A sangre fría

Resumen del libro: "A sangre fría" de

En el pequeño pueblo de Kansas, el 15 de noviembre de 1959, la tranquila vida de la familia Clutter se vio abruptamente interrumpida por un acto de brutalidad incomprensible. Cuatro miembros de la familia fueron asesinados de manera salvaje en su propio hogar, y la comunidad quedó conmocionada. Sin ningún motivo aparente y sin pistas claras para identificar a los asesinos, el caso parecía destinado a permanecer en el misterio. Sin embargo, cinco años después, Dick Hickcock y Perry Smith fueron condenados a muerte por los asesinatos, cerrando este oscuro capítulo de la historia. Truman Capote, un escritor conocido por sus relatos y su estilo único, tomó este escalofriante caso como punto de partida para su obra maestra, ‘A sangre fría’.

En esta novela, Capote trasciende los límites tradicionales de la narrativa y nos sumerge en una experiencia literaria única. ‘A sangre fría’ es más que una mera crónica de hechos; es una exploración profunda de la psicología de los criminales, un análisis minucioso de la comunidad afectada y una inmersión en el proceso de investigación policial. Capote se convierte en un observador incisivo, detallando la vida en el pueblo, pintando vívidos retratos de los miembros de la familia Clutter y siguiendo de cerca las investigaciones que llevaron al arresto de Hickcock y Smith.

El corazón de la novela reside en la construcción de los personajes de los asesinos. Capote los perfila de manera magistral, desentrañando sus motivaciones, sus traumas y sus personalidades psicopáticas. El lector se adentra en las mentes perturbadas de Hickcock y Smith, llegando a conocerlos íntimamente, lo que añade una dimensión humana a estos villanos despiadados.

Lo que distingue a ‘A sangre fría’ es su innovador enfoque en la narrativa realista. Capote se sumerge en el género del “non fiction novel” (novela de no ficción), una etiqueta provocativa y audaz que encaja perfectamente con su obra. La meticulosa investigación y el estilo literario único de Capote se combinan para crear una experiencia de lectura estremecedora y absorbente que cautiva desde la primera página. Este libro, desde su publicación, se convirtió en un clásico de la literatura estadounidense del siglo XX, dejando una marca indeleble en la literatura de no ficción y consolidando a Truman Capote como uno de los grandes escritores de su época. ‘A sangre fría’ es un testimonio de la habilidad de Capote para capturar la esencia de la tragedia humana y una obra que sigue siendo relevante y conmovedora hasta el día de hoy.

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LOS ÚLTIMOS QUE LOS VIERON VIVOS

El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman «allá». A más de cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como el del desierto, tiene una atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que al Medio Oeste. El acento local tiene un aroma de praderas, un dejo nasal de peón, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones ajustados, sombreros de ala ancha y botas de tacones altos y punta afilada. La tierra es llana y las vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado, racimos de blancos silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles mucho antes de que el viajero llegue hasta ellos.

Holcomb también es visible desde lejos. No es que haya mucho que ver allí… es simplemente un conjunto de edificios sin objeto, divididos en el centro por las vías del ferrocarril de Santa Fe, una aldea azarosa limitada al sur por un trozo del río Arkansas, al norte por la carretera número 50 y al este y al oeste por praderas y campos de trigo. Después de las lluvias, o cuando se derrite la nieve, las calles sin nombre, sin árboles, sin pavimento, pasan del exceso de polvo al exceso de lodo. En un extremo del pueblo se levanta una antigua estructura de estuco en cuyo techo hay un cartel luminoso —BAILE—, pero ya nadie baila y hace varios años que el cartel no se enciende. Cerca, hay otro edificio con un cartel irrelevante, dorado, colocado sobre una ventana sucia: BANCO DE HOLCOMB. El banco quebró en 1933 y sus antiguas oficinas han sido transformadas en apartamentos. Es una de las dos «casas de apartamentos» del pueblo; la segunda es una mansión decadente, conocida como «el colegio» porque buena parte de los profesores del liceo local viven allí. Pero la mayor parte de las casas de Holcomb son de una sola planta, con una galería en el frente.

Cerca de la estación del ferrocarril, una mujer delgada que lleva una chaqueta de cuero, pantalones vaqueros y botas, preside una destartalada sucursal de correos. La estación misma, pintada de amarillo desconchado, es igualmente melancólica: El Jefe, El Superjefe y El Capitán pasan por allí todos los días, pero estos famosos expresos nunca se detienen. Ningún tren de pasajeros lo hace… sólo algún tren de mercancías. Arriba, en la carretera, hay dos gasolineras, una de las cuales es, además, una poco surtida tienda de comestibles, mientras la otra funciona también como café… el Café Hartman donde la señora Hartman, la propietaria, sirve bocadillos, café, bebidas sin alcohol y cerveza de baja graduación (Holcomb, como el resto de Texas, es «seco»).

Y, en realidad, eso es todo. A menos que se considere, como es debido, el Colegio Holcomb, un edificio de buen aspecto que revela un detalle que la apariencia de la comunidad, por otro lado, esconde: que los padres que envían a sus hijos a esta moderna y eficaz escuela (abarca desde jardinería hasta ingreso a la universidad y una flota de autobuses transporta a los estudiantes —unos trescientos sesenta— a distancias de hasta veinticinco kilómetros) son, en general, gente próspera. Rancheros en su mayoría, proceden de orígenes muy diferentes: alemanes, irlandeses, noruegos, mexicanos, japoneses. Crían vacas y ovejas, plantan trigo, sorgo, pienso y remolacha. La labranza es siempre un trabajo arriesgado pero al oeste de Kansas los labradores se consideran «jugadores natos», ya que cuentan con lluvias muy escasas (el promedio anual es de treinta centímetros) y terribles problemas de riego. Sin embargo, los últimos siete años no han incluido sequías. Los labradores del condado de Finney, del que forma parte Holcomb, han logrado buenas ganancias; el dinero no ha surgido sólo de sus granjas sino de la explotación del abundante gas natural, y la prosperidad se refleja en el nuevo colegio, en los confortables interiores de las granjas, en los elevados silos llenos de grano.

Hasta una mañana de mediados de noviembre de 1959, pocos americanos —en realidad pocos habitantes de Kansas— habían oído hablar de Holcomb. Como la corriente del río, como los conductores que pasaban por la carretera, como los trenes amarillos que bajaban por los raíles de Santa Fe, el drama, los acontecimientos excepcionales nunca se habían detenido allí. Los habitantes del pueblo —doscientos setenta— estaban satisfechos de que así fuera, contentos de existir de forma ordinaria… trabajar, cazar, ver la televisión, ir a los actos de la escuela, a los ensayos del coro y a las reuniones del club 4-H. Pero entonces, en las primeras horas de esa mañana de noviembre, un domingo por la mañana, algunos sonidos sorprendentes interfirieron con los ruidos nocturnos normales de Holcomb… con la activa histeria de los coyotes, el chasquido seco de las plantas arrastradas por el viento, los quejidos lejanos del silbido de las locomotoras. En ese momento, ni un alma los oyó en el pueblo dormido… cuatro disparos que, en total, terminaron con seis vidas humanas. Pero después, la gente del pueblo, hasta entonces suficientemente confiada como para no echar llave por la noche, descubrió que su imaginación los recreaba una y otra vez… esas sombrías explosiones que encendieron hogueras de desconfianza, a cuyo resplandor muchos viejos vecinos se miraron extrañamente, como si no se conocieran.

El amo de la granja de River Valley, Herbert William Clutter, tenía cuarenta y ocho años y, como resultado de un reciente examen médico para su póliza de seguros, sabía que estaba en excelentes condiciones físicas. Aunque llevaba gafas sin montura y era de estatura mediana —algo menos de un metro setenta y cinco— el señor Clutter tenía un aspecto muy masculino. Sus hombros eran anchos, sus cabellos conservaban el color oscuro, su cara, de mandíbula cuadrada, había guardado un color juvenil y sus dientes, blancos y tan fuertes como para partir nueces, estaban intactos. Pesaba setenta y seis kilos… lo mismo que el día en que se había licenciado en la Universidad Estatal de Kansas terminando sus estudios de agricultura. No era tan rico como el hombre más rico de Holcomb… el señor Taylor Jones, propietario de la finca vecina. Pero era el ciudadano más conocido de la comunidad, prominente allí y en Garden City, capital del condado, donde había encabezado el comité para construir la nueva iglesia metodista, un edificio que había costado ochocientos mil dólares. En ese momento era presidente de la Confederación de Organizaciones Granjeras de Kansas y su nombre se citaba con respeto entre los labradores del Medio Oeste, así como en ciertos despachos de Washington, donde había sido miembro del Comité de Créditos Agrícolas durante la administración de Eisenhower.

Seguro de lo que quería de la vida, el señor Clutter lo había obtenido, en buena medida. En la mano izquierda, en lo que quedaba de un dedo aplastado por una máquina, llevaba un anillo de oro, símbolo, desde hacía un cuarto de siglo, de su boda con la mujer con quien había deseado casarse: la hermana de un compañero de estudios, una chica tímida, piadosa y delicada llamada Bonnie Fox, tres años menor que él. Bonnie le había dado cuatro hijos: tres niñas y después un varón. La hija mayor, Eveanna, casada y madre de un niño de diez meses, vivía al norte de Illinois, pero iba con mucha frecuencia a Holcomb. Precisamente, estaban esperando que llegara con su familia dentro de la quincena que faltaba para el Día de Acción de Gracias, ya que sus padres estaban planeando reunir a todo el clan Clutter (originario de Alemania; el primer emigrante Clutter —o Klotter como lo escribían entonces— había llegado en 1880). Habían invitado a unos cincuenta parientes, algunos de los cuales vendrían de lugares tan lejanos como Palatka, Florida. Tampoco Beverly, la segunda hija, vivía ya en la granja; estaba en Kansas City, Kansas, cursando estudios de enfermería. Beverly estaba prometida con un joven estudiante de biología, que su padre apreciaba mucho; las invitaciones para la boda, que se realizaría en Navidad, ya estaban impresas. Eso dejaba en casa al varón, Kenyon, que a los quince años ya era más alto que su padre y a una hermana un año mayor… la mimada del pueblo, Nancy.

Con respecto a su familia, Clutter sólo tenía un motivo de preocupación; la salud de su mujer. Era «nerviosa», tenía sus «rachas»; esos eran los términos en que la describían quienes la querían. Y no es que «los problemas de la pobre Bonnie» fueran un secreto; todos sabían que hacía más de seis años que estaba en manos de psiquiatras. Sin embargo, aun en esas zonas oscuras había brillado últimamente un rayo de sol. El miércoles pasado, al volver del Centro Médico de Wesley, lugar donde se internaba habitualmente, tras dos semanas de tratamiento, la señora Clutter trajo a su marido noticias casi increíbles: le había dicho jubilosamente que la raíz de sus males, según habían decretado finalmente los médicos, no estaba en su cabeza sino en su columna… era física, un problema de vértebras desplazadas. Por supuesto, tendrían que operarla, y después… bueno, volvería a ser como antes. ¿Sería posible? La tensión, las fugas, los sollozos ahogados por la almohada tras una puerta cerrada con llave, todo debido a una vértebra desplazada… Si era así, el señor Clutter podría rezar una plegaria de gratitud sin reservas ante la familia, en la sobremesa del Día de Acción de Gracias.

Habitualmente, la mañana del señor Clutter empezaba a las seis y media, cuando lo despertaba el ruido de los bidones de leche y la charla de los muchachos que los llevaban, los dos hijos del peón Vic Irsik. Pero hoy se había quedado en la cama, dejando que los hijos de Vic Irsik fueran y vinieran, porque el día anterior —un viernes trece— había sido un día agitado, aunque agradable. Bonnie había vuelto a ser «la de antes»; como preludio a la normalidad, a las fuerzas que recuperaría tan pronto, se había pintado los labios, se había peinado y, con un vestido nuevo, lo había acompañado al Colegio Holcomb donde ambos habían aplaudido una representación estudiantil de Tom Sawyer en la que Nancy había interpretado a Becky Thatcher. Había disfrutado viendo como Nancy actuaba en público, nerviosa pero sonriente, y los dos se enorgullecieron por la actuación de Nancy, que había desempeñado muy bien su papel, sin olvidar ni una coma, y que, como le dijo él después en el camerino, «estaba preciosa; una verdadera belleza del Sur». Después, Nancy, comportándose como si verdaderamente lo fuera, hizo una encantadora reverencia y pidió permiso para ir a Garden City donde en sesión especial a las once y media, en el State Theatre, daban una película de horror que todos sus amigos querían ver. En otras circunstancias, el señor Clutter hubiese negado el permiso. Sus normas eran leyes y una de ellas era que Nancy —y Kenyon— tenían que estar en casa a las diez; sólo los sábados podían llegar a las doce. Pero había pasado tan bien la velada que dio su consentimiento. Nancy no volvió a casa hasta las dos. Él la oyó llegar y la llamó; aunque no era dado a levantar la voz, en aquella ocasión quiso decirle cuatro cosas, no tanto a propósito de la obra sino de Bobby Rupp, el muchacho que la había acompañado a casa, héroe del baloncesto estudiantil.

Al señor Clutter le gustaba el chico y consideraba que para su edad —diecisiete años— era digno de confianza y todo un caballero. Sin embargo, desde que tres años antes le había dado permiso para salir con chicos, Nancy, bonita y admirada como era, no había salido con ningún otro y aunque el señor Clutter aceptaba las costumbres modernas de los adolescentes de todo el país que tenían un amigo fijo, «iban en serio» y usaban anillo, no las aprobaba, sobre todo desde que, por casualidad, había sorprendido al chico Rupp y a su hija besándose. No hacía mucho de eso y había aconsejado a Nancy que dejara de ver tanto a Bobby, tratando de explicarle que era mejor distanciarse gradualmente de él ahora que romper bruscamente más tarde, cosa que no podría menos que suceder pues la familia Rupp era católica y los Clutter metodistas, razón suficiente para que las ilusiones que ambos podían tener de casarse algún día no fueran más que eso, ilusiones. Nancy se había mostrado razonable —por lo menos no discutió— y ahora, antes de darle las buenas noches, Clutter le hizo prometer que comenzaría a distanciarse de Bobby.

A sangre fría: Truman Capote

Truman Capote. Escritor, guionista y dramaturgo americano, pasó su infancia en granjas del sur de Estados Unidos, y en 1933 marchó a Nueva York, en donde se escolarizó, y tras un periodo de tres años en Greenwich, regresó a Nueva York, graduándose en la Dwigh School, comenzando a trabajar con diecisiete años en The New Yorker.

En 1945 Capote publicó un relato en Mademoiselle y en 1948, publicó su primera novela, alcanzando ya un gran éxito. Escribió para diversas revistas como The Atlantic Monthly, Harper´s Bazaar o The New Yorker, y más tarde se involucró en el cine y la comedia musical escribiendo guiones. En 1966 logró un gran éxito con A sangre fría, la crónica novelada de un sangriento asesinato que cambió para siempre el ensayo periodístico.

Continuó su labor creativa, compaginándola con la escritura en revistas y periódicos, y posteriormente se dedicó a las entrevistas en la revista PlayBoy y en televisión. Estuvo muy relacionado con la alta sociedad, y varios de sus libros fueron llevados al cine.

De entre su obra habría que destacar títulos como Desayuno en Tiffany's, A sangre fría o Música para camaleones, entre otros.

Cine y Literatura
Película: A sangre fría

A sangre fría

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