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A la sombra de las muchachas en flor

A la sombra de las muchachas en flor, de Marcel Proust

A la sombra de las muchachas en flor, de Marcel Proust

Resumen del libro:

A la sombra de las muchachas en flor es el segundo tomo de la obra cumbre de la literatura del siglo XX, En busca del tiempo perdido. Tras ser publicado en 1919, recibió el prestigioso premio Goncourt, otorgando gran fama y reconocimiento a su autor. En este volumen, las reminiscencias del narrador de Por el camino de Swann discurren entre la infancia y la adolescencia. Volviéndose poco a poco indiferente a la hija de Swann, Gilberte, el narrador visita el centro balneario de Balbec con su abuela y conoce a su nuevo centro de atención, -Albertine, «una chica de brillantes y sonrientes ojos y mejillas redondeadas y opacas». Pero esa afortunada connivencia resultará ser una de las numerosas ilusiones y falsas pistas diseminadas en el camino seguido por el narrador de En busca del tiempo perdido y que ni siquiera pueden considerarse necesarias para preparar el descubrimiento final de la verdad, ya que en el pesimista universo proustiano, esta resulta ser una concesión caprichosa e imprevisible, como un don gratuito, ante el cual la única actitud válida es la disponibilidad.

Cuando en casa se trató de invitar a cenar por vez primera al señor de Norpois, mi madre dijo que sentía mucho que el doctor Cottard estuviera de viaje, y que lamentaba también haber abandonado todo trato con Swann, porque sin duda habría sido grato para el ex embajador conocer a esas dos personas; a lo cual repuso mi padre que en cualquier mesa haría siempre bien un convidado eminente, un sabio ilustre, como lo era Cottard; pero que Swann, con aquella ostentación suya, con aquel modo de gritar a los cuatro vientos los nombres de sus conocidos por insignificantes que fuesen, no pasaba de ser un farolón vulgar, y le habría parecido indudablemente al marqués de Norpois “hediondo”, como él solía decir. Y la tal respuesta de mi padre exige unas cuantas palabras de explicación, porque habrá personas que se acuerden quizá de un Cottard muy mediocre y de un Swann que en materias mundanas llevaba a una extrema delicadeza la modestia y la discreción. En lo que a este último se refiere, lo ocurrido era que aquel Swann, amigo viejo de mis padres, había añadido a sus personalidades de “hijo de Swann” y de Swann socio del jockey otra nueva (que no iba a ser la última): la personalidad de marido de Odette. Y adaptando a las humildes ambiciones de aquella mujer la voluntad, el instinto y la destreza que siempre tuvo, se las ingenió para labrarse, y muy por bajo de la antigua, una posición nueva adecuada a la compañera que con él había de disfrutarla. De modo que parecía otro hombre. Como (a pesar de seguir tratándose él solo con sus amigos particulares sin querer imponerles el trato con Odette, a no ser que ellos le pidieran espontáneamente que se la presentase) había comenzado una segunda vida en común con su mujer y entre seres nuevos, habría sido explicable que para medir el rango social de estas personas, y por consiguiente el halago de amor propio que sentía en recibirlas en su casa, se hubiera servido como término de comparación, ya no de aquellas brillantísimas personas que formaban la sociedad suya antes de casarse, sino de las amistades anteriores de Odette. Pero no hasta para aquellos que sabían que le gustaba trabar amistad con empleados nada elegantes y con señoras nada reputadas, ornato de los bailes oficiales en los ministerios, era chocante oírle a él, que antes sabía disimular con tanta gracia una invitación de Twickenham o de Buckingham Palace, cómo pregonaba que la esposa de un director general había devuelto su visita a la señora de Swann.

Habrá quien diga que la sencillez del Swann elegante no fue en él sino una forma más refinada de la vanidad, y que, como ocurre con algunos israelitas, el antiguo amigo de mis padres había mostrado uno tras otro los sucesivos estados por que pasaron los de su raza: desde el snobismo más pueril y la más grosera granujería hasta la más refinada de las cortesías. Pero la razón principal, razón que puede aplicarse a la Humanidad en general, es que ni siquiera nuestras virtudes son cosa libre y flotante, cuya permanente disponibilidad conservamos siempre, sino que acaban por asociarse tan estrechamente en nuestro ánimo con las acciones que nos imponen el deber de ejercitar las dichas virtudes, que si surge para nosotros una actividad de distinto orden nos encuentra desprevenidos y sin que se nos ocurra siquiera que esta actividad podría traer consigo el ejercicio de esas mismas virtudes. El Swann ese, tan solícito con sus nuevos conocimientos y que con tanto orgullo los citaba, era como esos grandes artistas, modestos o generosos, que al fin de su vida se meten en labores de cocina o de jardinería y muestran una ingenua satisfacción por las alabanzas tributadas a sus guisos y a sus macizos, sin aguantar para estas cosas la crítica que aceptan sin reparo cuando se trata de las obras maestras de su arte, o de esos que regalan graciosamente un cuadro suyo y en cambio no pueden perder ocho reales al dominó sin enfurruñarse.

A la sombra de las muchachas en flor – Marcel Proust

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