sol pegaba con más fuerza por ese lado de la casa, que daba a poniente) se tornaba un enrejado de rayos de luz sesgados, cuajados de motas de polvo que a Quentin le parecían partículas de pintura vieja y seca que hubieran entrado al desprenderse de las persianas descamadas tal como el viento pudiera haberlas arrastrado. Había un emparrado de glicinia que ese verano había florecido por segunda vez sobre un espaldar de madera ante una de las ventanas, en el cual se posaban y echaban a volar los gorriones a rachas, al azar, emitiendo un vivido y polvoriento susurro antes de levantar el vuelo; frente a Quentin, la señorita Coldfield con su luto eterno, que vestía ya desde cuarenta y tres años antes, sin que nadie supiera si era por hermana, padre o por no marido, sentada tan derecha en la silla de respaldo recto, que le quedaba tan alta que las piernas le colgaban inertes, rígidas, como si tuviera las canillas y los tobillos de hierro, lejos del suelo, con ese aire de ira impotente y estática que tienen los pies de los niños, hablaba con su voz denodada, apesadumbrada, asombrada, hasta que al fin la escucha renegase y el sentido del oído se confundiera y apareciese el objeto tiempo atrás muerto de su impotente y sin embargo indomable frustración, como si mediante una recapitulación ultrajada lo evocase, recogido, desatento e inofensivo, extrayéndolo del polvo detenido y soñador y victorioso.

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