A este lado del paraíso
Resumen del libro: "A este lado del paraíso" de F. S. Fitzgerald
La figura de Francis Scott Fitzgerald (1890-1940), el escritor más brillante de la llamada «generación perdida», parece extraída de sus propias novelas, que retrataron como ningunas otras la «época del jazz» y la profunda crisis de valores experimentada por la sociedad norteamericana a lo largo de los años veinte, que culminó con el crack económico de 1929. Ambientada en la Universidad de Princeton durante los años anteriores a la entrada de los Estados Unidos en la Gran Guerra, A este lado del paraíso (1920) novela que alcanzó desde su aparición un éxito fulgurante presenta ya las obsesiones, los caracteres y las situaciones que habrían de nutrir las narraciones posteriores de Fitzgerald: el hombre en busca de su propia personalidad, el mundo convencional y brillante de los ricos, la inexorable demolición de los valores ilusorios.
1. Amory, Hijo de Beatrice
De su madre, Amory Blaine había heredado todas las características que, con excepción de unas pocas inoperantes y pasajeras, hicieron de él una persona de valía. Su padre, hombre inarticulado y poco eficaz, que gustaba de Byron y tenía la costumbre de dormitar sobre los volúmenes abiertos de la Enciclopedia Británica, se enriqueció a los treinta años gracias a la muerte de sus dos hermanos mayores, afortunados agentes de la Bolsa de Chicago; en su primera explosión de vanidad, creyéndose el dueño del mundo, se fue a Bar Harbor, donde conoció a Beatrice O’Hara. Fruto de tal encuentro, Stephen Blaine legó a la posteridad toda su altura —un poco menos de un metro ochenta— y su tendencia a vacilar en los momentos cruciales, dos abstracciones que se hicieron carne en su hijo Amory. Durante años revoloteó alrededor de la familia: un personaje indeciso, una cara difuminada bajo un pelo gris mortecino, siempre pendiente de su mujer y atormentado por la idea de que no sabía ni era capaz de comprenderla…
¡En cambio, Beatrice Blaine! ¡Aquélla sí que era una mujer! Unas viejas fotografías tomadas en la finca de sus padres en Lake Geneva, Wisconsin, o en el Colegio del Sagrado Corazón de Roma —una extravagancia educativa que en la época de su juventud era un privilegio exclusivo para los hijos de padres excepcionalmente acaudalados— ponían de manifiesto la exquisita delicadeza de sus rasgos, el arte sencillo y consumado de su atuendo. Tuvo una educación esmerada; su juventud transcurrió entre las glorias del Renacimiento; estaba versada en todas las comidillas de las familias romanas de alcurnia y era conocida, como una joven americana fabulosamente rica, del cardenal Vitori, de la reina Margherita y de otras personalidades más sutiles de las que uno habría oído hablar de haber tenido más mundo.
En Inglaterra la apartaron del vino y le enseñaron a beber whisky con soda; y su escasa conversación se amplió —en más de un sentido— durante un invierno en Viena. En suma, Beatrice O’Hara asimiló esa clase de educación que ya no se da; una tutela observada por un buen número de personas y sobre cosas que, aun siendo menospreciables, resultan encantadoras; una cultura rica en todas las artes y tradiciones, desprovista de ideas, que florece en el último día, cuando el jardinero mayor corta las rosas superfluas para obtener un capullo perfecto.
En uno de los momentos menos trascendentales de su ajetreada existencia, regresó a sus tierras de América, se encontró con Stephen Blaine y se casó con él, tan sólo porque se sentía llena de laxitud y un tanto triste. A su único hijo lo llevó en el vientre durante una temporada memorable por la monotonía abrumadora de su existencia y lo dio a luz en un día de la primavera del 96.
Cuando Amory tenía cinco años, era para ella un compañero inapreciable. Un chico de pelo castaño, de ojos muy bonitos —que aún habían de agrandarse—, una imaginación muy fértil y un cierto gusto por los trajes de fantasía. Entre sus cuatro y diez años recorrió el país con su madre, en el vagón particular de su abuelo, desde Coronado, donde su madre se aburrió tanto que tuvo que recurrir a una depresión nerviosa en un hotel de moda, hasta Méjico, donde su agotamiento llegó a ser casi epidémico. Estas dolencias la divertían y más tarde formaron una parte inseparable de su ambiente, y en especial después de ingerir unos cuantos y sorprendentes estimulantes.
Así, mientras otros chicos más o menos afortunados tenían que desafiar la tutela de sus niñeras en la playa de Newport y eran zurrados o castigados por leer cosas como Atrévete y hazlo o Frank en el Mississippi, Amory se dedicaba a morder a los complacientes botones del Waldorf mientras recibía de su madre —al tiempo que en él se desarrollaba un natural horror a la música sinfónica y a la de cámara— una educación selecta y esmerada.
—Amory.
—Sí, Beatrice. (Un nombre tan increíble para llamar a una madre; pero ella se lo exigía.)
—Querido, no creas que te vas a levantar de la cama todavía. Siempre he sospechado que levantarse temprano de joven deshace los nervios. Clothilde te está preparando el desayuno.
—Bueno.
…
Francis Scott Key Fitzgerald. (Saint Paul, 24 de septiembre de 1896 - Hollywood, California, 21 de diciembre de 1940) fue un novelista estadounidense de la «época del jazz». Su obra es el reflejo, desde una elevada óptica literaria, de los problemas de la juventud de su país en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. En sus novelas expresa el desencanto de los privilegiados jóvenes de su generación que arrastraban su lasitud entre el jazz y la ginebra (A este lado del paraíso, 1920), en Europa en la Costa Azul (Suave es la noche, 1934), o en el fascinante decorado de las ciudades estadounidenses (El gran Gatsby, 1925).
Su extraordinaria Suave es la noche narra el ascenso y caída de Dick Diver, un joven psicoanalista, condicionado por Nicole, su mujer y su paciente. El eco doloroso de la hospitalización de su propia mujer, Zelda, diagnosticada esquizofrénica en 1932, es manifiesto. Este libro define el tono más denso y sombrío de su obra, perceptible en muchos escritos autobiográficos finales.