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A los pies de Venus

Libro A los pies de Venus, de Vicente Blasco Ibáñez

Resumen del libro:

“A los pies de Venus” es una cautivadora novela escrita por Vicente Blasco Ibáñez, uno de los autores más destacados de la literatura española del siglo XX. Esta obra es una continuación de su previa creación, “El Papa del mar”, aunque se puede disfrutar de manera independiente.

La trama de la novela se desenvuelve en torno a la apasionante historia de amor entre Claudio Borja, un joven poeta valenciano, y Rosaura Salcedo, una adinerada dama argentina. Si bien en la entrega anterior, Claudio narraba la intrigante historia del cismático Benedicto XIII, conocido como el Papa Luna, a Rosaura, en esta ocasión es el tío de Claudio, Baltasar Figueras, quien rememora vívidamente el ascenso y esplendor de los Borgia en la Roma del siglo XV. La ciudad eternamente fascinante y seductora, que Blasco Ibáñez describe como una urbe “postrada a los pies de Venus”, cobra vida en estas páginas mientras despierta de su largo sueño mortal.

La narrativa de Blasco Ibáñez es una amalgama de historia, romance y una vívida ambientación histórica que transporta al lector a la Roma renacentista. Sus personajes, con sus pasiones y ambiciones, se entrelazan con la esencia misma de la ciudad, creando una experiencia literaria rica en detalles y emociones. La travesía de Claudio y Rosaura, marcada por obstáculos y desafíos, se convierte en el hilo conductor de esta cautivadora novela.

“A los pies de Venus” es una obra literaria que deleitará a los amantes de la historia, la pasión y la intriga. Vicente Blasco Ibáñez, con su maestría narrativa, nos sumerge en un mundo de amor y poder en el corazón del Renacimiento, donde la belleza de la Roma eterna se mezcla con las pasiones humanas. Una novela que, sin duda, dejará huella en quienes se aventuren en sus páginas.

I. Las dichas y contrariedades del caballero Tannhauser en la Venusberg

Al leer distraídamente la fecha de los periódicos recién llegados de París, sintió por primera vez Claudio Borja la existencia del tiempo.

Hasta entonces había llevado una vida irreal, libre de la esclavitud de las horas y las imposiciones del espacio.

Todos los días eran iguales para él.

No vivía, se deslizaba con suavidad por un declive dulce, sin altibajos ni sacudidas. El día presente era tan bello como el anterior, y sin duda, resultaría igual al próximo mañana. Sólo al recordarle la fecha de los diarios otra fecha idéntica guardada en su memoria, hizo un cálculo del tiempo transcurrido durante esta dulce inercia, únicamente comparable a las de los seres que en los cuentos árabes quedan inmóviles, dentro de ciudades encantadas, paralizadas por un conjuro mágico.

¡Un año!… Iba ya transcurrido un año desde aquel suceso que dividía su existencia, como los hechos trascendentales parten la Historia, sirviendo de cabecera a una nueva época. Recordaba su sorpresa en el ruinoso castillo papal de Peñíscola, próximo al Mediterráneo, ante la aparición inesperada de Rosaura Salcedo. La hermosa viuda venía a buscarle sin saber por qué, creyendo obrar así por aburrimiento y moviéndose en realidad a impulsos de un amoroso instinto, aún no definido, que pugnaba por adquirir forma. Luego veía la tempestad, llamada por él providencia, el refugio de los dos en un huerto de naranjos próximo a Castellón, la noche pasada en la vivienda de una campesina, que los tomaba por esposos.

Nunca volvería a ver a esta pobre casa, y, sin embargo, se alzaba en su recuerdo más grande y majestuosa que todos los edificios históricos admirados en sus viajes. Tenía olvidado el nombre de aquella humilde mujer que facilitó, sin saberlo, la aproximación de ellos dos; pero su imagen persistía en su memoria, con el resplandor dulce y atractivo que envuelve a los grandes favorecedores de nuestro pasado.

A partir de aquella noche, el mundo cambiaba para Borja. Tal vez seres y cosas continuaban lo mismo; pero él era otro, viendo transformadas las condiciones de su vida, encontrando un nuevo encanto a lo que antes consideraba monótono y ordinario.

Había descubierto, como todos los enamorados satisfechos de su felicidad, que nuestra existencia tiene más poesía que nos imaginamos en días de pesimismo. Vuelto de espaldas al resto del mundo, no encontraba otra vida digna de interés que la de aquella mujer. Juntos harían su camino en todo lo que les quedase por existir, y eso que ambos, siendo jóvenes veían su futuro como un horizonte sin limites.

Viajaron los primeros meses, yendo a donde van las gentes de la sociedad en que había vivido hasta entonces Rosaura, y procurando al mismo tiempo aislarse de ellas. Aprovecharon el ferrocarril para huir de aquel huerto que tanto recordaban después. Querían un escenario menos rústico para su amor. Esperaron en Barcelona a que el chófer hubiese recompuesto el automóvil en un taller de Castellón.

Luego volvieron a Francia, como si pasada aquella tempestad en el campo de naranjos no pudieran ya pensar más que en ellos dos. La viuda argentina mostrábase de repente sin interés alguno por las bellezas de la costa española y la historia novelesca del Papa Luna.

Volvieron a verse en Marsella, pero ahora sin las dudas y los apartamientos inesperados de semanas antes. Finalmente paseó Claudio por el jardín en declive que ponía en comunicación la elegante casa de Rosaura, en la Costa Azul con los peñascos blancos de áspero mármol, taladrados incesantemente por las aguas marítimas.

La soledad, grata en los primeros días, empezó a pesarle de pronto a Rosaura. Ella, tan deseosa de guardar su reputación y su rango social, se mostró la más osada, como si le placiese exhibir ante sus amigas íntimas este enamorado, más joven que Urdaneta.

—Con discreción todo puede hacerse en nuestro mundo —dijo para convencer a Borja, tímido y prudente.

Viajando juntos y fingiendo vivir separados dentro de un mismo hotel, pasaron los meses de verano en Biarritz; luego en Venecia y en las admirables estaciones alpinas del Tirol. No podía recordar Claudio con exactitud dónde había estado y lo que llevaba visto. Fuese a donde fuese, mar o montaña, ciudad o paisaje, todo creía verlo reflejado en las pupilas de Rosaura apreciando los diversos lugares según los comentarios de ella y la placidez o excitación de sus nervios.

La parecía en ciertos momentos que la atmósfera cantaba alrededor de su persona. Sus pies sentían la impresión de un suelo elástico. Tenía la certeza de poder saltar y mantenerse en el aire, contra todas las leyes físicas, cual si estuviese en otro planeta. Vivía dentro de un perpetuo ensueño, y algunas mañanas, al despertar en un cuarto de hotel, lejos del que ocupaba ella, para mantener unas conveniencias que las más de las veces resultaban inútiles, se preguntaba con Inquietud: «¿Realmente soy el amante de Rosaura? ¿No lo habré soñado en el curso de la noche y voy a convencerme ahora de que todo es mentira?»

Al repeler a continuación las últimas incertidumbres y anemias del sueño, el orgullo de su triunfo se transformaba en modestia, por una misteriosa operación psíquica, reconociéndose indigno de tanta felicidad. ¡Verse amado por aquella mujer que había considerado al principio como perteneciente a una especie superior, sin esperanza de que volviese los ojos hacia él!…

El antiguo mote de caballero Tannhauser empleado algunas veces por Rosaura parecía aumentar su vanidad de amante. Ella era Venus, y él vivía a sus pies saciado de amor, como el réprobo poeta. Aquel jardín de la Costa Azul propiedad de la argentina era comparable a la Venusberg, la legendaria Montaña de Venus, mágico lugar de voluptuosidades, de poesía carnal, que hacia estremecer de espanto a los ascetas cristianos.

Parecía Rosaura satisfecha del resultado de una aventura emprendida ligeramente, sin propósito determinado, con un aceleramiento algo loco.

Halagaba su vanidad femenina la supeditación amorosa de Claudio. Este le había hecho desde el principio el homenaje de su voluntad. En los primeros meses nunca surgían entre ellos las disputas y celos que habían amargado sus relaciones con Urdaneta, el famoso general-doctor. Borja mostraba cierto misticismo en su adoración. La veía como una diosa, y a las divinidades se las obedece, sin discutir con ellas.

En los momentos de agradecimiento amoroso, cuando se siente la necesidad de retribuir la dicha recibida con tiernas palabras, ella decía siempre lo mismo:

—¡Qué bueno eres!… Por eso te quiero como no he querido a nadie.

Después de las semanas otoñales pasadas en París, el invierno los había empujado a la Costa Azul.

Se instaló la señora de Pineda en su lujosa villa entre Niza y Montecarlo, pero ahora con todas las comodidades para una larga permanencia, rodeada de numerosa servidumbre, haciendo saber a sus amigas su firme voluntad de no irse hasta la llegada del verano.

Su pasión le hacía olvidar una vez más aquella maternidad sólo renaciente en días de pesimismo amoroso. Se había preocupado de la educación de sus dos hijos, afirmando que era un sacrificio tener que separarse de ellos; pero su porvenir lo exigía así. Al lado de su madre no adquirirían nunca una verdadera instrucción. El niño había sido enviado a Inglaterra para que hiciesen de él un cumplido gentleman desde su infancia; la niña entraba en un colegio aristocrático de París, dirigido por monjas. Y creyendo haber cumplido por el momento todos sus deberes maternales, pudo dedicarse en absoluto, libre de testigos molestos, a la vida común con el que llamaba su poeta.

Claudio estaba instalado aparentemente en un hotel próximo a la propiedad de la señora de Pineda. Casi todo el día y una gran parte de la noche los pasaba el joven en el jardín de Rosaura o en su casa; pero de todos modos, su domicilio oficial en el hotel, como decía Borja, era una discreta concesión a los respetos sociales. Las gentes amigas de ella cerraban los ojos, admitiendo con aparente buena fe que el español no era más que un visitante de la rica viuda, existiendo entre ambos la simpatía originada por la comunidad de idioma y de origen étnico.

Así se fue prolongando algunos meses más la vida irreal de Claudio. No existían en este jardín de la Costa Azul los mágicos rincones de la Venusberg, con lechos de corales y guirnaldas de floraciones fantásticas semejantes a las de los campos submarinos.

Mas su bosquecillos de rosales en los que abundaban tanto las flores como las hojas, sus plazoletas con fuentes de cantarino gotear, sus enramadas susurrantes bajo las cuales se arrullaban palomas, y su playa de guijarros azules entre peñascos que parecían bloques de mármol en espera de un cincel, fueron testigos muchas veces de lentas conversaciones de los dos enamorados y sus silencios solo interrumpidos por el chasquido de los besos.

Poco antes que Borja se diese cuenta de que ya llevaba un año junto a Rosaura, esta existencia común empezó a sufrir variaciones. Ella le dijo un día con cierta gravedad, como si presintiese un peligro:

—Debemos pensar menos en nosotros, volver a nuestra vida de antes, sin que por eso dejemos de querernos mucho. Las cosas extremadas acaban por resultar violentas y duran poco.

Empezó a mostrarse la hermosa madame Pineda en los salones de juego de Montecarlo, en las comidas de gala de los hoteles, en los dancings más elegantes a la hora del té, seguida, de su español, que era aceptado por todos como un acompañante legal, sin que ninguno se tomase el trabajo de definir el carácter de dicha familiaridad.

Borja la creyó más segura para él viéndola seguir sus costumbres de antes. Así evitaban el aburrimiento de una larga intimidad siempre a solas.

Al poco tiempo, este conformismo del joven empezó a resquebrajarse con los pequeños accidentes diarios de una vida agitada.

La argentina había recobrado su gusto por el baile, y él no era un verdadero danzarín. Confesó Rosaura, con sonrisa algo nerviosa, la imposibilidad de bailar bien con él.

—Sabes de muchas cosas, y por eso te admiro…; pero de bailar…, ¡nada!

Como en realidad no gustaba de la danza, empezó Claudio a mostrar una resignación de marido cortés, manteniéndose en su asiento mientras ella bailaba con otros hombres. Luego, al volver Rosaura a su lado, sonreía con forzada mansedumbre. Nada podía decirle a una mujer que se apresuraba a halagarlo con palabras amorosas, como si le pidiese perdón.

En verdad, Borja no tenía motivos de queja. Ella seguía amándolo lo mismo que antes, como aman las beldades que ya están en los últimos linderos de la juventud a un hombre menor en años.

—El baile —decía— es para mi una gimnasia social, un deporte de moda.

Parecía olvidarse de Claudio en los dancings de los hoteles y en las mesas de juego de Montecarlo; mas una vez satisfechas sus dos pasiones, volvía a buscarlo con el mismo amor de antes, sin que él pudiese sorprender disminución alguna.

Esta confianza en la fidelidad de Rosaura acabó por hacerle sobrellevar sin celos la presencia de un hombre cuyo apellido había perturbado algunas veces la serenidad de sus amores en los primeros meses de vida común.

Estando en París conocía a Urdaneta, el general-doctor, en una fiesta americana a la que asistió acompañando a la señora de Pineda. Indudablemente, el caudillo deseaba su amistad, y lo buscó, haciéndose presentar por un amigo de ambos.

¡Cosa inexplicable para Borja!… Había pensado siempre con odio en este hombre, y al verlo de cerca tuvo que confesar que no le era antipático. Sólo odiaba al general-doctor cuando estaba lejos. Luego, en su presencia, le parecía absurdo que el apellido de este hombre hubiese podido agitar sus nervios. Urdaneta había venido a vivir en Cannes unas semanas, y los dos enamorados lo encontraron repetidas veces en los hoteles de Niza o en el Casino de Montecarlo.

Rosaura, más tenaz en sus desvíos, lo trataba fríamente, esforzándose por hacer ver a todos que este hombre sólo era ya para ella uno de tantos visitantes. El pasado estaba muerto y bien muerto. Borja, en cambio, sentíase atraído por el irresistible agradador. Si su nombre le infundía celos, su presencia real no despertaba en su ánimo ninguna desconfianza, y hasta le inspiraba cierta conmiseración simpática.

En algunas ocasiones, al escuchar que Rosaura hablaba de él con menosprecio, Intentó defenderlo. «¡Pobre general Urdaneta!…» Su época gloriosa iba a terminar.

Era ya el hombre seductor que declina y se sobrevive. Aún conseguía atraer el interés de algunas mujeres con su gran barba rizada, su aspecto de hermosa bestia de combate, sus pasadas aventuras y su petulancia varonil; pero no sabía ocultar su desaliento creciente.

Sufría continuas escaseces de dinero. Esto no resultaba extraordinario en su historia de incansable derrochador. Lo terrible era que se iba cerrando la explotación de su propio país, siempre considerado por él como una mina segura al otro lado del Océano.

A los pies de Venus: Vicente Blasco Ibáñez

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