Resumen del libro:
A propósito de nada es la autobiografía de Woody Allen en la que se ofrece un repaso completo de su vida, tanto personal como profesional, y se describe su labor en películas, teatro, televisión, clubs nocturnos y obra impresa, tanto libros como prensa. Allen también habla de sus relaciones con familiares y amigos, y de los amores de su vida.
Al igual que le ocurría a Holden, no me da la gana de meterme en todas esas gilipolleces al estilo David Copperfield, aunque, en mi caso, algunos pocos datos sobre mis padres tal vez os resulten más interesantes que leer sobre mí. Por ejemplo, mi padre, nacido en Brooklyn cuando aquello no era más que un montón de granjas, recogepelotas para los primeros Brooklyn Dodgers, buscavidas de billar americano, corredor de apuestas, un hombre pequeño pero un judío duro, que usaba camisas extravagantes y llevaba el pelo peinado hacia atrás, reluciente como el charol, à la George Raft. Nada de escuela secundaria, en la armada a los dieciséis, miembro de un pelotón de fusilamiento en Francia que ejecutó a un marino estadounidense por haber violado a una chica del lugar. Tirador condecorado al que le encantaba apretar el gatillo y que siempre llevaba una pistola encima hasta el día que murió, sin haber perdido ninguno de sus cabellos plateados y con una visión perfecta y superior a la normal. Una noche, durante la Primera Guerra Mundial, su embarcación fue alcanzada por un proyectil en las heladas aguas de Europa a cierta distancia de la costa. El barco se hundió. Todos se ahogaron, excepto tres tipos que nadaron varios kilómetros y llegaron a la orilla. Él fue uno de esos tres que consiguieron derrotar al océano Atlántico. Pero yo estuve así de cerca de no haber nacido. La guerra llegó a su fin. Su propio padre, que había ganado algo de pasta, siempre lo malcriaba y lo favorecía desvergonzadamente por encima de los retrasados de sus dos hermanos. Y lo de «retrasados» lo digo en serio. De niño, la hermana de mi padre siempre me recordaba a esos fenómenos de los circos a los que se llama «cabezas de aguja». Su hermano, un tipo débil y pálido que parecía un degenerado, recorría las calles de Flatbush vendiendo periódicos hasta que fue disolviéndose como una galleta descolorida. Primero se puso blanco, luego más blanco, luego desapareció. De manera que el papá de mi papá le compró a su marinerito favorito un coche muy llamativo con el que este se dio algunas vueltas por la Europa de la posguerra. Cuando volvió, el viejo, mi abuelo, ya había añadido unos cuantos ceros a su cuenta bancaria y fumaba cigarros Corona de los buenos. Era el único judío que trabajaba como viajante en una importante compañía de café. Mi padre empieza a hacer mandados para él, y un día, cuando estaba acarreando algunos sacos de café, pasa delante de un tribunal y ve bajar por las escaleras al «Niño» Dropper, un matón de aquella época. El «Niño» se sube a un coche y un tipejo insignificante llamado Louie Cohen salta sobre el vehículo y dispara cuatro tiros por la ventanilla mientras mi padre se queda ahí mirando. El viejo me relató esa anécdota muchas veces como si fuera un cuento para antes de dormir, y era mucho más emocionante que Pelusa, Pitusa, Colita de Algodón y Perico, el conejo travieso.
Mientras tanto, el padre de mi padre, que quería convertirse a sí mismo en una industria, adquiere una sucesión de taxis y unas cuantas salas de cine, incluyendo el Midwood Theater, donde yo pasaría una buena parte de mi infancia evadiéndome de la realidad, pero eso sería más tarde. Primero tenía que nacer. Por desgracia, antes de que esa cósmica y remota probabilidad tuviera lugar, el papá de mi papá, en un arranque de euforia demente, empezó a apostar cada vez más en Wall Street, y ya sabemos cómo acaba todo eso. Cierto martes la bolsa decidió suicidarse y mi abuelo, que era un gran apostador, quedó reducido instantáneamente a la más abyecta pobreza. Adiós a los taxis, adiós a las salas de cine, los jefes de la compañía de café se tiran por la ventana. Mi padre, repentinamente responsable de su propia ingesta calórica, se ve obligado a ganarse la vida: conduce un taxi, dirige una sala de billar, le va más o menos bien con una serie de distintos timos y hace de corredor de apuestas. En los veranos le pagan para que se traslade a Saratoga y colabore en algunos asuntos cuestionables relacionados con carreras de caballos a las órdenes de Albert Anastasia. Esos viajes de verano dieron lugar a otra serie de cuentos para antes de dormir. Cómo adoraba él aquella vida. Ropas vistosas, una bonita suma para viáticos, mujeres sexis. Hasta que entonces, de alguna manera, conoce a mi madre. Caramba. Que él y Nettie terminaran juntos es un misterio comparable a la materia oscura. Eran dos personajes tan opuestos como Hannah Arendt y Nathan Detroit, que no se ponían de acuerdo sobre nada excepto Hitler y mis calificaciones escolares. Y, sin embargo, y a pesar de toda esa carnicería verbal, siguieron casados durante setenta años, sospecho que por puro rencor. De todas formas, estoy seguro de que se quisieron a su manera, una manera que probablemente solo compartan algunas tribus de cazadores de cabezas de Borneo.
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