Resumen del libro:
Paul Auster, el renombrado maestro de la literatura contemporánea, nos presenta su magnum opus: “4 3 2 1”. En esta obra monumental, Auster nos sumerge en un viaje a través de las múltiples vidas de Archie Ferguson, un hombre cuyo destino se bifurca en cuatro realidades distintas a partir de un único punto de partida inmutable: su nacimiento el 3 de marzo de 1947 en Newark, Nueva Jersey.
A lo largo de las páginas de esta epopeya literaria, somos testigos del fascinante desarrollo de las diferentes trayectorias de Ferguson, cada una moldeada por las decisiones que toma y los caminos que elige seguir. En este relato épico, el lector se sumerge en un torbellino de experiencias, donde el amor, la amistad, la familia, el arte y la política se entrelazan en un tapiz narrativo deslumbrante.
La pregunta central que subyace en esta obra maestra es simple pero profunda: ¿qué habría sucedido si Ferguson hubiera tomado diferentes decisiones en momentos cruciales de su vida? A través de esta premisa, Auster nos invita a reflexionar sobre los límites del azar y las ramificaciones impredecibles de nuestras elecciones.
Con una maestría narrativa sin igual, Auster teje una saga familiar que captura la esencia misma de toda una generación. Cada suceso, por más insignificante que parezca, abre un abanico de posibilidades infinitas, delineando así el curso caprichoso de la existencia humana.
Auster, en una entrevista con el aclamado director de cine Wim Wenders, confesó que se sintió preparado toda su vida para escribir esta obra monumental. Y no es para menos, ya que “4 3 2 1” ha sido aclamada por la crítica como la mejor novela del autor. Con una precisión narrativa deslumbrante y una imaginación desbordante, esta obra está destinada a coronar la carrera literaria de uno de los más grandes escritores de nuestra época.
Para Siri Hustvedt
1.0
Según la leyenda familiar, el abuelo de Ferguson salió a pie de Minsk, su ciudad natal, con cien rublos cosidos en el forro de la chaqueta, y pasando por Varsovia y Berlín viajó en dirección oeste hasta Hamburgo, donde sacó billete en un buque llamado The Empress of China, que cruzó el Atlántico entre agitadas tormentas invernales y entró en el puerto de Nueva York el primer día del siglo XX. Mientras esperaba la entrevista con un agente de inmigración en la isla de Ellis, entabló conversación con otro judío ruso. Su compatriota le dijo: Olvida el apellido Reznikoff. Aquí no te servirá de mucho. Necesitas un nombre americano para tu nueva vida en América, algo que suene bastante en este país. Como en 1900 el inglés aún era una lengua extraña para él, Isaac Reznikoff pidió una sugerencia a su compatriota, mayor y con más experiencia. Diles que te llamas Rockefeller, le contestó aquel hombre. Con eso no puedes equivocarte. Pasó una hora, luego otra, y cuando el Reznikoff de diecinueve años se sentó para que lo interrogara el agente de inmigración, había olvidado el nombre que su compatriota le había sugerido. ¿Cómo se llama?, preguntó el agente. En su frustración, el cansado inmigrante soltó en yidis: Ikh hob fargessen! (¡Se me ha olvidado!). Y así fue como Isaac Reznikoff empezó su nueva vida en Estados Unidos con el nombre de Ichabod Ferguson.
Lo pasó mal, sobre todo al principio, pero incluso después de que ya no fuera el principio, nada ocurrió tal como había imaginado que sería en su país de adopción. Cierto que logró encontrar mujer justo después de su vigésimo sexto cumpleaños, y cierto también que su esposa, Fanny, de soltera Grossman, le dio tres hijos sanos y robustos, pero la vida en Norteamérica siguió siendo una lucha para el abuelo de Ferguson desde el día que desembarcó hasta la noche del 7 de marzo de 1923, cuando encontró una temprana e inesperada muerte a los cuarenta y dos años de edad: a tiros en un atraco al almacén de artículos de piel de Chicago en donde estaba empleado como vigilante nocturno.
No se conservan fotografías suyas, pero a decir de todos era un hombre corpulento de recias espaldas y manos enormes, inculto, sin cualificación, el pardillo analfabeto por antonomasia. Durante su primera tarde en Nueva York, se encontró con un vendedor ambulante que ofrecía las manzanas más encarnadas, más redondas y perfectas que había visto en la vida. Incapaz de resistirse, compró una y dio un mordisco con ansia. En vez del sabor dulce que esperaba, notó un gusto amargo y extraño. Aún peor, la manzana estaba asquerosamente blanda, y en cuanto le atravesó la piel con los dientes, se salieron las entrañas de la fruta y se le vertieron por la pechera del abrigo en una líquida rociada de color rojo pálido salpicada de semillas semejantes a perdigones. Ése fue su primer sabor del Nuevo Mundo, su primer encuentro, que jamás olvidaría, con un tomate Jersey.
No un Rockefeller, por tanto, sino un trabajador no cualificado de anchos hombros, un gigante hebreo de nombre absurdo y pies inquietos que probó suerte en Manhattan y Brooklyn, en Baltimore y Charleston, en Duluth y Chicago, desempeñando labores varias como estibador, marinero en un petrolero que surcaba los Grandes Lagos, cuidador de animales en un circo ambulante, obrero en la cadena de montaje de una fábrica de latas de conserva, conductor de camiones, peón caminero, vigilante nocturno. Pese a todos sus esfuerzos, nunca llegó a ganar más que calderilla, y por consiguiente lo único que el pobre Ike Ferguson legó a su mujer y a sus tres hijos fueron las historias que les había contado sobre las aventuras de trotamundos de su juventud. A la larga, las historias no son probablemente menos valiosas que el dinero, pero a corto plazo tienen marcadas limitaciones.
La empresa de artículos de piel entregó una pequeña suma a su mujer para compensarla por su pérdida, y luego Fanny cogió a los chicos y se marchó de Chicago, trasladándose a Nueva Jersey, a Newark, a invitación de unos parientes de su marido, que le cedieron el apartamento de la planta alta de su casa en el Distrito Centro por un simbólico alquiler mensual. Sus hijos tenían catorce, doce y nueve años de edad. Louis, el mayor, hacía mucho que se había transformado en Lew. Aaron, el mediano, había dado en llamarse Arnold después de una paliza de más en el patio del colegio de Chicago, y a Stanley, el de nueve años, solían llamarlo Sonny. Para llegar a fin de mes, su madre se dedicó a lavar y remendar ropa en casa, pero al poco tiempo los chicos también contribuyeron a la economía doméstica, trabajando en alguna cosa después del colegio, los tres entregando a su madre hasta el último céntimo que ganaban. Eran tiempos difíciles, y la amenaza de la miseria invadía las habitaciones del apartamento como una niebla densa y oscura. No era posible escapar del miedo, y poco a poco los tres chicos asimilaron las negras conclusiones ontológicas de su madre sobre el sentido de la vida. Trabajar o morir de hambre. Trabajar o consentir que el techo se te cayera encima. Trabajar o morir. Para los Ferguson, no existía el ridículo concepto de «Todos para uno y uno para todos». En su pequeño mundo, era «Todo para todos…», o nada.
Ferguson aún no había cumplido dos años cuando su abuela murió, lo que suponía que no conservaba recuerdos conscientes de ella, pero según la leyenda familiar Fanny era una mujer imprevisible y difícil, propensa a violentos accesos de gritos y frenéticos arrebatos de llanto, que sacudía con la escoba a sus hijos cada vez que se portaban mal, y que en determinadas tiendas del barrio tenía prohibida la entrada por sus vociferantes regateos sobre los precios. Nadie sabía dónde había nacido, pero los rumores apuntaban a que era huérfana cuando llegó a Nueva York a los catorce años y que había vivido varios años haciendo sombreros en un ático sin ventanas del Lower East Side. El padre de Ferguson, Stanley, rara vez habló de sus padres a su hijo, limitándose a contestar a las preguntas del chico con las respuestas más vagas, breves y cautelosas, y los escasos retazos de información que el joven Ferguson logró recabar sobre sus abuelos paternos procedían casi exclusivamente de su madre, Rose, con mucho la más joven de las tres cuñadas Ferguson de segunda generación, quien a su vez había recibido la mayor parte de la información de Millie, la esposa de Lew, una mujer con tendencia al chismorreo y casada con un hombre menos reservado y más hablador que Stanley o Arnold. Cuando Ferguson tenía dieciocho años, su madre le transmitió una de las historias de Millie, presentándosela como no más que un rumor, una simple conjetura sin fundamento que podría haber sido verdad, pero que también podría no haberlo sido. Según lo que Lew había contado a Millie, o lo que Millie dijo que le había contado, hubo un cuarto vástago Ferguson, una niña nacida tres o cuatro años después de Stanley, cuando la familia estaba instalada en Duluth y Ike buscaba trabajo de marinero en algún buque de los Grandes Lagos, un periodo de meses en que la familia vivió en extrema pobreza, y como Ike se encontraba fuera cuando Fanny dio a luz a la niña, y como la región era Minnesota y era invierno, un invierno particularmente gélido en un lugar especialmente frío, y como la casa en que vivían sólo se calentaba con una estufa de leña, y además tenían tan poco dinero en ese tiempo que Fanny y los niños se veían reducidos a consumir una sola comida al día, la idea de criar otro hijo la llenaba de tal pavor que acabó ahogando en la bañera a su hija recién nacida.
Si Stanley contó poco de sus padres a su hijo, tampoco le dijo mucho acerca de sí mismo. Por eso a Ferguson le resultaba difícil formarse una idea clara de cómo había sido su padre de niño, de adolescente, de joven ni de nada hasta que se casó con Rose dos meses después de cumplir los treinta. Por observaciones casuales que alguna vez salían de los labios de su padre, Ferguson logró no obstante deducir lo siguiente: que sus hermanos mayores habían maltratado a Stanley y se habían burlado de él, que como era el más pequeño de los tres y por tanto el que menos tiempo de su infancia había pasado con su padre, fue el que más unido estuvo a Fanny, además de ser un estudiante aplicado y de lejos el mejor atleta de los tres hermanos, que jugó de extremo en el equipo de fútbol americano y corrió los cuatrocientos metros de atletismo en pista en el instituto Central High, que su talento para la electrónica lo condujo en el verano de 1932, el año que terminó el instituto, a abrir una pequeña tienda de reparaciones de aparatos de radio (según sus propias palabras, un cuchitril en Academy Street en el centro de Newark, no más grande que un puesto de limpiabotas), que acabó con una herida en el ojo derecho en uno de los arrebatos de su madre con la escoba cuando tenía once años (sufriendo pérdida parcial de visión, con lo que le declararon inútil para el servicio durante la Segunda Guerra Mundial), que no le gustaba el apodo de Sonny y dejó de utilizarlo en cuanto salió del instituto, que le encantaba ir al baile y jugar al tenis, que nunca dijo una palabra contra sus hermanos por muy estúpida o desdeñosamente que lo trataran, que de pequeño trabajó repartiendo periódicos, que consideró seriamente estudiar Derecho pero abandonó la idea por falta de recursos, que a sus veinte años tenía fama de donjuán y salió con multitud de chicas judías sin intención de casarse con ninguna, que en los años treinta hizo varias excursiones a Cuba cuando La Habana era la capital del pecado del hemisferio occidental, que la mayor ambición de su vida era ser millonario, convertirse en un hombre tan rico como Rockefeller.
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